La luz

 

Es la luz.
Yo no puedo decir que aumente más,
como aseguran que pidió Wolfgan Goethe,
porque es imposible
y soy un hilillo dentro de la gran lámpara
(la luz, la luz)
y quemo,
y apenas si mi piel es un escudo
contra tanta invasión que no hace ruido.

Me he abandonado a la larga claridad
y no me importaría seguir así
poniendo mi cabeza en una almohada
transparente, hecha de tiempo acaso,
pero con la intención de no dormirme nunca
sobre esta tierra,
que le sirve de cama, de pupila y de fosa.

No disolverme,
jamás, ¿oyen?, jamás,
sino tener el tacto, los ojos y la boca
suspensos ante cuanto me rodea.

La luz

Como si encima
y debajo de su piel
estuviese lo único de verdad existente,
porque no necesita de nosotros,
mas permite que seamos espectadores suyos.

Me duele la mirada
de ir tan lejos y volver,
de darme cuenta cómo aquí es igual que allí,
de sonreírme de la Historia,
pues esta luz lo mismo fue que es hoy.

Ocupo el mismo sitio que ocuparon
Rino, Alaufo, Abdelasís, don Mina,
Francisco Piedraalta, Pepillo el de la Paula,
un tal González, Pedro…

La luz

Engaña hasta a la muerte.

Cante de madrugada

 

De repente el silencio se hizo cueva.
De repente algo igual que una llama tembló,
siguió temblando,
aunque era noche con el aire ido.
Un hombre desgarraba
la tensa piel de agosto,
un hombre que quería
abrir como una puerta,
lentamente primero,
a golpes duros, rápidos, después,
hasta que al fin dio un grito.

Partida por sus dientes,
casi feroces,
yo oí como la copla saltaba en mil pedazos.
Y luego el hombre,
con lentitud y asombro del que mira el misterio,
recogió poco a poco lo que quedaba de ella
sobre el terrizo de la madrugada.

Al apagarse
la voz del hombre, el mar siguió latiendo
pleamarmente furioso,
ocupador ahora del centro de la noche
por sólo unos instantes,
porque una vez y otra
volvieron a crujir bajo la cueva
los ritos disparados,
la quejumbre alargada,
el coro de las palmas,
el bajar y subir del cante herido.

Era como una lucha,
una caliente lucha entre dos pulsos.

Y la pena del hombre
le podía al mar,
le podía
al mar.

Monólogo del nadador

 

Le he abierto el pecho al mar para hundirme en su sombra,
y de golpe descienden conmigo luz y tierra.
Las instantáneas nupcias tienen rumor de peces.
Soy otro del que era cuando dejé la orilla.
Me pesaba la carne, la arena y el ruido
del roce del verano desnudo entre la gente;
me vencía el impulso de no querer salir
de la propia espesura de mi cuerpo asolándose,
y ahora floto en el júbilo del agua, se bautiza
nuevamente mi ser, la sal viene a mi boca
con un nombre que yela e intenso me recorre
como una ondulación feliz, como un disparo
de espuma que trae Vida al herirme los pulsos.
Qué lejos queda todo cuando alzo la cabeza.
En un instante cruje redonda la mañana.
Por entre el gotear de los ojos me asombra
ese otro continente seco del playerío.
Se mueven las aletas múltiples de la sangre,
despiertan del origen en que fuimos creados,
y el silencio marino hasta el fondo me abraza
mientras el corazón es un pez que se agita.

Combaten ya mis brazos el azul y lo quiebran.
Sólo me he de salvar de un dichoso naufragio
(oh ritmo en que se olvidan raíces terrenales);
sólo me he de salvar: alma a contracorriente
mecido en esa cuna que me lleva hacia adentro.

Soy otro del que era cuando dejé la orilla.
Y me subo en las altas terrazas de las olas.
Y el mimbre de los músculos dulcemente se queja.
Y juego con el sol, naipe enorme a la vista.
Y el tiempo es invisible delfín en mi costado.

Yo soy un nadador en libertad mojada
que besa con gozo el respiro del mar.

Confusión y verdad

 

El ojo a veces se me vuelve mano;
la tierra a veces se me vuelve agua;
entre lo que oigo y lo que veo transitan
otras cosas que no son de ver y oír;
la duda a veces se me vuelve risa
(la risa como cántara del miedo);
puede que diga verde y sea amarillo,
pero ante el amor no me confundo nunca
ni ante los puntos cardinales: Sur.

I

Que cada muerto camina
por distinta luz.
Juan Ramón Jiménez

 

Esta luz no es la tuya ni es tampoco la mía,
pues la borran despacio mis lágrimas ardientes.
Resististe a la noche. Algo estaba impidiendo
que la sombra llegase a la señal del alba,
y un estertor aún mantenía lo que eras,
Luis, padre mío, luchando a nivel de la tierra.

En tu latir sonaban los bruscos almazares,
y por la madrugada voló un pájaro ronco.
Las cosas despertaron para decirte que
no cerraras la vida, no cerraras la vida.

Pero tus largas manos iban acostumbrándose
a morir. Por el pecho una invasión sin gritos;
por las sienes un frío que modelaba aprisa
esa otra imagen tuya tan pálida de adioses.

El dolor y la espera del dolor anudados
en la misma garganta. El tiempo, ¡qué pasillo
con la puerta entreabierta! Los ojos, encendiendo
desesperadamente tu pavesa de hombre.

Yo había huido hasta ahora de mirar la ceniza
que bajo tu rostro hay, y aun de desconsolarme
con la condena cierta de morir un día u otro.
Yo inventaba milagros, espantaba suspiros.

Entonces, tembloroso, de pie junto a tu orilla,
quise ser tú un instante para saberte pleno
en los latidos últimos. Recorrí muchos años
a galope. Y por dentro me sonaba la lluvia.

 

 

Por distinta luz (1963)

Consagración de la sangría

 

Cada trece de junio bajaba San Antonio al nombre de
mi madre
y se ponía a decir felicidad mojando nuestras bocas.

Era siempre una fecha de ojos enrojecidos
con los que ver mejor Córdoba en su llanura.
Había madre en los dulces, el jardín y el olivo, las flores
y la alberca.

Cada trece de junio se volvía a encender
la cera del milagro: hallar el escondite de unas cosas
perdidas,
aunque otra vez volvieran a perderse el mismo día catorce.

Sabía todo a homenaje costeado de arroz, mostos sureños,
carne y un gazpacho bien frío.

Un año entero daba su gozo en los manteles.

Y hacia la media tarde era cuando poníase más redonda
la fiesta.

Llegaban familiares abridores del turno de los besos.

Llegaban los amigos y crecía el jolgorio, cuando aquella
gramola nacida el año veinte rasgaba con su edad las
placas empolvadas.

El sol de San Antonio hundía tras los montes su antigua
coronilla e iba humedeciéndose la garganta lijosa
de la tierra.

Era este el anuncio mejor de la sangría.

La veo, la oigo llegar, un poco antes de la noche,
viajando en sus lebrillos, verde y flotante el fruto en su
alma roja y fresca.

Traía consigo un júbilo próximo a derramarse y a sonar
cada vez como una fuente.

Empezaba a mojar palabras, gestos, risas, chillidos
y hasta enfados con una lengua múltiple y hecha a besar
cristales, dando a la sequedad del vivir un olor hondo
y denso.

A todos alcanzaba:
a los del baile en la azotea metidos en la hoguera del
abrazo
a los que preferían jugar a perseguirse por el jardín en
sombras,
a los mayores que miraban el mundo desde unos ojos
limpios de ilusiones,
desde unas bocas duchas en recorrer pasillos verbales
muy deprisa.

Oh sí entraba la sangre de la sangría en los jóvenes
cuerpos y en los cuerpos gastados,
más, más, más
para ser la gran vena y la gran reina, el consuelo de
tristes, la inundación de las gargantas, el trago de la
noche del Sur sólo días antes que llegara el verano.

Cada trece de junio bajaba San Antonio al nombre de mi
madre a consagrar sangría para ponerla luego en un altar
de gozo y repartirla.

Cierto estoy que él se iba tan alegre a su cielo.

Elegía

 

Has caído en la tierra con ojos asombrados.

Allí fuimos los niños que enseñaste.

Fue imposible cerrar las puertas de tu muerte.

Odio.
roto
solo.

Sigue saliendo sangre por tus sienes quebradas.

No es fácil abrir a tiros las ideas.

Hay arroyos que corren más que el tiempo.

Lloro
plomo
agosto.

Mil novecientos treinta y seis.

Y aún quema.

En la torre

 

Aquí lo tengo todo.
Me rodean cristales y retratos
del corazón, lloviznas y ruidos
del sueño, ojos que miran
mi propia historia.
Dicen que en el jardín acaba el mundo,
pero no. Esta es mi nave.
Ha habido una tormenta de naranjos
y ahora flotan riendo;
esta es mi nave y cruza
el meridiano en flor de los jazmines
y los atardeceres
con sus lechos tan tristes y amarillos.
No voy a perecer.

Es imposible.
Sí es que siento
la tentación mortal del eseoese
y una nube morada me visita,
despabilo tus cartas,
suben besos de pronto,
toco la fiel madera del amor.

Es mentira
que yo sea un cautivo
en esta habitación y que mis libros
sean voces de ceniza
y no soporte ya la voz humana.
Si llegan animales
voy y los acaricio dulcemente.
De cuando en cuando veo
aparecer una ciudad remota
-¿o está ahí?-
muy agujereada por las luces.

¿Tengo que pedir algo
para que entre también en este arca?

Dicen que en el jardín acaba el mundo.
Hay en el norte
de mi pared una humedad muy lenta
(se la escucha avanzar)
y el aire frota
su múltiple nariz con cada esquina.

Aquí lo tengo todo.
Aquí
en esta torre
altísima del miedo.

Guadalquivir

 

Guadalquivir,
que siga la aventura
de tu Sur desangrado.

No me ofrezcas naranjas
ni pueblos barandales
ni torres que te esperan.

Yo soy mi propio mar.
Y no lo olvido.

Luis Jiménez Martos, Córdoba, 1926-2003

Vienes mar,
desde el fondo de la noche…

 

Vienes, mar, desde el fondo de la noche,
curvas la luz,
la sombra,
y pareces un pez que nunca terminara de morir;
das ansiosos bocados
a la tendida madrugada;
quieres, que yo lo sé,
empujar, empujar, empujar,
salir de tu frontera e inundarnos
a los que ahora desde el amor te oímos
cómo repites tu costumbre sonámbula
y sorbes y devuelves tan violentos cristales.

Acércate y contempla
qué torpemente te imitamos,
qué torpemente suena entre las sábanas el encuentro
fugaz de nuestras olas.

Campesinas vestidas de negro metiéndose en el mar

 

Te traemos el campo, los trigos que requeman,
la cal recién lavada, las acequias vacías, los ojos de las
yeguas, el aceite de Animas, las chicharras del monte,
el sudor de costumbre…

Te traemos la sombra de los muertos sin verte,
las plumas de los tordos, las noches de lluvia,
los parados que llevan un corazón de estatua,
la madera roída, las uvas de los patios, un olor a
desvanes, un peso de campana…

Te traemos la sed, las piñas, el cansancio
de bueyes, las cántaras, la angustia, las aceras sin nadie,
el barro, las candelas, los juncales del río…

Te traemos el tallo robusto del decoro, la edad ahumada
en la ropa, el temor que nos late con temblores
de vírgenes, ante ti, poco a poco, sólo los pies,
qué fuerza de varón sin fatiga, poco a poco,
tu frío que sube hasta las piernas, nada más, resistirte,
qué abrazos, qué hormigueo, hasta aquí, poco a poco,
quién dijera, qué risa, sentimos, poco a poco, violadas,
poco a poco…

Viaje en hidropedal

 

Soy un pirata barbanieve
que huye después de haber robado
toda la luz de la bahía.

Un pescador fenicio soy
a cuya red acude ¡vedle!
un pez espada misterioso.

Me nacen velas del deseo,
me nacen brisas cardinales
y un par de brújulas por ojos

Soy un rey moro desterrado,
y si no veo mi castillo
se abre la cueva de las lágrimas.

No pude nunca sospecharme
tanta comba del mar
con su niñez siempre jugando.

Cada camino que se acaba
nunca jamás será camino
nunca jamás será de otro.

Soy campeón de ir despacito
por las Floridas transparentes
que se despiertan gota a gota.

Y sorprendiendo intimidades
avanzo avanzo avanzo avanzo
por esta piel de la mañana.

Me gustaría naufragar
y que una isla apareciera
bajo el jadeo de las hélices.

Lo mismo doy la vuelta al mundo
y así demuestro que es redondo
de faro a río de río a faro.

Soy pacífico viajero
¡oh la aventura! ya vencido
por el desplome de sus piernas.

Tú me has llevado

 

Para que yo fuese ojos,
tú te hiciste pies y manos,
giros de volante, tensa
concentración y cansancio.

Tú me has llevado.

Eme cinco nueve nueve
seis seis cinco.

Un tiempo largo.
Un motor comecaminos
por la España del verano.

Tú me has llevado.

Pilar y guía, hombro a hombro,
mares, ciudades y campos,
pulso de mi confianza,
paso a paso.

Tú me has llevado.

Lo que hemos visto se mide
con amor lleno de espacio,
con los puntos cardinales

Tú me has llevado.

España, cristal, ruido,
asiento de un Simca blanco.

Tú me has llevado.

Resumen

 

No tuve ojos hasta ver el mar.
No tuve piel sin roce de la arena.
No tuve un horizonte sin los olas.
No tuve olvido hasta olvidar la tierra.

Inventario

 

Tu nombre de relámpago y columna.
Las voces de mis padres y mis hijos.
Adioses de la luz por los cristales.
La luna del pinar en Monte Altillo.
El Sur caleidoscópio de raíces.
Cintura de la mar inaprehendida.
Fábula de Madrid tan verdadera.
Un café de Montmatre: ¡sírvanme tiempo!
Silos de nieve, noche y canto llano.
Reunión de brujas nubes hacia América.
El aire asustador de Buenos Aires.
Un árbol que planté, muerto en la infancia.
Un bosque de papeles. Ahí me escondo.
El humo del tabaco compañía.
Aun sabiendo el final creo en la sorpresa.

Autorretrato con la Plaza de la Trinidad al fondo

 

Ojos apresadores. Dejadez malancólica
como de quien le llevan sin pedirle permiso.

Labios medio ocultándose
igual que el alma siempre de paseo
en su búsqueda lenta, fija de itinerario,
errante paraíso, entre un espejo roto,
mañana de rumores, tardes acompañadas,
cármenes de las noches con palomas.

Un balcón. Un café. Un barandal. Un río.
Todo al alcance y nada
al alcance. Renuncia, ay el pudor, nunca cosecha.

Y, en la plaza, una fuente, contrapunto
de tantos charlatanes,
cuna para el silencio cuando insomne.

Uno y trino vivir: yo, ellos y Granada.
Algún soplo de amor en los papeles.
Y la espera metida hasta en los huesos.

La nieve

 

La nieve es como la infancia
de la eternidad.

La nieve
sin pisada.

La nieve, cuajado espejo
de la luna en su distancia.

La frontera
a la que no llegan las ramas,
ni los puñales del tiempo
ni la hormiga ni la garza.

La nieve, cuna de olvido
que no acaba.

Jamás la nieve
jamás
cuando de ti me acordaba.

Para escribir en un muro de La Alhambra

 

Aquí estuvimos, supervivientes de la furia más feroz
de las guerras, del gusto por la nada, del ojo por el ojo,
de la destrucción como costumbre y celo,
de la soberbia que hincha sus grandes globos,
de la muerte en todas las posturas,
de las palabras que nunca duermen,
de los ríos que son envenenados,
de los árboles que crujen entre llamas,
del hombre que cruje entre ofensivas omnipotencias
para decir que aún hay ruiseñores y canta, cantan, cantan.

Luis Jiménez Martos, Córdoba, 1926-2003

Madre de mi ceniza (1982) – Fragmentos

 

Es de noche
y otoño
apenas si nacido,
cuando una voz cortante que llama desde el Sur
elimina el preámbulo y golpea:
Tu madre ha muerto,
muerto,
muerto,
abre un boquete
pavoroso en la sombra
madejada de cables,
kilómetros que tiemblan.
Ha muerto.
Cae un bosque
con sangre del hachazo.

Ojos y oídos
se resisten
furiosos,
a la verdad escuchada.
Escombrera de gritos.
Derrumbe de la luz.
Las paredes del cuerpo
ya crujen ateridas.
Un cristal destrozado.
Un mar que se detiene.
No.
No.
No.
La certidumbre
es lunar agujero que cubrir enseguida.
Hay que esconderla,
devolver a su origen esta sombra creciente.
Zumba de confusión.
Súbito terraplén.
Clavos que arden.
Palabras invisibles
habrá donde su nombre es ya tendido.
Pero ver es creer,
y la mirada
se libra del naufragio,
aún es virgen,
alienta
entre las crispaciones.
Ha muerto.
Permanece
sonando mientras se hunde lo demás.
Ha muerto.
Una chicharra
hunde su berbiquí en los sentidos.
El Sur es lejanía,
temblores de una boca.
Tu madre ha muerto.
Expande
la realidad este anuncio.
Inútil sofocarla.
Aunque ver es creer
persiste tenazmente.
Ha muerto.
Cerradura
implacable.
No.
No.
No.
Multiplicada.
Y estas palabras sólo
Tu madre ha muerto
trazan
la frontera del tiempo y de la vida.

Luna de la meseta que nos sigue,
camino que se emprende a corazón rodante.
Un claror pasa y pasa,
llanura sucesiva del ahnelo.

Hablar es distraer el golpe recibido,
eludir esa siembra de cristales.

Hay palabras que huyen
del centro agitador de la tormenta.

Campos de viñas,
pueblos, ánimas que susurran,
fría alucinación de nombres familiares.

Porque yo os conocía
de ir y volver,
de ir y volver a un rostro y a un acento,
para que nunca nunca se empañaran.

Y me traía
un nido de aire,
pequeñas piedrecillas de su voz,
algunas ramas de árbol ya crujido.

El tiempo de su rostro
era el tiempo sin más,
con arrugas a las que derrotaba una sonrisa.

Pero ahora no es siempre.
Los espectros nocturnos han ido rodeándonos.
La soledad se acuesta y mide anunciaciones.

Horadamos a prisa el gran silencio,
piel de la madrugada va rasgándose
y el mundo se hace palma de relente.

Nos empuja el otoño que acaba de empezar.
La muerte va escondida
y es el envite que nos acompaña
con faros potentísimos.

Suena un soplo ronco y devorante.
Aunque nadie lo diga
mantenemos la fe en el imposible.

¿Quién se atreve a mentar el fuego ya apagado?
¿Quién rompería el cristal que nos separa
del aire loco?
Acelerar.
No acelerar.
…….

….He huido,
madre,
de tu rostro último,
de esa extraña quietud,
semilla que se pudre.
No seré yo testigo
del tiempo que devora,
estando tú indefensa,
que muerte es no poder
resistirse al empuje
de una invasión callada.
Echaron tu barrera.
Te han guardado los ojos,
y, sin ellos,
¿qué eres?
Las engañosas flores te rodean
y respiran,
no tú.
Quedas distante
como están las raíces
de la punta del viento.

…..

….Ayudadme
ayudadme
para que pueda hacerla gesto y voz.
Hablemos de ella tanto
que parezca inventada.

Yo quisiera reunir las aguas de tu arroyo,
darle aire a las aspas de aquel molino joven
que fuiste cuando cantabas y reías.

Desafiadora,
dispuesta a que no hubiese silencio en torno tuyo,
a que nadie ante ti
permaneciese ajeno y enclaustrado.

Dormir cuando hay un muerto es imitarle
en su misma postura
para que se nos quite el miedo que desprende.

….

….Pastor de sombras soy
que gime ante su oveja destrozada.

Ya no es tu madre.
No debías entrar.
El lobo de la muerte
multiplica sus trazos.
Retrocedo.

Última cobardía
ante esta visión transfigurante
y duradera hasta el fin de mí mismo.
¿Dánde tu rostro, dónde?
Ay, carne
caricatura,
para que al estupor
del perecer
otro estupor se añada.

Ay, carne
goteadora,
ay, desembocadura,
barco en el varadero,
anunciación del barrio más sombrío
Ya no es tu madre.

De esa inmanencia huyo,
pues está persiguiéndome toda la realidad.
Tu muerte me golpea
y, a fuerza de tundirme, soy espuma,
soy, al fin, un cansancio que se entrega,
amputación y despedida.
Ya no es tu madre.

Pero aún pesa aquí, terriblemente,
como tierra agarrada a sus raíces.
Cada muerto acumula
asombro del horror
cada muerto tropieza
con un glaciar errante,
dispuesto sin cansancio a transmitir su soplo.

Tú me tuviste en la niñez
a punto
de que mi cuna se quedara inmóvil,
y esa historia de angustia y salvación
me dejaría una huella de jactancia.

Pero ahora sí,
definitivamente,
sí.

No hay duda de que eres
tiempo que echa el cerrojo a una cancela,
patio de una clausura,
y por mucho que llame
no habrán de responderme.

Si ella iba ante mí,
si he flotado en su cuerpo,
que ya es tuyo
¿cómo ignorar que un día
vengas,
muerte,
a sellarme?

……

Te despides del tiempo que se anuda
en el rito y temblor de los suspiros.
Lo que dejas aquí es tu mañana.

Ha llegado la hora de rendirte,
aunque siga tu charla en la camilla
mientras suena la lluvia del misterio.

Morir es un transplante de osamentas,
un olor transmutado en el mantillo,
una espera invisible y desnudada.

Vivirte desde hoy tibia ceguera,
costumbre lazarilla, claro luto,
hueso en la sombra, luz para después.

OH MADRE MANATIAL DE MI CENIZA

Llegada

(Orilla del Guadalquivir, Córdoba)

 

Aquí llegué. Mi aliento traigo a cuestas
a este molino que ya no es de nadie.

Ahora me llamo Nadie como Ulises,
mas no puedo engañar a ningún monstruo.

Lejos se quedan olas y ruidos.
Mi corazón es agua bajo piedra.
El río trae oscuros sus secretos.
Un gorrión está balanceándose
en las altas anillas de la aurora.

Detrás de mí hay muros que mantienen
su espesura agredida y orgullosa.

Y si no tienes nada, ya es bastante.
La desnudez entera se me cumple.
Tengo mi patrimonio en luz medido
Tanta cosecha sin gavilladores.

El jordán del otoño junto al puente
y rosas amarillas en las grietas.

Me alimento del arca de los años.
La llave es aquel sino de alegría.
Tiemblo y retiemblo al abrir las sombras.

Ciudad de nacimiento

 

Llego como a una fuente
en la que hundir los ojos y las manos,
y me doy al andar
por una luz más lenta que el sonido.

Abre cada retorno
sus brazos. Tú dormida
en yácigas ocultas de la yedra.

Madre del tiempo,
aun en las sombras tienes hogueras encantadas.

Cumpliste enteramente las edades
e incluso las repites.

Eres suma espesísisma y que jamás se cierra.
Vuélveme, carne, al sitio de la cuna,
al Sur del corazón.

Tus torres me levantan,
y en mi piel se dibuja una sierra de azules,
y el recuerdo es el ojo de un defínpor el que pasa el mar,
Tobías que también sube
hasta los miradores arcangélicos.

Soy gota de tu río,
un presente que cruza hasta remota orilla
para volver bañado en las reencarnaciones.

Despides un aliento
desde los mostradores olorosos del vino,
y en los patios
de la flor comunal,
y en aquellos de nieve prisionera.
¿Qué me das si te entrego la memoria?
Solo pido una tarde de verano libremente elegida.
Ofrécemela intacta.
Tú no la necesitas.
Hiciste del olvido un firme burladero
donde chocan furores temporales.
Al fondo de tus rojas mordeduras
el orgullo de todos y ninguno.
Suenan en ti mis pasos
¡ay! engañosa posesión.
Seguirás,
seguirás
vigilia en las almenas
y por los laberintos de las cales
y el enceguecimiento feliz de las estatuas,
amasada en el horno del silencio
y fija en una hora sin reloj.

Pero los rostros…
los rostros que ya tienen su destino de lápida.

Sólo aquí el tiempo es mío.
Sólo aquí es familiar el cauce que saludo.

Sólo aquí reconozco su mapa transeúnte.
Sólo aquí sé reunir mis pertenencias.
Vas y viene,
ola de luz,
ola de sombra.
Se me lustran los ojos de tus ojos.
Adivino doncellas que te vieron doncella.

Déjame
que pulse tus guitarras enmohecidas
y acogido a tu nombre
sepa cómo estar vivo
es resistir cambiando.
Tú permanecerás desafiadora,
herida, pero en pie.
Escucho tu corriente
y abrazándote borro
tanta oculta ceniza.

Mi amor no se desgasta con tu piedra.

————————————————–

De esta puerta sellada ahora tengo la llave
y la guardo en mi boca.

Voy por la galería que conduce a una muerte
temporal de los labios.

Su tú callas, el mundo retrocede al momento
en que no había nacido.

A ti te reconstruyes asentado en la ausencia,
y su bodón se oye.

Avanzando percibes que hay paredes desnudas
de las que brota el agua.

Por la piel se extiende una murallería
que resiste invasiones.

Pareces nave quieta, candelabro sin luces,
viña bien exprimida.

Pero así, sumergido, borrosos los relojes,
lates más claramente.

Es tu claro del bosque, tu círculo, tu ara
para oficiar a solas.

Arrojas a los perros la voz decapitada,
aunque asome a los ojos.

Y esperas unos pasos, un pretil, una lluvia,
una hoja que caiga.

No deseas despertar a quien tan cerca yace,
tan cerca de ti mismo.

Dios calla porque así sólo sería posible
que oyese a la vez todo.

El silencio cogido de la mano te lleve
adonde El otorga su palabra.

————————————————————-

Puede que diga verde y sea amarillo,
y el pintor de los ojos no descansa.

El mar se me aparece
sin que tenga que ir hacia su orilla.

Sorbo abriles
entre los soportales de la lluvia.

Equivoco los nombres, traspapelo
caras y direcciones, que se agolpan
en esa estantería de olvidado.

Pero el amor no puedo confundirlo,
porque eres tú
desde un junio relámpago del Corpus.

Trajiste la certeza.
Hasta entonces yo tuve una girándola
continua por costumbre.

Hundí todas mis dudas en tu boca,
me arrojé a tu volcán
y supe que es posible vivir bajo la tierra sin quemarse.

Eres el Sur,
la memoria de Córdoba con su coro de vísperas,
aquel alumbramiento rotundo de Sevilla,
el bosque de Granada susurrándonos,
la noche malagueña junto a olas de invierno.

Digo Sur en el Norte, el Este y el Oeste,
pues estoy a tu lado,
cardinal respirante.

No puedo confundirme.
Y al Sur me iré,
tiene que ser al Sur
cuando me muera.

Brindis

 

Por la tierra que se hace
humedad en mi garganta.
Por la ausente y presente
vida que ya he bebido
despacio si podía.
Por la nostalgia, no.
Ni por el tiempo aquel.
Lleno mi copa, la alzo
por el sino que acepto
y tomo en esta pálida
y densa majestad
del vino que naciera
donde yo.
Me atraviese
como un poco de río.
No hay que decir su nombre.
Vaya por cuanto amo
y traspasa mi boca.

Luis Jiménez Martos, Córdoba, 1926-2003