Agonizantes

 

Luchan por respirar otro aire nuevo
como si el aire nuestro de esta vida
no les valiese ya, fuese muy turbio,
enrarecido y denso, y los ahogase.
Luchan por acceder a otro aire limpio
distinto del de aquí, de una indecible
pureza que es mortal para la carne.
Y hacen gestos de esfuerzo, que parecen
impotentes, inútiles, absurdos:
dificultosamente empujan con el pecho
una puerta de bronce, y la entreabren;
tras ella está el espacio inconcebible
de ese aire que es luz pura y que es la muerte.
No bastan los pulmones. Todo el cuerpo
resulta insuficiente. Sin embargo
su expiración postrera nunca es signo
de abandono o fracaso: es la llegada.
Quedan quietos de golpe: al fin respiran.

Forja

 

Son golpes silenciosos: nada se oye.
Uno es la incomprensión, otro el desprecio,
otro la humillación, otro el maltrato,
repetidos con ritmos desiguales.
Mi sufrimiento se ha hecho incandescente.
Cómo siento el martillo, y cómo vibra
este yunque, la dura soledad,
y duelen las tenazas del Herrero.
E ignoro cuál habrá de ser mi forma…

Sorpresa

 

Nunca debes buscar palabras raras
para crear sorpresa.
Es justo lo contrario:
lograr que unas palabras ya muy viejas
y en ti sencillas, claras, renovadas,
de pronto, en el poema, nos sorprendan.

El cazador

 

No era yo el cazador
aunque entraba en los bosques interiores
que creía ser míos,
altivo y orgulloso.
vanamente, seguro.

No era yo el cazador,
aunque quise atraparte como al ciervo o la liebre
cuando huyen por los sotos. o en el aire a la garza.

Así, grácil y rápido,
te mostrabas de súbito un instante
brevísimo, dejando tu belleza,
tu sorpresa fugaz,
al ojo fascinado, al corazón
inquieto de aventura.
No era yo el cazador.
Fue un error cada intento.
Perdí todas mis flechas y mis fuerzas.
Jamás me fue posible
saber tus escondrijos o guaridas.
Y cómo me engañaba así buscándote.

Eras tú el cazador,
paciente, cauto,
oculto desde siempre,

y yo la presa esquiva que acechabas.
Eras tú el cazador:
porque fuiste el arquero transformado en saeta
que llevaste el veneno de la vida
de un disparo infalible a mi costado;
porque fuiste el montero transformado en lebrel
que clavaste los dientes en mi carne, sanándola;
porque fuiste el cetrero transformado en halcón
que me hincaste las garras en los ojos
para darme los tuyos,
y que en mi corazón hundiste el pico
haciendo que sangrara,
vaciándome de sangre para darme la tuya.

Eras tú el cazador:
el Señor de los bosques.
Tú que siempre eres pobre y desnudo y hambriento
me estabas vigilando a mí, tu presa,
con ojos invisibles
desde toda mi vida
y morías herido de amor entre el ramaje.

El delfín

 

Así como el delfín solea su ágil cuerpo
si un destello de luz lo atrae allá en la altura
y salta y abandona así, por juego, el agua
en un impulso limpio, alegre
y es puro brillo y gracia en superado límite
y vibra pleno, y sólo así respira,
ya en su cielo, por encima del mar,

Así también yo solo, en completo abandono,
dejo a veces el mundo, enamorado
de un destello divino
y asciendo, fiel, un hondo instante
a bañarme en su luz
y doy todo mi amor en el esfuerzo, el juego,
y sólo así respiro, y sólo así
puede mi corazón seguir latiendo
después de nuevo aquí con alegría.

Jonás

 

¿Por qué si nada espero del futura
arrojo hacia él mis versos tercamente?
Yo lo ignoro. No sé cómo no hacerlo.
Pues juro que de haber sido posible
siempre hubiese evitado el escribirlos.
De eso es testigo Dios. Él sabe cómo
a solas y en silencio, cuando surgen
de improviso palabras que me buscan
y yo intento olvidarlas, la memoria
me muestra la figura asustadiza
de Jonás que se aleja, pobre inútil,
negándose, ridículo, a ir a Nínive.
«Trabaja pues», me digo, «tú ¿qué sabes?»
Dolorosa e ingrata por extremo,
acepto ciegamente la obediencia
que exigen los poemas: darlo todo
sin poder reservar para mí nada;
lo demás de mi vida se hace nulo.
Qué difícil dar forma a su misterio,
cómo eligen su tema y me sorprenden:
yo, que soy frustración y desaliento,
dejo en ellos un fondo de esperanza,
y la alegría pone por encima de mí
y de mi miseria mis palabras.

El futuro

 

Por favor, enterrad vuestras banderas,
dejad de agitarlas vanamente,
dejad ya de intentar con triste esfuerzo
que las ondee el viento del pasado,
un viento que murió, que ya no existe.

¿Qué son vuestras banderas sino símbolos
de odio antiguo y enfermiza añoranza?
Sólo en el viento viven las banderas
y como el viento cambian, y en el viento
sus colores se apagan y se pierden.

Enterradlas. Vuestro tiempo ya es otro.
Y uníos bajo una última bandera:
la del viento que ahora está llegando,
la del viento futuro, vivo y libre.
Sentidlo, sentid cómo se aproxima.

Esperad vigilantes su llegada,
y hacia ese viento alzad la nueva enseña
y que ondee y restalle largamente,
hasta que, único símbolo de todos,
se disuelva en el viento y ya no exista.

Mario Míguez, Madrid, 1962-2017
Mario Míguez, Madrid, 1962-2017

Amistad

 

Difícil, rara, escasa entre los hombres,
la amistad verdadera es misteriosa:
claramente, sin duda, un don divino.
Y por eso es sagrada: Quien la encuentra
debe cuidarla fiel en su pureza
porque es, como el amor, un sacramento.
Si estás con un amigo ya probado
y en la mutua confianza generoso
¿acaso juntos no participáis
de un ámbito secreto en que sois libres?
¿no hacéis ambos de lo íntimo algo puro?
Tú con él, al igual que hace él contigo,
como un orante has roto las barreras,
y hablas ya sin temor de ti y tus cosas,
mejor que en soledad contigo mismo.

Astros

 

En el punto más alto de la noche
tendido cara al cielo del verano
aquí, sobre la hierba fría,
bajo el inmenso cuerpo
de este cielo desnudo de sus ropas de luz
que al fin muestra, bellísimas,
las incontables luces de su piel,

cómo me tiemblan ávidos los ojos, desbordados
de esa hermosura virgen que no conoce número,
sin poder abarcar cada mirada
nada más que una parte, pero siempre excesiva,
y cómo defendiéndose mi mente
para no enloquecer crea constelaciones
fingiendo dar un orden al vértigo de estrellas.

Astros, astros: sin límites, sin fondo.
Qué embriaguez de destellos, de mínimos fulgores.
Qué intensa sugestión de infinitud…
Lo sé: ni en esencia ni en cifra
puede haber infinito en esos astros;
ellos únicamente
con majestad señalan lo infinito
y hacia su puerta avanzan, sin jamás alcanzarla,
y tan sólo el espacio, como glorioso arquero,
dispara con sus flechas más allá del umbral
a un blanco que ignoramos.

Astros: misteriosas esferas
de fuego, y misteriosas
esferas frías. Astros: plenitud de lo intacto,
y lo único visible cuya imagen
es silencio perfecto.
¿Qué cosa entre las cosas que enmudecen
y en todo cuanto vemos callado en nuestro mundo
sería jamás capaz de igualarlo?
¿Y no es este silencio el que podría
conducirnos más allá de nosotros,
ya sin lugar, sin centro, sin angustiada búsqueda,
hacia un estado puro, verdadero, posible?

Sí, yo deseo más,
deseo más aún,
más astros, más espacio,
quiero todos los astros en mis ojos, en mí,
quiero todo el espacio sin límites, sin fondo:
deseo ir hacia él
y alcanzarlo, ganarlo, conquistarlo
definitivamente…

Y de súbito el cielo
adquiere en mí la forma del terror:
detiene el corazón por un instante.
Yo sé que mi terror puede medir
lo que mide mi vida. ¿Qué sucede?
¿Cómo es que ahora el cielo de la noche
iguala la medida de mi vida?
Me hace daño. Está hiriéndome.
Apenas soy capaz de sostener
una sola mirada…

Pero entonces percibo con claridad mi error:
pues todo lo indecible,
aquello que en su signo sobrehumano
nos es ajeno incalculablemente,
se comporta de un modo
distinto por completo a aquel que espera
seguro de sí mismo nuestro espíritu.
En vano es querer ir hacia ese espacio,
porque él está viniendo
sin pausa alguna, siempre, hacia nosotros;
pero sólo en quietud
si aceptamos humildes nuestro límite
podemos recibirlo.

Derrotado, me entrego. Sólo debo esperar…

Y ya en sosiego siento
cómo hacia mí se inclina el rostro de la noche
y su boca intangible cede aliento a mi boca.
De otro modo mi pulso estallaría,
el exceso de espacio podría destrozarme,
el cielo en ese instante me habría destruido.

No fue así. Ahora somos uno:
ya serena la noche
circula libre y lenta por mi sangre.

de “Difícil es el alba” Editorial Renacimiento, 2018

Claramente

 

A un misterio no añadas ni problemas
ni enigmas, si lo tratas en tus versos.
Tú no oscurezcas más lo misterioso.
Tú muestra claramente ese misterio.

Punto en boca

 

Ensucio todo hablando demasiado.
Cobarde charlatán, ruidoso hipócrita,
sólo de mis mentiras no me quejo.
Qué duro me es callarme por lograr
una palabra humilde y necesaria
tras de la cual yo quede imperceptible.
Debo callar, permanecer callado.
Aunque lo sé de siempre, no lo cumplo:
mi voz tengo que hacerla de silencio.

Dios dispuso la mesa: está en
penumbra…
Hay luz de atardecer que ya es escasa
y se hace insuficiente: cuanto alumbra
lo ha cubierto como una ajada gasa…

Niega el tiempo un reloj ya detenido…
Una máscara, y una partitura:
Mi rostro que está oculto y está herido,
la música que en mi alma se hizo impura…

Y una espada partida…Y laurel seco…
Sólo tristes emblemas de este mundo
que me dicen que es breve toda espera
y que arderá mi voz sin dejar eco…
Casi es noche, y son brillo moribundo
flor, libro, crucifijo y calavera…

Mario Míguez lee el poema «Música» de su libro ‘Pasos’.

Mario Míguez, Madrid, 1962-2017