Correspondencias entre amar y aborrecer

 

Feliciano me adora y le aborrezco;
Lisardo me aborrece y yo le adoro;
por quien no me apetece ingrato, lloro,
y al que me llora tierno no apetezco.

A quien más me desdora, el alma ofrezco;
a quien me ofrece víctimas, desdoro;
desprecio al que enriquece mi decoro,
y al que le hace desprecios, enriquezco.

Si con mi ofensa al uno reconvengo,
me reconviene el otro a mí ofendido;
y a padecer de todos modos vengo,

pues ambos atormentan mi sentido:
aqueste con pedir lo que no tengo,
y aquél con no tener lo que le pido.

A la esperanza

 

Verde embeleso de la vida humana,
loca Esperanza, frenesí dorado,
sueño de los despiertos intrincado,
como de sueños, de tesoros vana;

alma del mundo, senectud lozana,
decrépito verdor imaginado;
el hoy de los dichosos esperado
y de los desdichados el mañana:

sigan tu sombra en busca de tu día
los que, con verdes vidrios por antojos,
todo lo ven pintado a su deseo;

que yo, más cuerda en la fortuna mía,
tengo en entrambas manos ambos ojos
y solamente lo que toco veo.

Que contiene una fantasía con amor decente

 

Detente, sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.

Si el imán de tus gracias, atractivo,
sirve mi pecho de obediente acero,
¿para qué me enamoras lisonjero
si has de burlarme luego fugitivo?

Mas blasonar no puedes, satisfecho,
de que triunfa de mí tu tiranía:
que aunque dejas burlado el lazo estrecho

que tu forma fantástica ceñía,
poco importa burlar brazos y pechos
si te labra prisión mi fantasía.

A una rosa

 

Rosa divina, que en gentil cultura
Eres con tu fragante sutileza
Magisterio purpúreo en la belleza,
Enseñanza nevada a la hermosura.

Amago de la humana arquitectura,
Ejemplo de la vana gentileza,
En cuyo ser unió naturaleza
La cuna alegre y triste sepultura.

¡Cuán altiva en tu pompa, presumida
soberbia, el riesgo de morir desdeñas,
y luego desmayada y encogida.

De tu caduco ser das mustias señas!
Con que con docta muerte y necia vida,
Viviendo engañas y muriendo enseñas.

Muestra sentir que la baldonen  por los aplausos de su habilidad 

 

¿Tan grande, ¡ay, hado!, mi delito ha sido
que por castigo de él o por tormento
no basta el que adelanta el pensamiento
sino el que le previenes al oído?

Tan severo en mi contra has procedido,
que me persuado de tu duro intento,
a que sólo me diste entendimiento
porque fuese mi daño más crecido.

Dísteme aplausos para más baldones,
subir me hiciste, para penas tales;
y aun pienso que me dieron tus traiciones

penas a mi desdicha desiguales
porque viéndote rica de tus dones
nadie tuviese lástima a mis males.

Al Padre Francisco de Castro

 

La compuesta de flores maravilla,
divina protectora americana,
que a ser se pasa rosa mexicana
apareciendo rosa de Castilla;

la que, en vez del dragón (de quien humilla
cerviz rebelde en Pathmos) huella ufana
hasta aquí inteligencia soberana
de su pura grandeza, pura silla;

ya el cielo, que la copia misterioso,
segunda vez sus señas celestiales
en guarismo de flores claro suma;

pues no menos le dan traslado hermoso
las flores de tus versos sin iguales,
la maravilla de tu culta pluma.

A su retrato

 

Este que ves engaño colorido,
que del arte ostentando los primores,
con falsos silogismos de colores,
es cauteloso engaño del sentido;

este, en quien la lisonja ha pretendido
excusar de los años los horrores,
y venciendo del tiempo los rigores
triunfar de la vejez y del olvido,

es un vano artificio del cuidado,
es una flor al viento delicada,
es un resguardo inútil para el hado,

es una necia diligencia errada,
es un afán caduco y, bien mirado,
es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.

En que satisface un recelo con la retórica del llanto

 

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba;

y Amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía:
pues entre el llanto, que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.

Baste ya de rigores, mi bien, baste;
no te atormente más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste

con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.

Liras que expresan sentimientos de ausente

 

Amado dueño mío,
escucha un rato mis cansadas quejas,
pues del viento las fio,
que breve las conduzca a tus orejas,
si no se desvanece el triste acento
como mis esperanzas en el viento.

óyeme con los ojos,
ya que están tan distantes los oídos,
y de ausentes enojos
en ecos, de mi pluma mis gemidos;
y ya que a ti no llega mi voz ruda,
óyeme sordo, pues me quejo muda.

Si del campo te agradas,
goza de sus frescuras venturosas,
sin que aquestas cansadas
lágrimas te detengan, enfadosas;
que en él verás, si atento te entretienes,
ejemplos de mis males y mis bienes.

Si al arroyo parlero
ves, galán de las flores en el prado,
que, amante y lisonjero,
a cuantas mira íntima su cuidado,
en su corriente mi dolor te avisa
que a costa de mi llanto tiene risa.

Si ves que triste llora
su esperanza marchita, en ramo verde,
tórtola gemidora.
en él y en ella mi dolor te acuerde,
que imitan, con verdor y con lamento,
él mi esperanza y ella mi tormento.

Si la flor delicada,
si la pena, que altiva no consiente
del tiempo ser hollada,
ambas me imitan, aunque variamente,
ya con fragilidad, ya con dureza,
mi dicha aquélla y ésta mi firmeza.

Si ves el ciervo herido
que baja por el monte, acelerado,
buscando, dolorido,
alivio al mal en un arroyo helado,
y sediento al cristal se precipita,
no en el alivio, en el dolor me imita.

Si la liebre encogida
huye medrosa de los galgos fieros,
y por salvar la vida
no deja estampa de los pies ligeros,
tal mi esperanza, en dudas y recelos,
se ve acosada de villanos celos.,

Si ves el cielo claro,
tal es la sencillez del alma mía;
y si, de luz avaro,
de tinieblas se emboza el claro dia,
es con su obscuridad y su inclemencia,
imagen de mi vida en esta ausencia.

Así que, Fabio amado,
saber puedes mis males sin costarte
la noticia cuidado,
pues puedes de los campos informante;
y pues yo a todo mi dolor ajusto,
saber mi pena sin dejar tu gusto.

Mas ¿cuando, ¡ay gloria mía!,
mereceré gozar tu luz serena?
¿Cuándo llegará el día
que tengas dulce fin a tanta pena?
¿Cuándo veré tus ojos, dulce encanto,
y de los míos quitarás el llanto?

¿Cuándo tu voz sonora
herirá mis oídos, delicada,
y el alma que te adora,
de inundación de gozos anegada,
a recibirte con amante prisa
saldrá a los ojos desatada en risa?

¿Cuándo tu luz hermosa
revestirá de gloria mis sentidos?
¿Y cuándo yo, dichosa,
mis suspiros daré por bien perdidos,
teniendo en poco el precio de mi llanto,
que tanto ha de penar quien goza tanto?

¿Cuándo de tu apacible
rostro alegre veré el semblante afable,
y aquel bien indecible
a toda humana pluma inexplicable,
que mal se ceñirá a lo definido
lo que no cabe en todo lo sentido?

Ven, pues, mi prenda amada:
que ya fallece mi cansada vida
de esta ausencia pesada;
ven, pues: que mientras tarda tu venida,
aunque me cueste su verdor enojos,
regaré mi esperanza con mis ojos.

Verde embeleso

 

Verde embeleso de la vida humana,
loca esperanza, frenesí dorado,
sueño de los despiertos intrincado,
como de sueños, de tesoros vana;

alma del mundo, senectud lozana,
decrépito verdor imaginado;
el hoy de los dichosos esperado,
y de los desdichados el mañana:

sigan tu sombra en busca de tu día
los que, con verdes vidrios por anteojos,
todo lo ven pintado a su deseo;

que yo, más cuerda en la fortuna mía,
tengo en entrambas manos ambos ojos
y solamente lo que toco veo.

La sentencia de Justo

 

Firma Pilatos la que juzga ajena
Sentencia, y es la suya. ¡Oh caso fuerte!
¿Quién creerá que firmando ajena muerte
el mismo juez en ella se condena?

La ambición de sí tanto le enajena
Que con el vil temor ciego no advierte
Que carga sobre sí la infausta suerte,
Quien al Justo sentencia a injusta pena.

Jueces del mundo, detened la mano,
Aún no firméis, mirad si son violencias
Las que os pueden mover de odio inhumano;

Examinad primero las conciencias,
Mirad no haga el Juez recto y soberano
Que en la ajena firméis vuestras sentencias.

Juana Inés de la Cruz, Nueva España, 1648-1695

Redondillas

 

Hombres necios que acusáis
a la mujer, sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis;

si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?

Combatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.

Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco,
al niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.

Queréis, con presunción necia,
hallar a la que buscáis
para prentendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.

¿Qué humor puede ser más raro
que el que, falto de consejo,
él mismo empaña el espejo
y siente que no esté claro?

Con el favor y el desdén
tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.

Opinión, ninguna gana,
pues la que más se recata,
si no os admite, es ingrata,
y si os admite, es liviana.

Siempre tan necios andáis
que, con desigual nivel,
a una culpáis por cruel
y a otra por fácil culpáis.

¿Pues como ha de estar templada
la que vuestro amor pretende?,
¿si la que es ingrata ofende,
y la que es fácil enfada?

Mas, entre el enfado y la pena
que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere
y quejaos en hora buena.

Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.

¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?

¿O cuál es de más culpar,
aunque cualquiera mal haga;
la que peca por la paga
o el que paga por pecar?

¿Pues, para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.

Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia
juntáis diablo, carne y mundo.

Dime vencedor Rapaz

 

Dime vencedor Rapaz,
vencido de mi constancia,
¿Qué ha sacado tu arrogancia
de alterar mi firme paz?
Que aunque de vencer capaz
es la punta de tu arpón
el más duro corazón
¿qué importa el tiro violento,
si a pesar del vencimiento
queda viva la razón?

Tienes grande señorío;
pero tu jurisdicción
domina la inclinación,
mas no pasa el albedrío.
Y así librarme confío
de tu loco atrevimiento,
pues aunque rendida siento
y presa la libertad,
se rinde la voluntad
pero no el consentimiento.

En dos partes dividida
tengo el alma en confusión:
una, esclava a la pasión,
y otra, a la razón medida.
Guerra civil, encendida,
aflige el pecho importuna:
quiere vencer cada una,
y entre fortunas tan varias,
morirán ambas contrarias
pero vencerá ninguna.

Cuando fuera, Amor, te vía,
no merecí de ti palma;
y hoy, que estás dentro del alma,
es resistir valentía.
Córrase, pues, tu porfía,
de los triunfos que te gano:
pues cuando ocupas, tirano,
el alma, sin resistillo,
tienes vencido el Castillo
e invencible el Castellano.

Invicta razón alienta
armas contra tu vil saña,
y el pecho es corta campaña
a batalla tan sangrienta.
Y así, Amor, en vano intenta
tu esfuerzo loco ofenderme:
pues podré decir, al verme
expirar sin entregarme,
que conseguiste matarme
mas no pudiste vencerme.

Detente sombra

 

Detente, sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.

Si al imán de tus gracias, atractivo,
sirve mi pecho de obediente acero,
¿para qué me enamoras lisonjero
si has de burlarme luego fugitivo?

Mas blasonar no puedes, satisfecho,
de que triunfa de mí tu tiranía:
que aunque dejas burlado el lazo estrecho

que tu forma fantástica ceñía,
poco importa burlar brazos y pecho
si te labra prisión mi fantasía.

Día de Comunión

 

Amante dulce del alma,
bien soberano a que aspiro,
tú que sabes las ofensas
castigar a beneficios;
divino imán en que adoro
hoy que tan propicio os miro
que me animás a la osadía
de poder llamaros mío;
hoy, que en unión amorosa,
pareció a vuestro cariño,
que si no estabais en mí
era poco estar conmigo;
hoy, que para examinar
el afecto con que os sirvo,
al corazón en persona
habéis entrado vos mismo,
pregunto ¿es amor o celos
tan cuidadoso escrutinio?
que quien lo registra todo
da de sospechar indicios.
Mas ¡ay, bárbara ignorante,
y que de errores he dicho,
como si el estorbo humano
obstara al lince divino!
Para ver los corazones
no es menester asistirlos;
que para vos son patentes
las entrañas del abismo.
Con una intuición presente
tenéis en vuestro registro,
el infinito pasado,
hasta el presente finito;
luego no necesitabais,
para ver el pecho mío,
si lo estáis mirando sabio,
entrar a mirarlo fino;
luego es amor, no celos,
lo que en vos miro.

Esta tarde, mi bien

 

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba;

y Amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía:
pues entre el llanto, que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.

Baste ya de rigores, mi bien, baste:
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu inquietud contraste

con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste

Juana Inés de la Cruz, Nueva España, 1648-1695

Pues estoy condenada

 

Pues estoy condenada,
Fabio, a la muerte, por decreto tuyo,
y la sentencia airada
ni la apelo, resisto ni la huyo,
óyeme, que no hay reo tan culpado
a quien el confesar le sea negado.

Porque te han informado,
dices, de que mi pecho te ha ofendido,
me has, fiero, condenado.
¿Y pueden, en tu pecho endurecido
más la noticia incierta, que no es ciencia,
que de tantas verdades la experiencia?

Si a otros crédito has dado,
Fabio, ¿por qué a tus ojos se lo niegas,
y el sentido trocado
de la ley, al cordel mi cuello entregas,
pues liberal me amplías los rigores
y avaro me restringes los favores?

Si a otros ojos he visto,
mátenme, Fabio, tus airados ojos;
si a otro cariño asisto,
asístanme implacables tus enojos;
y si otro amor del tuyo me divierte,
tú, que has sido mi vida, me des muerte.

Si a otro, alegre, he mirado,
nunca alegre me mires ni te vea;
si le hablé con agrado,
eterno desagrado en ti posea;
y si otro amor inquieta mi sentido,
sáqueseme el alma tú, que mi alma has sido.

Mas, supuesto que muero,
sin resistir a mi infeliz suerte,
que me des sólo quiero
licencia de que escoja yo mi muerte;
deja la muerte a mi elección medida,
pues en la tuya pongo yo la vida.

Amor inoportuno

 

Dos dudas en que escoger
tengo, y no se a cual prefiera,
pues vos sentís que no quiera
y yo sintiera querer.
Con que si a cualquiera lado
quiero inclinarme, es forzoso
quedando el uno gustoso
que otro quede disgustado.
Si daros gusto me ordena
la obligación, es injusto
que por daros a vos gusto
haya yo de tener pena.
Y no juzgo que habrá quien
apruebe sentencia tal,
como que me trate mal
por trataros a vos bien.
Mas por otra parte siento
que es también mucho rigor
que lo que os debo en amor
pague en aborrecimiento.
Y aun irracional parece
este rigor, pues se infiere,
si aborrezco a quien me quiere
¿qué haré con quien aborrezco?
no se como despacharos,
pues hallo al determinarme
que amaros es disgustarme
y no amaros disgustaros;
pero dar un medio justo
en estas dudas pretendo,
pues no queriendo, os ofendo,
y queriéndoos me disgusto.
Y sea esta la sentencia,
porque no os podáis quejar,
que entre aborrecer y amar
se parta la diferencia,
de modo que entre el rigor
y el llegar a querer bien,
ni vos encontréis desdén
ni yo pueda encontrar amor.
Esto el discurso aconseja,
pues con esta conveniencia
ni yo quedo con violencia
ni vos os partís con queja.
Y que estaremos infiero
gustosos con lo que ofrezco;
vos de ver que no aborrezco,
yo de saber que no quiero.
Sólo este medio es bastante
a ajustarnos, si os contenta,
que vos me logréis atenta
sin que yo pase a lo amante,
y así quedo en mi entender
esta vez bien con los dos;
con agradecer, con vos;
conmigo, con no querer.
Que aunque a nadie llega a darse
en este gusto cumplido,
ver que es igual el partido
servirá de resignarse.

Finjamos que soy feliz

 

Finjamos que soy feliz,
triste pensamiento, un rato;
quizá prodréis persuadirme,
aunque yo sé lo contrario,

que pues sólo en la aprehensión
dicen que estriban los daños,
si os imagináis dichoso
no seréis tan desdichado.

Sírvame el entendimiento
alguna vez de descanso,
y no siempre esté el ingenio
con el provecho encontrado.

Todo el mundo es opiniones
de pareceres tan varios,
que lo que el uno que es negro
el otro prueba que es blanco.

A unos sirve de atractivo
lo que otro concibe enfado;
y lo que éste por alivio,
aquél tiene por trabajo.

El que está triste, censura
al alegre de liviano;
y el que esta alegre se burla
de ver al triste penando.

Los dos filósofos griegos
bien esta verdad probaron:
pues lo que en el uno risa,
causaba en el otro llanto.

Célebre su oposición
ha sido por siglos tantos,
sin que cuál acertó, esté
hasta agora averiguado.

Antes, en sus dos banderas
el mundo todo alistado,
conforme el humor le dicta,
sigue cada cual el bando.

Uno dice que de risa
sólo es digno el mundo vario;
y otro, que sus infortunios
son sólo para llorados.

Para todo se halla prueba
y razón en qué fundarlo;
y no hay razón para nada,
de haber razón para tanto.

Todos son iguales jueces;
y siendo iguales y varios,
no hay quien pueda decidir
cuál es lo más acertado.

Pues, si no hay quien lo sentencie,
¿por qué pensáis, vos, errado,
que os cometió Dios a vos
la decisión de los casos?

O ¿por qué, contra vos mismo,
severamente inhumano,
entre lo amargo y lo dulce,
queréis elegir lo amargo?

Si es mío mi entendimiento,
¿por qué siempre he de encontrarlo
tan torpe para el alivio,
tan agudo para el daño?

El discurso es un acero
que sirve para ambos cabos:
de dar muerte, por la punta,
por el pomo, de resguardo.

Si vos, sabiendo el peligro
queréis por la punta usarlo,
¿qué culpa tiene el acero
del mal uso de la mano?

No es saber, saber hacer
discursos sutiles, vanos;
que el saber consiste sólo
en elegir lo más sano.

Especular las desdichas
y examinar los presagios,
sólo sirve de que el mal
crezca con anticiparlo.

En los trabajos futuros,
la atención, sutilizando,
más formidable que el riesgo
suele fingir el amago.

Qué feliz es la ignorancia
del que, indoctamente sabio,
halla de lo que padece,
en lo que ignora, sagrado!

No siempre suben seguros
vuelos del ingenio osados,
que buscan trono en el fuego
y hallan sepulcro en el llanto.

También es vicio el saber,
que si no se va atajando,
cuando menos se conoce
es más nocivo el estrago;

y si el vuelo no le abaten,
en sutilezas cebado,
por cuidar de lo curioso
olvida lo necesario.

Si culta mano no impide
crecer al árbol copado,
quita la sustancia al fruto
la locura de los ramos.

Si andar a nave ligera
no estorba lastre pesado,
sirve el vuelo de que sea
el precipicio más alto.

En amenidad inútil,
¿qué importa al florido campo,
si no halla fruto el otoño,
que ostente flores el mayo?

¿De qué sirve al ingenio
el producir muchos partos,
si a la multitud se sigue
el malogro de abortarlos?

Y a esta desdicha por fuerza
ha de seguirse el fracaso
de quedar el que produce,
si no muerto, lastimado.

El ingenio es como el fuego,
que, con la materia ingrato,
tanto la consume más
cuando él se ostenta más claro.

Es de su propio Señor
tan rebelado vasallo,
que convierte en sus ofensas
las armas de su resguardo.

Este pésimo ejercicio,
este duro afán pesado,
a los ojos de los hombres
dio Dios para ejercitarlos.

¿Qué loca ambición nos lleva
de nosotros olvidados?
Si es para vivir tan poco,
¿de qué sirve saber tanto?

¡Oh, si como hay de saber,
hubiera algún seminario
o escuela donde a ignorar
se enseñaran los trabajos!

¡Qué felizmente viviera
el que, flojamente cauto,
burlara las amenazas
del influjo de los astros!

Aprendamos a ignorar,
pensamiento, pues hallamos
que cuanto añado al discurso,
tanto le usurpo a los años.

Insinúa su aversión a los vicios

 

En perseguirme, Mundo, ¿Qué inTeresas?
¿En qué te ofendo, cuando sólo intento
poner bellezas en mi entendimiento
y no mi entendimiento en las bellezas?

Yo no estimo tesoros ni riquezas;
y así, siempre me causa más contento
poner riquezas en mi pensamiento
que no mi pensamiento en las riquezas.

Y no estimo hermosura que vencida,
es despojo civil de las edades,
ni riqueza me agrada fementida,

teniendo por mejor en mis verdades,
consumir vanidades de la vida
que consumir la vida en vanidades.

Estos versos, lector mío

 

Estos versos, lector mío,
que a tu deleite consagro,
y sólo tienen de buenos
conocer yo que son malos,
ni disputártelos quiero,
ni quiero recomendarlos,
porque eso fuera querer
hacer de ellos mucho caso.

No agradecido te busco:
pues no debes, bien mirado,
estimar lo que yo nunca
juzgué que fuera a tus manos.
En tu libertad te pongo,
si quisieres censurarlos;
pues de que, al cabo, te estás
en ella, estoy muy al cabo.

No hay cosa más libre que
el entendimiento humano;
pues lo que Dios no violenta,
por qué yo he de violentarlo?

Di cuanto quisieres de ellos,
que, cuanto más inhumano
me los mordieres, entonces
me quedas más obligado,
pues le debes a mi musa
el más sazonado plato
(que es el murmurar), según
un adagio cortesano.
Y siempre te sirvo, pues,
o te agrado, o no te agrado:
si te agrado, te diviertes;
murmuras, si no te cuadro.

Bien pudiera yo decirte
por disculpa, que no ha dado
lugar para corregirlos
la priesa de los traslados;
que van de diversas letras,
y que algunos, de muchachos,
matan de suerte el sentido
que es cadáver el vocablo;
y que, cuando los he hecho,
ha sido en el corto espacio
que ferian al ocio las
precisiones de mi estado;
que tengo poca salud
y continuos embarazos,
tales, que aun diciendo esto,
llevo la pluma trotando.

Pero todo eso no sirve,
pues pensarás que me jacto
de que quizá fueran buenos
a haberlos hecho despacio;
y no quiero que tal creas,
sino sólo que es el darlos
a la luz, tan sólo por
obedecer un mandato.

Esto es, si gustas creerlo,
que sobre eso no me mato,
pues al cabo harás lo que
se te pusiere en los cascos.
Y adiós, que esto no es más de
darte la muestra del paño:
si no te agrada la pieza,
no desenvuelvas el fardo.

Primero sueño

 

Piramidal, funesta, de la tierra
nacida sombra, al Cielo encaminaba
de vanos obeliscos punta altiva,
escalar pretendiendo las Estrellas;
si bien sus luces bellas
–exentas siempre, siempre rutilantes–
la tenebrosa guerra
que con negros vapores le intimaba
la pavorosa sombra fugitiva
burlaban tan distantes,
que su atezado ceño
al superior convexo aun no llegaba
del orbe de la Diosa
que tres veces hermosa
con tres hermosos rostros ser ostenta,
quedando sólo o dueño
del aire que empañaba
con el aliento denso que exhalaba;
y en la quietud contenta
de imperio silencioso,
sumisas sólo voces consentía
de las nocturnas aves,
tan obscuras, tan graves,
que aun el silencio no se interrumpía.

Con tardo vuelo y canto, del oído
mal, y aun peor del ánimo admitido,
la avergonzada Nictimene acecha
de las sagradas puertas los resquicios,
o de las claraboyas eminentes
los huecos más propicios
que capaz a su intento le abren brecha,
y sacrílega llega a los lucientes
faroles sacros de perenne llama,
que extingue, si no infama,
en licor claro la materia crasa
consumiendo, que el árbol de Minerva
de su fruto, de prensas agravado,
congojoso sudó y rindió forzado.

Y aquellas que su casa
campo vieron volver, sus telas hierba,
a la deidad de Baco inobedientes,
–ya no historias contando diferentes,
en forma sí afrentosa transformadas–,
segunda forman niebla,
ser vistas aun temiendo en la tiniebla,
aves sin pluma aladas:
aquellas tres oficïosas, digo,
atrevidas Hermanas,
que el tremendo castigo
de desnudas les dio pardas membranas
alas tan mal dispuestas
que escarnio son aun de las más funestas:
éstas, con el parlero
ministro de Plutón un tiempo, ahora
supersticioso indicio al agorero,
solos la no canora
componían capilla pavorosa,
máximas, negras, longas entonando,
y pausas más que voces, esperando
a la torpe mensura perezosa
de mayor proporción tal vez, que el viento
con flemático echaba movimiento,
de tan tardo compás, tan detenido,
que en medio se quedó tal vez dormido.

Éste, pues, triste son intercadente
de la asombrada turba temerosa,
menos a la atención solicitaba
que al sueño persuadía;
antes sí, lentamente,
su obtusa consonancia espaciosa
al sosiego inducía
y al reposo los miembros convidaba,
–el silencio intimando a los vivientes,
uno y otro sellando labio obscuro
con indicante dedo,
Harpócrates, la noche, silencioso;
a cuyo, aunque no duro,
si bien imperïoso
precepto, todos fueron obedientes–.

El viento sosegado, el can dormido,
éste yace, aquél quedo
los átomos no mueve,
con el susurro hacer temiendo leve,
aunque poco, sacrílego ruïdo,
violador del silencio sosegado.
El mar, no ya alterado,
ni aun la instable mecía
cerúlea cuna donde el Sol dormía;
y los dormidos, siempre mudos, peces,
en los lechos lamosos
de sus obscuros senos cavernosos,
mudos eran dos veces;
y entre ellos, la engañosa encantadora
Alcione, a los que antes
en peces transformó, simples amantes,
transformada también, vengaba ahora.

En los del monte senos escondidos,
cóncavos de peñascos mal formados
–de su aspereza menos defendidos
que de su obscuridad asegurados–,
cuya mansión sombría
ser puede noche en la mitad del día,
incógnita aun al cierto
montaraz pie del cazador experto,
–depuesta la fiereza
de unos, y de otros el temor depuesto–
yacía el vulgo bruto,
a la Naturaleza
el de su potestad pagando impuesto,
universal tributo;
y el Rey, que vigilancias afectaba,
aun con abiertos ojos no velaba.

El de sus mismos perros acosado,
monarca en otro tiempo esclarecido,
tímido ya venado,
con vigilante oído,
del sosegado ambiente
al menor perceptible movimiento
que los átomos muda,
la oreja alterna aguda
y el leve rumor siente
que aun le altera dormido.
Y en la quietud del nido,
que de brozas y lodo, instable hamaca,
formó en la más opaca
parte del árbol, duerme recogida
la leve turba, descansando el viento
del que le corta, alado movimiento.

De Júpiter el ave generosa
–como al fin Reina–, por no darse entera
al descanso, que vicio considera
si de preciso pasa, cuidadosa
de no incurrir de omisa en el exceso,
a un solo pie librada fía el peso
y en otro guarda el cálculo pequeño
–despertador reloj del leve sueño–,
porque, si necesario fue admitido,
no pueda dilatarse continuado,
antes interrumpido
del regio sea pastoral cuidado.
¡Oh de la Majestad pensión gravosa,
que aun el menor descuido no perdona!
Causa, quizá, que ha hecho misteriosa,
circular, denotando, la corona,
en círculo dorado,
que el afán es no menos continuado.

El sueño todo, en fin, lo poseía;
todo, en fin, el silencio lo ocupaba:
aun el ladrón dormía;
aun el amante no se desvelaba.

El conticinio casi ya pasando
iba, y la sombra dimidiaba, cuando
de las diurnas tareas fatigados,
–y no sólo oprimidos
del afán ponderoso
del corporal trabajo, mas cansados
del deleite también, (que también cansa
objeto continuado a los sentidos
aun siendo deleitoso:
que la Naturaleza siempre alterna
ya una, ya otra balanza,
distribuyendo varios ejercicios,
ya al ocio, ya al trabajo destinados,
en el fiel infïel con que gobierna
la aparatosa máquina del mundo)–;
así, pues, de profundo
sueño dulce los miembros ocupados,
quedaron los sentidos
del que ejercicio tienen ordinario,
–trabajo en fin, pero trabajo amado
si hay amable trabajo–,
si privados no, al menos suspendidos,
y cediendo al retrato del contrario
de la vida, que–lentamente armado–
cobarde embiste y vence perezoso
con armas soñolientas,
desde el cayado humilde al cetro altivo,
sin que haya distintivo
que el sayal de la púrpura discierna:
pues su nivel, en todo poderoso,
gradúa por exentas
a ningunas personas,
desde la de a quien tres forman coronas
soberana tiara,
hasta la que pajiza vive choza;
desde la que el Danubio undoso dora,
a la que junco humilde, humilde mora;
y con siempre igual vara
(como, en efecto, imagen poderosa
de la muerte) Morfeo
el sayal mide igual con el brocado.

El alma, pues, suspensa
del exterior gobierno,–en que ocupada
en material empleo,
o bien o mal da el día por gastado–,
solamente dispensa
remota, si del todo separada
no, a los de muerte temporal opresos
lánguidos miembros, sosegados huesos,
los gajes del calor vegetativo,
el cuerpo siendo, en sosegada calma,
un cadáver con alma,
muerto a la vida y a la muerte vivo,
de lo segundo dando tardas señas
el del reloj humano
vital volante que, si no con mano,
con arterial concierto, unas pequeñas
muestras, pulsando, manifiesta lento
de su bien regulado movimiento.

Este, pues, miembro rey y centro vivo
de espíritus vitales,
con su asociado respirante fuelle
–pulmón, que imán del viento es atractivo,
que en movimientos nunca desiguales
o comprimiendo ya, o ya dilatando
el musculoso, claro arcaduz blando,
hace que en el resuelle
el que le circunscribe fresco ambiente
que impele ya caliente,
y él venga su expulsión haciendo activo
pequeños robos al calor nativo,
algún tiempo llorados,
nunca recuperados,
si ahora no sentidos de su dueño,
que, repetido, no hay robo pequeño–;
éstos, pues, de mayor, como ya digo,
excepción, uno y otro fiel testigo,
la vida aseguraban,
mientras con mudas voces impugnaban
la información, callados, los sentidos
–con no replicar sólo defendidos–,
y la lengua que, torpe, enmudecía,
con no poder hablar los desmentía.

Y aquella del calor más competente
científica oficina,
próvida de los miembros despensera,
que avara nunca y siempre diligente,
ni a la parte prefiere más vecina
ni olvida a la remota,
y en ajustado natural cuadrante
las cuantidades nota
que a cada cuál tocarle considera,
del que alambicó quilo el incesante
calor, en el manjar que–medianero
piadoso–entre él y el húmedo interpuso
su inocente substancia,
pagando por entero
la que, ya piedad sea, o ya arrogancia,
al contrario voraz necio lo expuso,
–merecido castigo, aunque se excuse,
al que en pendencia ajena se introduce–;
ésta, pues, si no fragua de Vulcano,
templada hoguera del calor humano,
al cerebro envïaba
húmedos, más tan claros los vapores
de los atemperados cuatro humores,
que con ellos no sólo no empañaba
los simulacros que la estimativa
dio a la imaginativa
y aquésta, por custodia más segura,
en forma ya más pura
entregó a la memoria que, oficiosa,
grabó tenaz y guarda cuidadosa,
sino que daban a la fantasía
lugar de que formase
imágenes diversas. * Y del modo
que en tersa superficie, que de Faro
cristalino portento, asilo raro
fue, en distancia longísima se vían
(sin que ésta le estorbase)
del reino casi de Neptuno todo
las que distantes le surcaban naves,
–viéndose claramente
en su azogada luna
el número, el tamaño y la fortuna
que en la instable campaña transparente
arresgadas tenían,
mientras aguas y vientos dividían
sus velas leves y sus quillas graves–:
así ella, sosegada, iba copiando
las imágenes todas de las cosas,
y el pincel invisible iba formando
de mentales, sin luz, siempre vistosas
colores, las figuras
no sólo ya de todas las criaturas
sublunares, más aun también de aquéllas
que intelectuales claras son Estrellas,
y en el modo posible
que concebirse puede lo invisible,
en sí, mañosa, las representaba
y al Alma las mostraba.

La cual, en tanto, toda convertida
a su inmaterial Ser y esencia bella,
aquella contemplaba,
participada de alto Ser, centella
que con similitud en sí gozaba;
y juzgándose casi dividida
de aquella que impedida
siempre la tiene, corporal cadena,
que grosera embaraza y torpe impide
el vuelo intelectual con que ya mide
la cuantidad inmensa de la Esfera,
ya el curso considera
regular, con que giran desiguales
los cuerpos celestiales,
–culpa si grave, merecida pena
(torcedor del sosiego, riguroso)
de estudio vanamente judicioso–,
puesta, a su parecer, en la eminente
cumbre de un monte a quien el mismo Atlante
que preside gigante
a los demás, enano obedecía,
y Olimpo, cuya sosegada frente
nunca de aura agitada
consintió ser violada,
aun falda suya ser no merecía:
pues las nubes:–que opaca son corona
de la más elevada corpulencia,
del volcán más soberbio que en la tierra
gigante erguido intima al cielo guerra–,
apenas densa zona
de su altiva eminencia,
o a su vasta cintura
cíngulo tosco son, que–mal ceñido–
o el viento lo desata sacudido,
o vecino el calor del Sol lo apura.

A la región primera de su altura,
(ínfima parte, digo, dividiendo
en tres su continuado cuerpo horrendo),
el rápido no pudo, el veloz vuelo
del águila–que puntas hace al Cielo
y al Sol bebe los rayos pretendiendo
entre sus luces colocar su nido–
llegar; bien que esforzando
más que nunca el impulso, ya batiendo
las dos plumadas velas, ya peinando
con las garras el aire, ha pretendido,
tejiendo de los átomos escalas,
que su inmunidad rompan sus dos alas.

Las Pirámides dos–ostentaciones
de Menfis vano y de la Arquitectura
último esmero, si ya no pendones
fijos, no tremolantes–, cuya altura
coronada de bárbaros trofeos
tumba y bandera fue a los Ptolomeos,
que al viento, que a las nubes publicaba
(si ya también al Cielo no decía)
de su grande, su siempre vencedora
ciudad–ya Cairo ahora–
las que, porque a su copia enmudía,
la Fama no cantaba.
Gitanas glorias, Ménficas proezas,
aun en el viento, aun en el Cielo impresas:

éstas,–que en nivelada simetría
su estatura crecía
con tal diminución, con arte tanto,
que (cuanto más al Cielo caminaba)
a la vista, que lince la miraba,
entre los vientos se desparecía,
sin permitir mirar la sutil punta
que al primer orbe finge que se junta,
hasta que fatigada del espanto,
no descendida, sino despeñada
se hallaba al pie de la espaciosa basa,
tarde o mal recobrada
del desvanecimiento
que pena fue no escasa
del visüal alado atrevimiento–,
cuyos cuerpos opacos
no al Sol opuestos, antes avenidos
con sus luces, si no confederados
con él (como, en efecto, confinantes),
tan del todo bañados
de su resplandor eran, que –lucidos–
nunca de calorosos caminantes
al fatigado aliento, a los pies flacos,
ofrecieron alfombra
aun de pequeña, aun de señal de sombra

éstas, que glorias ya sean Gitanas,
o elaciones profanas,
bárbaros jeroglíficos de ciego
error, según el Griego
ciego también, dulcísimo Poeta,
–si ya, por las que escribe
Aquileyas proezas
o marciales de Ulises sutilezas,
la unión no le recibe
de los Historiadores, o le acepta
(cuando entre su catálogo le cuente)
que gloria más que número le aumente–,
de cuya dulce serie numerosa
fuera más fácil cosa
al temido Tonante
el rayo fulminante
quitar, o la pesada
a Alcides clava herrada,
que un hemistiquio sólo
de los que le dictó propicio Apolo:

según de Homero, digo, la sentencia,
las Pirámides fueron materiales
tipos solos, señales exteriores
de las que, dimensiones interiores,
especies son del Alma intencionales:
que como sube en piramidal punta
al Cielo la ambiciosa llama ardiente,
así la humana mente
su figura trasunta,
y a la Causa Primera siempre aspira,
–céntrico punto donde recta tira
la línea, si ya no circunferencia,
que contiene, infinita, toda esencia–.

Éstos, pues, Montes dos artificiales
(bien maravillas, bien milagros sean),
y aun aquella blasfema altiva Torre
de quien hoy dolorosas son señales
–no en piedras, sino en lenguas desiguales,
porque voraz el tiempo no las borre–
los idiomas diversos que escasean
el socïable trato de las gentes
(haciendo que parezcan diferentes
los que unos hizo la Naturaleza,
de la lengua por sólo la extrañeza),
si fueran comparados
a la mental pirámide elevada
donde, sin saber cómo, colocada
el Alma se miró, tan atrasados
se hallaran, que cualquiera
gradüara su cima por Esfera:
pues su ambicioso anhelo,
haciendo cumbre de su propio vuelo,
en la más eminente
la encumbró parte de su propia mente,
de sí tan remontada, que creía
que a otra nueva región de sí salía.

En cuya casi elevación inmensa,
gozosa mas suspensa,
suspensa pero ufana,
y atónita aunque ufana, la suprema
de lo sublunar Reina soberana,
la vista perspicaz, libre de anteojos,
de sus intelectuales bellos ojos,
(sin que distancia tema
ni de obstáculo opaco se recele,
de que interpuesto algún objeto cele),
libre tendió por todo lo crïado:
cuyo inmenso agregado,
cúmulo incomprehensible,
aunque a la vista quiso manifiesto
dar señas de posible,
a la comprehensión no, que–entorpecida
con la sobra de objetos, y excedida
de la grandeza de ellos su potencia–,
retrocedió cobarde.

Tanto no, del osado presupuesto,
revocó la intención, arrepentida,
la vista que intentó descomedida
en vano hacer alarde
contra objeto que excede en excelencia
las líneas visuales,
–contra el Sol, digo, cuerpo luminoso,
cuyos rayos castigo son fogoso,
que fuerzas desiguales
despreciando, castigan rayo a rayo
el confïado, antes atrevido
y ya llorado ensayo,
(necia experiencia que costosa tant
fue, que ícaro ya, su propio llanto
lo anegó enternecido)–,
como el entendimiento, aquí vencido
no menos de la inmensa muchedumbre
(de tanta maquinosa pesadumbre
de diversas especies, conglobado
esférico compuesto),
que de las cualidades
de cada cual, cedió; tan asombrado,
que–entre la copia puesto,
pobre con ella en las neutralidades
de un mar de asombros, la elección confusa–,
equivocó las ondas zozobraba;
y por mirarlo todo, nada vía,
ni discernir podía
(bota la facultad intelectiva
en tanta, tan difusa
incomprehensible especie que miraba
desde el un eje en que librada estriba
la máquina voluble de la Esfera,
al contrapuesto polo)
las partes, ya no solo,
que al universo todo considera
serle perfeccionantes,
a su ornato, no mas, pertenecientes;
Mas ni aun las que integrantes
miembros son de su cuerpo dilatado,
proporcionadamente competentes.

Mas como al que ha usurpado
diuturna obscuridad, de los objetos
visibles los colores,
si súbitos le asaltan resplandores,
con la sobra de luz queda más ciego
–que el exceso contrarios hace efectos
en la torpe potencia, que la lumbre
del Sol admitir luego
no puede por la falta de costumbre–,
y a la tiniebla misma, que antes era
tenebroso a la vista impedimento,
de los agravios de la luz apela,
y una vez y otra con la mano cela
de los débiles ojos deslumbrados
los rayos vacilantes,
sirviendo ya–piadosa medianera—
la sombra de instrumento
para que recobrados
por grados se habiliten,
porque después constantes
su operación más firmes ejerciten,
–recurso natural, innata ciencia
que confirmada ya de la experiencia,
maestro quizá mudo,
retórico ejemplar, inducir pudo
a uno y otro Galeno
para que del mortífero veneno,
en bien proporcionadas cantidades
escrupulosamente regulando
las ocultas nocivas cualidades,
ya por sobrado exceso
de cálidas o frías,
o ya por ignoradas simpatías
o antipatías con que van obrando
las causas naturales su progreso,
(a la admiración dando, suspendida,
efecto cierto en causa no sabida,
con prolijo desvelo y remirada
empírica atención, examinada
en la bruta experiencia,
por menos peligrosa),
la confección hicieran provechosa,
último afán de la Apolínea ciencia,
de admirable trïaca,
¡que así del mal el bien tal vez se saca!–:
no de otra suerte el Alma, que asombrada
de la vista quedó de objeto tanto,
la atención recogió, que derramada
en diversidad tanta, aun no sabía
recobrarse a sí misma del espanto
que portentoso había
su discurso calmado,
permitiéndole apenas
de un concepto confuso
el informe embrïón que, mal formado,
inordinado caos retrataba
de confusas especies que abrazaba,
–sin orden avenidas,
sin orden separadas,
que cuanto más se implican combinadas
tanto más se disuelven desunidas,
de diversidad llenas–,
ciñendo con violencia lo difuso
de objeto tanto, a tan pequeño vaso,
(aun al más bajo, aun al menor, escaso).

Las velas, en efecto, recogidas,
que fïó inadvertidas
traidor al mar, al viento ventilante,
–buscando, desatento,
al mar fidelidad, constancia al viento–,
mal le hizo de su grado
en la mental orilla
dar fondo, destrozado,
al timón roto, a la quebrada entena,
besando arena a arena
de la playa el bajel, astilla a astilla,
donde–ya recobrado–
el lugar usurpó de la carena
cuerda refleja, reportado aviso
de dictamen remiso:
que, en su operación misma reportado,
más juzgó conveniente
a singular asunto reducirse,
o separadamente
una por una discurrir las cosas
que vienen a ceñirse
en las que artificiosas
dos veces cinco son Categorías:

reducción metafísica que enseña
(los entes concibiendo generales
en sólo unas mentales fantasías
donde de la materia se desdeña
el discurso abstraído)
ciencia a formar de los universales,
reparando, advertido,
con el arte el defecto
de no poder con un intüitivo
conocer acto todo lo crïado,
sino que, haciendo escala, de un concepto
en otro va ascendiendo grado a grado,
y el de comprender orden relativo
sigue, necesitado
del del entendimiento
limitado vigor, que a sucesivo
discurso fía su aprovechamiento:

cuyas débiles fuerzas, la doctrina
con doctos alimentos va esforzando,
y el prolijo, si blando,
continuo curso de la disciplina,
robustos le va alientos infundiendo,
con que más animoso
al palio glorïoso
del empeño más arduo, altivo aspira,
los altos escalones ascendiendo,
–en una ya, ya en otra cultivado
facultad–, hasta que insensiblemente
la honrosa cumbre mira
término dulce de su afán pesado
(de amarga siembra, fruto al gusto grato,
que aun a largas fatigas fue barato),
y con planta valiente
la cima huella de su altiva frente.

De esta serie seguir mi entendimiento
el método quería,
o del ínfimo grado
del ser inanimado
(menos favorecido,
si no más desvalido,
de la segunda causa productiva),
pasar a la más noble jerarquía
que, en vegetable aliento,
primogénito es, aunque grosero,
de Thetis,–el primero
que a sus fértiles pechos maternales,
con virtud atractiva,
los dulces apoyó manantïales
de humor terrestre, que a su nutrimento
natural es dulcísimo alimento–,
y de cuatro adornada operaciones
de contrarias acciones,
ya atrae, ya segrega diligente
lo que no serle juzga conveniente,
ya lo superfluo expele, y de la copia
la substancia más útil hace propia;

y–esta ya investigada–,
forma inculcar más bella
(de sentido adornada,
y aun más que de sentido, de aprehensiva
fuerza imaginativa),
que justa puede ocasionar querella
–cuando afrenta no sea–
de la que más lucida centellea
inanimada Estrella,
bien que soberbios brille resplandores,
–que hasta a los Astros puede superiores,
aun la menor criatura, aun la más baja,
ocasionar envidia, hacer ventaja–;

y de este corporal conocimiento
haciendo, bien que escaso, fundamento,
al supremo pasar maravilloso
compuesto triplicado,
de tres acordes líneas ordenado
y de las formas todas inferiores
compendio misterioso:
bisagra engarzadora
de la que más se eleva entronizada
Naturaleza pura
y de la que, criatura
menos noble, se ve más abatida:
no de las cinco solas adornada
sensibles facultades,
mas de las interiores
que tres rectrices son, ennoblecida,
–que para ser señora
de las demás, no en vano
la adornó Sabia Poderosa Mano–:
fin de Sus obras, círculo que cierra
la Esfera con la tierra,
última perfección de lo criado
y último de su Eterno Autor agrado,
en quien con satisfecha complacencia
Su inmensa descansó magnificencia:

fábrica portentosa
que, cuanto más altiva al Cielo toca,
sella el polvo la boca,
–de quien ser pudo imagen misteriosa
la que águila Evangélica, sagrada
visión en Patmos vio, que las Estrellas
midió y el suelo con iguales huellas,
o la estatua eminente
que del metal mostraba más preciado
la rica altiva frente,
y en el más desechado
material, flaco fundamento hacía,
con que a leve vaivén se deshacía–:
el Hombre, digo, en fin, mayor portento
que discurre el humano entendimiento;
compendio que absoluto
parece al ángel, a la planta, al bruto;
cuya altiva bajeza
toda participó Naturaleza.
¿Por qué? Quizá porque más venturosa
que todas, encumbrada
a merced de amorosa
Unión sería. ¡Oh, aunque repetida,
nunca bastantemente bien sabida
merced, pues ignorada
en lo poco apreciada
parece, o en lo mal correspondida!

Estos, pues, grados discurrir quería
unas veces; pero otras, disentía,
excesivo juzgando atrevimiento
el discurrirlo todo,
quien aun la más pequeña,
aun la más fácil parte no entendía
de los más manüales
efectos naturales;
quien de la fuente no alcanzó risueña
el ignorado modo
con que el curso dirige cristalino
deteniendo en ambages su camino,
–los horrorosos senos
de Plutón, las cavernas pavorosas
del abismo tremendo,
las campañas hermosas,
los Eliseos amenos,
tálamo ya de su triforme esposa,
clara pesquisidora registrando,
(útil curiosidad, aunque prolija,
que de su no cobrada bella hija
noticia cierta dio a la rubia Diosa,
cuando montes y selvas trastornando,
cuando prados y bosques inquiriendo,
su vida iba buscando
y del dolor su vida iba perdiendo)–;

quien de la breve flor aun no sabía
por qué ebúrnea figura
circunscribe su frágil hermosura:
mixtos, por qué, colores
–confundiendo la grana en los albores–
fragante le son gala:
ambares por qué exhala,
y el leve, si más bello
ropaje al viento explica,
que en una y otra fresca multiplica
hija, formando pompa escarolada
de dorados perfiles cairelada,
que –roto del capillo el blanco sello–
de dulce herida de la Cipria Diosa
los despojos ostenta jactanciosa,
si ya el que la colora,
candor al alba, púrpura al aurora
no le usurpó y, mezclado,
purpúreo es ampo, rosicler nevado:
tornasol que concita
los que del prado aplausos solicita,
preceptor quizá vano
–si no ejemplo profano–
de industria femenil que el más activo
veneno, hace dos veces ser nocivo
en el velo aparente
de la que finge tez resplandeciente.

Pues si a un objeto solo, –repetía
tímido el Pensamiento–,
huye el conocimiento
y cobarde el discurso se desvía;
si a especie segregada
–como de las demás independiente,
como sin relación considerada–
da las espaldas el entendimiento,
y asombrado el discurso se espeluza
del difícil certamen que rehúsa
acometer valiente,
porque teme cobarde
comprehenderlo o mal, o nunca, o tarde,
¿cómo en tan espantosa
máquina inmensa discurrir pudiera,
cuyo terrible incomportable peso
–si ya en su centro mismo no estribara–
de Atlante a las espaldas agobiara,
de Alcides a las fuerzas excediera;
y el que fue de la Esfera
bastante contrapeso,
pesada menos, menos ponderosa
su máquina juzgara, que la empresa
de investigar a la Naturaleza?

Otras –más esforzado–
demasiada acusaba cobardía
el lauro antes ceder, que en la lid dura
haber siquiera entrado,
y al ejemplar osado
del claro joven la atención volvía,
–auriga altivo del ardiente carro–,
y el, si infeliz, bizarro
alto impulso, el espíritu encendía:
donde el ánimo halla
–más que el temor ejemplos de escarmiento–
abiertas sendas al atrevimiento,
que una ya vez trilladas, no hay castigo
que intento baste a remover segundo,
(segunda ambición, digo).

Ni el panteón profundo
–cerúlea tumba a su infeliz ceniza–,
ni el vengativo rayo fulminante
mueve, por más que avisa,
al ánimo arrogante
que, el vivir despreciando, determina
su nombre eternizar en su ruina.
Tipo es, antes, modelo:
ejemplar pernicioso
que alas engendra a repetido vuelo,
del ánimo ambicioso
que –del mismo terror haciendo halago
que al valor lisonjea–,
las glorias deletrea
entre los caracteres del estrago.
O el castigo jamás se publicara,
porque nunca el delito se intentara:
político silencio antes rompiera
los autos del proceso,
–circunspecto estadista–;
o en fingida ignorancia simulara,
o con secreta pena castigara
el insolente exceso,
sin que a popular vista
el ejemplar nocivo propusiera:
que del mayor delito la malicia
peligra en la noticia,
contagio dilatado trascendiendo;
porque singular culpa sólo siendo,
dejara más remota a lo ignorado
su ejecución, que no a lo escarmentado.

Mas mientras entre escollos zozobraba
confusa la elección, sirtes tocando
de imposibles, en cuantos intentaba
rumbos seguir, –no hallando
materia en que cebarse
el calor ya, pues su templada llama
(llama al fin, aunque más templada sea,
que si su activa emplea
operación, consume, si no inflama)
sin poder excusarse
había lentamente
el manjar trasformado,
propia substancia de la ajena haciendo:
y el que hervor resultaba bullicioso
de la unión entre el húmedo y ardiente,
en el maravilloso
natural vaso, había ya cesado
(faltando el medio), y consiguientemente
los que de él ascendiendo
soporíferos, húmedos vapores
el trono racional embarazaban
(desde donde a los miembros derramaban
dulce entorpecimiento),
a los suaves ardores
del calor consumidos,
las cadenas del sueño desataban:
y la falta sintiendo de alimento
los miembros extenuados,
del descanso cansados,
ni del todo despiertos ni dormidos,
muestras de apetecer el movimiento
con tardos esperezos
ya daban, extendiendo
los nervios, poco a poco, entumecidos,
y los cansados huesos
(aun sin entero arbitrio de su dueño)
volviendo al otro lado–,
a cobrar empezaron los sentidos,
dulcemente impedidos
del natural beleño,
su operación, los ojos entreabriendo.

Y del cerebro, ya desocupado,
las fantasmas huyeron
y –como de vapor leve formadas–
en fácil humo, en viento convertidas,
su forma resolvieron.
Así linterna mágica, pintadas
representa fingidas
en la blanca pared varias figuras,
de la sombra no menos ayudadas
que de la luz: que en trémulos reflejos
los competentes lejos
guardando de la docta perspectiva,
en sus ciertas mensuras
de varias experiencias aprobadas,
la sombra fugitiva,
que en el mismo esplendor se desvanece,
cuerpo finge formado,
de todas dimensiones adornado,
cuando aun ser superficie no merece.

En tanto el Padre de la Luz ardiente,
de acercarse al Oriente
ya el término prefijo conocía,
y al antípoda opuesto despedía
con transmontantes rayos:
que –de su luz en trémulos desmayos–
en el punto hace mismo su Occidente,
que nuestro Oriente ilustra luminoso.
Pero de Venus, antes, el hermoso
apacible lucero
rompió el albor primero,
y del viejo Tithón la bella esposa
–amazona de luces mil vestida,
contra la noche armada,
hermosa si atrevida,
valiente aunque llorosa–,
su frente mostró hermosa
de matutinas luces coronada,
aunque tierno preludio, ya animoso,
del Planeta fogoso,
que venía las tropas reclutando
de bisoñas vislumbres,
–las más robustas, veteranas lumbres
para la retaguardia reservando–,
contra la que, tirana usurpadora
del imperio del día,
negro laurel de sombras mil ceñía
y con nocturno cetro pavoroso
las sombras gobernaba,
de quien aun ella misma se espantaba.

Pero apenas la bella precursora
signifera del Sol, el luminoso
en el Oriente tremoló estandarte,
tocando al arma todos los suaves
si bélicos clarines de las aves,
(diestros, aunque sin arte,
trompetas sonorosos),
cuando, –como tirana al fin, cobarde,
de recelos medrosos
embarazada, bien que hacer alarde
intentó de sus fuerzas, oponiendo
de su funesta capa los reparos,
breves en ella de los tajos claros
heridas recibiendo,
(bien que mal satisfecho su denuedo,
pretexto mal formado fue del miedo,
su débil resistencia conociendo)–,
a la fuga ya casi cometiendo
más que a la fuerza, el medio de salvarse,
ronca tocó bocina
a recoger los negros escuadrones
para poder en orden retirarse,
cuando de más vecina
plenitud de reflejos fue asaltada,
que la punta rayó más encumbrada
de los del Mundo erguidos torreones.

Llegó, en efecto, el Sol cerrando el giro
que esculpió de oro sobre azul zafiro:
de mil multiplicados
mil veces puntos, flujos mil dorados
–líneas, digo, de luz clara–, salían
de su circunferencia luminosa,
pautando al Cielo la cerúlea plana;
y a la que antes funesta fue tirana
de su imperio, atropadas embestían:
que sin concierto huyendo presurosa
–en sus mismos horrores tropezando–
su sombra iba pisando,
y llegar al Ocaso pretendía
con el (sin orden ya) desbaratado
ejército de sombras, acosado
de la luz que el alcance le seguía.

Consiguió, al fin, la vista del Ocaso
el fugitivo paso,
y –en su mismo despeño recobrada
esforzando el aliento en la rüina–,
en la mitad del globo que ha dejado
el Sol desamparada,
segunda vez rebelde determina
mirarse coronada,
mientras nuestro Hemisferio la dorada
ilustraba del Sol madeja hermosa,
que con luz judiciosa
de orden distributivo, repartiendo
a las cosas visibles sus colores
iba, y restituyendo
entera a los sentidos exteriores
su operación, quedando a luz más cierta
el mundo iluminado y yo despierta.

Juana Inés de la Cruz, Nueva España, 1648-1695

Excusándose

 

Excusándose de un silencio en ocasión de
un precepto para que le rompa

Pedirte, señora, quiero
De mi silencio perdón,
Si lo que ha sido atención,
Le hace parecer grosero.

Y no me podrás culpar
Si hasta aquí mi proceder,
Por ocuparse en querer
Se ha olvidado de explicar.

Que en mi amorosa pasión
No fue descuido ni mengua
Quitar el uso a la lengua
Por dárselo al corazón.

Ni de explicarme dejaba,
Que como la pasión mía
Acá en el alma te hablaba

Y en esta idea notable
Dichosamente vivía;
Porque en mi mano tenía
El fingirte favorable.

Con traza tan peregrina
Vivió mi esperanza vana
Pues te puedo hacer humana
Concibiéndote divina.

¡Oh, cuan loco llegué a verme
en tus dichosos amores,
que aun fingidos tus favores
pudieron enloquecerme!

¡Oh, cuán loco llegué a verme
en tus dichosos amores,
que aun fingidos tus favores
pudieron enloquecerme!

¡Oh, cómo en tu Sol hermoso
mi ardiente afecto encendido,
por cebarse en lo lúcido,
olvidó lo peligroso!

Perdona, si atrevimiento
Fue atreverme a tu ardor puro;
Que no hay Sagrado seguro
De culpas de pensamiento.

De esta manera engañaba
La loca esperanza mía,
Y dentro de mí tenía
Todo el bien que deseaba.

Mas ya tu precepto grave
Rompe mi silencio mudo;
Que él solamente ser pudo
De mi respeto la llave.

Y aunque el amar tu belleza
Es delito sin disculpa,
Castíguense la culpa
Primero que la tibieza.

No quieras, pues, rigurosa,
Que estando ya declarada,
Sea de veras desdichada
Quien fue de burlas dichosa.

Si culpas mi desacato,
Culpa también tu licencia;
Que si es mala mi obediencia,
No fue justo tu mandato.

Y si es culpable mi intento,
Será mi afecto preciso;
Porque es amarte un delito
De que nunca me arrepiento.

Esto en mis afectos halló,
Y más, que explicar no sé;
Mas tú, de lo que callé,
Inferirás lo que callo.

Ya que para despedirme

 

Ya que para despedirme,
dulce idolatrado dueño,
ni me da licencia el llanto
ni me da lugar el tiempo,

háblente los tristes rasgos,
entre lastimosos ecos,
de mi triste pluma, nunca
con más justa causa negros.

Y aun ésta te hablará torpe
con las lágrimas que vierto,
porque va borrando el agua
lo que va dictando el fuego.

Hablar me impiden mis ojos;
y es que se anticipan ellos,
viendo lo que he de decirte,
a decírtelo primero.

Oye la elocuencia muda
que hay en mi dolor, sirviendo
los suspiros, de palabras,
las lágrimas, de conceptos.

Mira la fiera borrasca
que pasa en el mar del pecho,
donde zozobran, turbados,
mis confusos pensamientos.

Mira cómo ya el vivir
me sirve de afán grosero;
que se avergüenza la vida
de durarme tanto tiempo.

Mira la muerte, que esquiva
huye porque la deseo;
que aun la muerte, si es buscada,
se quiere subir de precio.

Mira cómo el cuerpo amante,
rendido a tanto tormento,
siendo en lo demás cadáver,
sólo en el sentir es cuerpo.

Mira cómo el alma misma
aun teme, en su ser exento,
que quiera el dolor violar
la inmunidad de lo eterno.

En lágrimas y suspiros
alma y corazón a un tiempo,
aquél se convierte en agua,
y ésta se resuelve en viento.

Ya no me sirve de vida
esta vida que poseo,
sino de condición sola
necesaria al sentimiento.

Mas, por qué gasto razones
en contar mi pena y dejo
de decir lo que es preciso,
por decir lo que estás viendo?

En fin, te vas, ay de mi!
Dudosamente lo pienso:
pues si es verdad, no estoy viva,
y si viva, no lo creo.

Posible es que ha de haber día
tan infausto, funesto,
en que sin ver yo las tuyas
esparza sus luces Febo?

Posible es que ha de llegar
el rigor a tan severo,
que no ha de darle tu vista
a mis pesares aliento?

Ay, mi bien, ay prenda mía,
dulce fin de mis deseos!
Por qué me llevas el alma,
dejándome el sentimiento?

Mira que es contradicción
que no cabe en un sujeto,
tanta muerte en una vida,
tanto dolor en un muerto.

Mas ya que es preciso, ay triste!,
en mi infeliz suceso,
ni vivir con la esperanza,
ni morir con el tormento,

dame algún consuelo tú
en el dolor que padezco;
y quien en el suyo muere,
viva siquiera en tu pecho.

No te olvides que te adoro,
y sírvante de recuerdo
las finezas que me debes,
si no las prendas que tengo.

Acuérdate que mi amor,
haciendo gala de riesgo,
sólo por atropellarlo
se alegraba de tenerlo.

Y si mi amor no es bastante,
el tuyo mismo te acuerdo,
que no es poco empeño haber
empezado ya en empeño.

Acuérdate, señor mío,
de tus nobles juramentos;
y lo que juró la boca
no lo desmientan tus hechos.

Y perdona si en temer
mi agravio, mi bien, te ofendo,
que no es dolor, el dolor
que se contiene atento.

Y adiós; que con el ahogo
que me embarga los alientos,
ni sé ya lo que te digo
ni lo que te escribo leo.

Ante la ausencia

 

Divino dueño mío,
si al tiempo de partirme
tiene mi amante pecho
alientos de quejarse,
oye mis penas, mira mis males.
Aliéntese el dolor,
si puede lamentarse,
y a la vista de perderte
mi corazón exhale
llanto a la tierra, quejas al aire.
Apenas tus favores
quisieron coronarme,
dichoso más que todos,
felices como nadie,
cuando los gustos fueron pesares.
Sin duda el ser dichoso
es la culpa más grave,
pues mi fortuna adversa
dispone que la pague
con que a mis ojos tus luces falten,
¡ay, dura ley de ausencia!
¿quién podrá derogarte,
si a donde yo no quiero
me llevas, sin llevarme,
con alma muerta, vivo cadáver?
¿será de tus favores
sólo el corazón cárcel
por ser aun el silencio
si quiero que los guarde,
custodio indigno, sigilo frágil?
y puesto que me ausento,
por el último vale
te prometo rendido
mi amor y fe constante,
siempre quererte, nunca olvidarte.

De amor y discreción

 

En que satisface un recelo con la retórica del llanto.
Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba;
y amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía:
pues entre el llanto, que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.
Baste ya de rigores, mi bien, baste;
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste
con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.

Cogióme sin prevención

 

Cogióme sin prevención
amor, astuto y tirano:
con capa de cortesano
se me entró en el corazón.
Descuidada la razón
y sin armas los sentidos,
dieron puerta inadvertidos;
y él, por lograr sus enojos,
mientras suspendió los ojos
me salteó los oídos.
Disfrazado entró y mañoso;
mas ya que dentro se vio
del paladión, salió
de aquel disfraz engañoso;
y, con ánimo furioso,
tomando las armas luego,
se descubrió astuto griego
que, iras brotando y furores,
matando los defensores,
puso a toda el alma fuego.
Y buscando sus violencias
en ella al príamo fuerte,
dio al entendimiento muerte,
que era rey de las potencias;
y sin hacer diferencias
de real o plebeya grey,
haciendo general ley
murieron a sus puñales
los discursos racionales
porque eran hijos del rey.
A casandra su fiereza
buscó, y con modos tiranos,
ató a la razón las manos,
que era del alma princesa.
En prisiones su belleza
de soldados atrevidos,
lamenta los no creídos
desastres que adivinó,
pues por más voces que dio
no la oyeron los sentidos.
Todo el palacio abrasado
se ve, todo destruido;
deifobo allí mal herido,
aquí paris maltratado.
Prende también su cuidado
la modestia en polixena;
y en medio de tanta pena,
tanta muerte y confusión,
a la ilícita afición
sólo reserva en elena.
Ya la ciudad, que vecina
fue al cielo, con tanto arder,
sólo guarda de su ser
vestigios, en su ruina.
Todo el amor lo extermina;
y con ardiente furor,
sólo se oye, entre el rumor
con que su crueldad apoya:
aquí yace un alma troya
¡victoria por el amor!

Teme que su afecto

 

Teme que su afecto parezca
Gratitud y no fuerza

Señora, si la belleza
Que en vos llego a contemplar
Es bastante a conquistar
La más inculta dureza,

¿Por qué hacéis que el sacrificio
Que debo a vuestra luz pura
Debiéndose a la hermosura
Se atribuya al beneficio?

Cuando es bien que glorias cante,
De ser vos, quien me ha rendido,
¿Queréis que lo agradecido
Se equivoque con lo amante?

Vuestro favor me condena
A otra especie de desdicha,
Pues me quitáis con la dicha
El mérito de la pena.

Si no es que dais a entender
Que favor tan singular,
Aunque se puede lograr,
No se puede merecer.

Con razón, pues la hermosura
Aun llegada a poseerse,
Si llega a merecerse,
Dejara de ser ventura.

Que estar un digno cuidado
Con razón correspondido,
Es premio de lo servido,
Y no dicha de lo amado.

Que dicha se ha de llamar
Sólo la que, a mi entender,
Ni se puede merecer,
Ni se pretende alcanzar.

Ya que este favor excede
Tanto a todos, al lograrse,
Que no sólo no pagarse,
Mas ni agradecer se puede.

Pues desde el dichoso día
Que vuestra belleza vi,
Tal del todo me rendí,
Que no me quedó acción mía.

Con lo cual, señora, muestro,
y a decir mi amor se atreve,
Que nadie pagaros debe,
Que vos honréis lo que es vuestro.

Bien se que es atrevimiento
Pero el amor es testigo
Que no se lo que me digo
Por saber lo que me siento.

Y en fin, perdonad por Dios,
Señora, que os hable así,
Que si yo estuviera en mí
No estuvierais en mí vos.

Sólo quiero suplicaros
Que de mí recibáis hoy,
No sólo el alma que os doy,
Mas la que quisiera daros.

Envía una rosa a la Virreina

 

Ésa, que alegra y ufana
de carmín fragante esmero,
del tiempo al ardor primero,
se encendió llama de grama;
preludio de la mañana
del rosicler más ufano
es primicia del verano,
Lisi divina, que en fe
de que la debió a tu pie
la sacrifica tu mano.

Oración traducida (del latín)

 

Ante tus ojos benditos
Las culpas manifestamos,
Y las heridas mostramos,
Que hicieron nuestros delitos.

Si el mal, que hemos cometido,
Viene a ser considerado,
Menor es lo tolerado,
Mayor es lo merecido.

La conciencia nos condena,
No hallando en ella disculpa,
Que respecto de la culpa,
Es muy liviana la pena.

Del pecado el duro azar
Sentimos, que padecemos
Y nunca enmendar queremos
La costumbre de pecar.

Cuando en tus azotes suda
Sangre la naturaleza,
Se rinde nuestra flaqueza,
Y la maldad no se muda.

Cuando el pecado mancilla
La mente con fiera herida,
Padece el alma afligida,
Y la cerviz no se humilla.

La vida suelta la rienda
En su acostumbrado error,
Suspira por el dolor,
Y en el obrar no se enmienda.

Puestos entre dos extremos,
En cualquiera peligramos;
Si esperas, no la enmendamos;
Si te vengas, nos perdemos.

De la aflicción el quebranto
Nos obliga a la contricción
Y en pasando la aflicción,
Se olvida también el llanto.

Cuando tu castigo empieza
Promete el temor humano;
Y en suspendiendo la mano,
No se cumple la promesa.

Cuando nos hieres, clamamos
Que el perdón nos des, que puedes,
Y así que nos lo concedes.
Otra vez te provocamos.

Tienes a la humana gente
Convicta en su confesión,
Que si no le das perdón,
la acabarás justamente.

Concede al humilde ruego
Sin mérito a quien criaste,
Tú que de nada formas
A quien te rogará luego.

Expresa los afectos del amor divino

 

I

Traigo conmigo un cuidado
y tan esquivo que creo
que aunque se sentirlo tanto,
aun yo misma no lo siento.

Es amor, pero es amor
que faltándole lo ciego,
los ojos que tiene son
para darle más tormento.

El término no es a quo,
que causa el pesar, que veo,
que siendo el término el bien
todo el dolor es el medio.

Si es lícito y aun debido
este cariño que tengo
¿por qué me han de dar castigo
porque pago lo que debo?

¡Oh cuánta fineza, oh cuántos
cariños he visto tiernos!
que amor que se tiene en Dios
es calidad sin opuestos.

De lo lícito no puede
hacer contrarios conceptos
con que es amor que al olvido
no puede vivir expuesto.

Yo me acuerdo ¡oh nunca fuera!
que he querido en otro tiempo
lo que pasó de locura
y lo que excedió de extremo.

Más como era amor bastardo
y de contrarios compuesto,
fue fácil desvanecerse
de achaque de su ser mesmo.

Mas ahora ¡ay de mi! está
tan en su natural centro,
que la virtud y razón
son quien aviva su incendio.

Quien tal oyere dirá
que si es así ¿por qué peno?
Más mi corazón ansioso
dirá que por eso mesmo.

¡Oh humana flaqueza nuestra,
adonde el más puro afecto
aun no sabe desnudarse
del natural sentimiento!

Tan precisa es la apetencia
que a ser amados tenemos,
que aun sabiendo que no sirve
nunca dejarla sabemos.

Que corresponda a mi amor
nada añade, mas no puedo
por más que lo solicito
dejar yo de apetecerlo.

Si es delito, ya lo digo;
si es culpa, ya lo confieso,
mas no puedo arrepentirme
por más que hacerlo pretendo.

Bien ha visto quien penetra
lo interior de mis secretos
que yo misma estoy formando
los dolores que padezco.

Bien sabe que soy yo misma
verdugo de mis deseos,
pues muertos entre mis ansias,
tienen sepulcro en mi pecho.

Muero ¿quién lo creerá? a manos
de la cosa que más quiero,
y el motivo de matarme
es el amor que le tengo.

Así alimentando triste
la vida con el veneno,
la misma muerte que vivo,
es la vida con que muero.

Pero, valor, corazón,
porque en tan dulce tormento,
en medio de cualquier suerte
no dejar de amar protesto.

 

II

Mientras la gracia me excita
por elevarse a la esfera,
más me abate a lo profundo
el peso de mis miserias.

La virtud y la costumbre
en el corazón pelean
y el corazón agoniza
en tanto que lidian ellas.

Y aunque es la virtud tan fuerte,
temo que tal vez la venzan.
Que es muy grande la costumbre
y está la virtud muy tierna.

Obscurécense el discurso
entre confusas tinieblas
pues ¿quién podrá darme luz
si está la razón a ciegas?

De mí misma soy verdugo
y soy cárcel de mí mesma.
¿Quién vio que pena y penante
una propia cosa sean?

Hago disgusto a lo mismo
que más agradar quisiera;
y del disgusto que doy,
en mí resulta la pena.

Amo a Dios y siento en Dios,
y hace mi voluntad mesma
de lo que es alivio, cruz;
del mismo puerto, tormenta.

Padezca, pues Dios lo manda,
mas de tal manera sea
que si son penas las culpas,
que no sean culpas las penas.

Nacimiento de Cristo 

 

De la más fragante rosa
Nació la abeja más bella,
A quien el limpio rocío
Dio purísima materia.

Nace, pues, y apenas nace,
Cuando en la misma moneda,
Lo que en perlas recibió
Empieza a pagar en perlas.

Que llora el alba, no es mucho
Que es costumbre en su belleza;
Mas ¿quién hay que no se admire
De que el sol lágrimas vierta?

Si es por secundar la rosa,
Es ociosa diligencia,
Pues no es menester rocío
Después de nacer la abeja.

Y más cuando en la clausura
De su virginal pureza
Ni antecedente haber pudo,
Ni puede haber quien suceda,

¿Pues a que fin es el llanto,
que dulcemente riega?
Quien no puede dar más fruto
¿qué importa que estéril sea?

Mas ay, que la abeja tiene
Tan íntima dependencia
Siempre con la rosa, que
Depende su vida de ella;

Pues dándole néctar puro,
Que sus fragancias engendran,
No sólo antes le concibe
Pero después le alimenta.

Hijo y madre, en tan divinas
Peregrinas competencias,
Ninguno queda deudor,
Y ambos obligados quedan.

La abeja paga el rocío
De que la rosa la engendra,
Y ella vuelve a retornarle con
Lo mismo que la engendra.

Ayudando el uno al otro
Con mutua correspondencia,
La abeja a la flor fecunda,
Y ella a la abeja sustenta.

Pues si por eso es el llanto,
Llore Jesús, norabuena,
Que lo que expende en rocío
Cobrará después en néctar.

Letras para cantar

 

Hirió blandamente el aire
Con su dulce voz Narcisa,
Y él le repitió los ecos
Por boca de las heridas.

De los celestiales Ejes
El rápido curso fija,
Y en los Elementos cesa
la discordia nunca unida.

Al dulce imán de su voz
Quisieran, por asistirla,
Firmamento ser el Móvil,
El Sol ser estrella fija.

Tan bella, sobre canora,
Que el amor dudoso admira,
Si se deben sus arpones
A sus ecos, o a su vista.

Porque tan confusamente
Hiere, que no se averigua,
si está en la voz la hermosura,
O en los ojos la armonía.

Homicidas sus facciones
El mortal cambio ejercitan;
Voces, que alteran los ojos
Rayos que el labio fulmina.

Quién podrá vivir seguro,
si su hermosura Divina
Con los ojos y las voces
Duplicadas armas vibra.

El Mar la admira Sirena,
Y con sus marinas Ninfas
Le da en lenguas de las Aguas
Alabanzas cristalinas:
Pero Fabio que es el blanco
Adonde las flecha tira,
Así le dijo, culpando
De superfluas sus heridas:
No dupliques las armas,
Bella homicida,
que está ociosa la muerte
Donde no hay vida.

Juana Inés de la Cruz, Nueva España, 1648-1695
Juana Inés de la Cruz, Nueva España, 1648-1695