¡Maldito Conan,
maestro de soberbias
que decepcionan!

¡Maldito Nietzsche!
Tú muerto, y yo girando
como un derviche.

¡Maldito orgullo!
Te amé, y tú me trataste
como a un capullo.

¡Maldito Baco!
¡Y decías que ibas
a por tabaco!

¡Maldito pozo!
Cuanto más te penetro,
menos me gozo.

¡Maldito infierno!
¡Tanto tiempo en tus brasas,
y sigo tierno!

A una dama feminista radical para quien todo halago era denuesto

 

Si te dejo pasar caballeroso,
me tachas de machista con dureza,
pero si hago valer mi fortaleza,
machista soy también, ignominioso.
machista, si te invito generoso;
machista, si no pago tu cerveza;
machista, si pondero tu belleza
y machista si callo bondadoso.
Machista, en fin, fatalidad aciaga,
pues no hago tal que a ti no te denigre
y es claro que de mí nada te halaga.
No hay forma de que tu ego no peligre.
Diríase que, haga lo que haga,
tú solo quieres que me coma el tigre.

Romance de la disputa de Milagros Gómez Carrasco y Carmen Mata de Montiel

 

Ventana que ventanase
no ventanara tan bien
como la de Carmen Mata,
de los Mata de Montiel,
cuando en la octava del Corpus,
poco antes de las diez,
viera pasar a Milagros
corriendo a todo correr:
“Milagros Gómez Carrasco,
quién te ha visto y quién te ve,
antes estola de armiño,
hoy chándal de ‘todo a cien’;
antes vestidos de Gucci,
ahora de ca’Manuel;
bolso de plástico ahora,
de piel de Loewe ayer.
De tanto que presumías,
y hoy no tienes qué poner.
Con qué garbo representas
lo que era y lo que es”.

Esto que escucha Milagros,
bien lo quiere responder:
“Carmen Mata, Carmen Mata,
si matas, remata bien,
y guárdate tu veneno,
que más que veneno es hiel.
Chándal llevo, ciertamente,
no vestido de lamé,
pero es mío por derecho,
no del Banco Santander,
como es mío mi marido;
tu Juan, lo habremos de ver,
que rondando a tu vecina
lo han visto más de una vez”.

Harto se enoja la Mata,
esto dice la mujer:
“Milagros Gómez, Milagros,
serpiente de cascabel,
eso que dices ahora,
ya me lo dirás después,
porque tenemos que vernos
en la calle, o ante el juez”.

Milagros da media vuelta,
que no quiere responder.
En busca va de su Paco,
la tiene que defender,
que afrenta tan afrentosa
tiene que vengarse bien.

Romance de la Jura de Santa Rufina

 

En el bar Santa Rufina
del polígono de Alpuente,
allí canta las cuarenta
Paco Pérez a su jefe.
Las voces eran tan altas
que a todo el mundo estremecen:

-“Rumanos róbente, Alfonso,
rumanos, que no clientes;
de Transilvania venidos,
que no españoles decentes.
Róbente la maquinaria,
llévensete cuanto tienes,
atráquente a mano armada
cuando a tu casa regreses,
llévensete todo el cobre,
vacíen tus almacenes
y dejen secas tus arcas
y hasta tu cuenta corriente
si no dijeres verdad
de lo que dice la gente:
que si tuviste que ver
con lo de Pepe Cifuentes”.

Ya jura y rejura Alfonso
que el caso no le concierne,
cuando al acabar la jura
con gran rabia se revuelve:
-“Muy mal me conjuras, Paco,
y muy soberbiosamente.
Pero la vida da vueltas
y lo que va, luego viene.
Hoy eres tú quien me humilla,
ya me pedirás un puente”.

Allí le responde Paco,
esto le dice a su jefe:
-“Por un puente más o menos
no necesito venderme,
que soy fresador de raza
y la ugeté me defiende.
Guárdate tu puente, Alfonso,
allí donde te cupiere”.

Contesta entonces Alfonso,
dice a Paco de esta suerte:
-“Mucho me admira tu arrojo,
pues que a afrentarme te atreves.
Aquí tienes a Jenaro,
hombre cabal y decente,
que del comité de empresa
es miembro y es presidente;
que escuche bien lo que digo
para que constancia quede”

Jenaro baja la vista;
Paco sabe a qué se debe;
Alfonso mira y sonríe
con la sorna de quien vence.
No se arredra en esto Paco,
que es de natural valiente,
y como los toros bravos
ante el castigo se crece.
-“No me haces temblar, Alfonso,
no me haces temblar, no puedes.
Que soy fresador de raza
con siete trienios, siete”.

Enfurecido se ha Alfonso,
de esta manera acomete:
-“¡Vete de mi vista, Paco,
estás despedido, vete,
no vuelvas más por aquí
por más que el hambre te apriete!
¡Vete, que el paro te espera,
y que el paro te alimente!”.

-“Pláceme, responde Paco,
pláceme -dice insolente-,
por ser la primera vez
que me echa un delincuente”.

Ya se parte Paco Pérez
sin dar la mano a su jefe.
Lleva la mirada firme,
el andar recto y alegre,
la cabeza lleva erguida
como encajada en un brete,
solo teme a la Milagros,
qué le dirá cuando llegue.

​Dos

 

Había mar de escarcha en sus aristas,
un hielo virginal sujeto al tiempo,
el recuerdo de un labio eferente de miedos
dibujando en el centro de los trozos dormidos
el color de la infancia
y un proceso letárgico de sal embarnecida.

Como el carbón, la vi
recluida en una estancia insenescente,
cárcavas íntegras, aún intransitadas,
nunca antes recorridas por el tacto del éxtasis.

La encontré más allá de los volúmenes,
en el remanso absurdo de la tierra.
Y me embriagó su hondura,
esa insaciable noche armada de cuchillos,
los ecos más arcanos, las fronteras,
brechas de sangre mudas que mojaban
impotentes su piel campaniforme.

Uno

 

Presentí que debajo de la leve colina,
en el eco fugaz de un conticinio,
surgirían las piezas, los vestigios, las cráteras
desmedradas.

Presumía su cuerpo
condenado al exergo de una ceca:
un reflejo irisado de piedra opalescente
emergiendo de restos como signos
mucho tiempo olvidados entre kilos de historia.

Los indicios la hacían residir en la tierra,
en el campo profundo de los ecos
y las sombras,
y avanzaba en mis páginas
dando luz a la incierta presunción del hallazgo.

Fue preciso forzarla:
sus contornos
se ahogaban a espasmos bajo tierra.

El Santo Grial en la Catedral de Valencia

 

Ni los más iniciados saben cuándo
empieza el peregrino su jornada;
pero, a los gallos, nadie ignora ya
que ha partido. Recorta su silueta
contra el orto un umbral de lejanías
mientras lo cubre el fiel del horizonte
con una fina capa de alabastro
que termina por disolverlo. Todos
sobrentienden que no regresará
sino después de haber hallado el mundo
y la mirada. Si la sed arrecia,
beberá de la piedra. Si la noche
lo alcanza, velará. Si el cielo cruje
y se desangra como azul fundido
encima de él, desafiará la lluvia.

Nada detiene al peregrino. Lleva
al cinto una esperanza de vid
y cereal, y así cruza los años,
convencido de sí más todavía
que de la condición de su aventura.
Ignora que el camino es una hoguera
sin rescoldo, sin tiempo y sin memoria,
y se deja embriagar de paso en paso
por un orgullo estéril que lo agosta
lentamente, y que lentamente mata
su fervor primerizo. Con el tiempo,
los años le descubren un cansancio
que crece desprovisto de morada.
Ya no es fe, sino afán, lo que le empuja.
Cuantas veces alcanza el peregrino
una cumbre, le crece otra más lejos.
En cada manantial, al acercarse,
encuentra un espejismo. Cuando mira
detrás de sí, ve sólo un largo y árido
desgastarse sin rumbo ni occidente.

Hasta el día venal en que el infierno
acucia al peregrino, y éste,
derrotado, sin alma ni bagaje,
hastiado de su búsqueda imposible,
rompe a soñar la orilla del regreso.
Ya no le satisface el desafío.
Le atenaza la sed, y bebe. Llega
la noche, y cae rendido en la cuneta.
Llueve, y busca refugio en un abrigo
de roca. Enceguecido de fracaso,
no atina a comprender que lo que anhela
no existe más que a precio de derrota.

(La búsqueda termina en un altar
de piedra. Allí, como un dolor, declina
un tramo de penumbra, tan angosto,
tan limpio, como carne virginal
que fuera a darse al día antes aún
de constatar su luz. El peregrino,
de hinojos, bebe de un tazón de ágata).

Amor

 

Si fueran los de un puente,
dormiría en tus ojos
como indigente.

Registro Civil

 

Naces, ya te están registrando.
¿Será por si traes un pan
de contrabando?

De un poeta siniestro, más ducho en forjar clientelas que en escribir poesía

 

Poeta de tan hondo magisterio
que le dura el discípulo un suspiro.
Profesor vanidoso y autogiro
que troca la amistad en un sahumerio.
Escribidor tan torpe y tan paleto,
tan pobre de recursos y tan soso,
tan sin estro y de verbo tan casposo
cuyo lector será un analfabeto.
Profesional del vino y las ladillas,
incansable trovero de gabelas
para quien «verso» rima con «morcillas».
Porfiado muñidor de clientelas,
poeta -o no se qué- que, en otras millas,
pasaría por clon de Luis Candelas.

Miguel Argaya Roca, Valencia, 1960

A Marcelo Arroita-Jáuregui, que me enseña a ver ciudades donde parece que sólo hay versos

 

¡Quién, como tú, poblara de tal modo la música
y el tiempo! ¡Quién pudiera fundar así la noche,
llenar la soledad con calles que florecen
de madrugada, aceras, tabernas y jardines,
con besos que se escapan y traducen el beso
que quizá no se dio, pero pudo soñarse!
¡Quién, como tú, supiera decir así la vida!:
gente que pasa, niños, viejas loteras, novios
abrazados al día, un joven aterido
que se fumó las clases para escribir poemas,
y se le hizo la víspera, y no encontró su casa,
y viene de pasar la noche al raso,
pícaros, barrenderos, locos, afiladores,
mujeres de reventa, una muchacha
con libros y esperanzas, aguardando
un coche que no viene, que tal vez llegue luego,
obreros que devanan la vida y el sustento al calor
de una fogata, perros, el ruido de un motor
lejano que se acerca. La ciudad,
que se llena de voces y de historias,
como una certidumbre. Amigos que se fueron,
que sin embargo siguen habitando tus plazas,
llenando tus tabernas, poblando tus esquinas,
demostrando que aún amanecen ciudades
donde parece haber sólo poemas.

(De Pregón de trascendencias, 2001)

A Martín, cuya muerte traía espoleta retardada

 

Ocurre que los años se han llevado
imperceptiblemente casi toda tu voz
y tu presencia a un campo matorral y barbecho
en el que germinar de agrestes lejanías.

Es como si la muerte tuviera el monopolio
de tu palabra exacta, negándosela al surco;
como si hubieran dado tu apellido a la sangre
para una trascendencia vagarosa,
a la vez hontanar e indefinible.

Claro, que median tardes de soledad y rabia,
turbias capitanías traicionando
a la vuelta de un naipe mesnadas y banderas,
insufribles otoños de desecho
y pesadumbre hollando su derrota,
este exilio creciente y esta patria menguante
con su injusto decir de infamias y salarios.
Años que se han venido diciendo a vida o muerte:
el trabajo, que existe y que no existe
para todos, jornales y jornadas
alquilados a peso por cuenta de la urgencia,
esa orgullosa espera en un progreso
que tan pronto desbroza de vida el paraíso
como alza su sangriento y amniótico holocausto;
el miedo, que raciona su propia sinecura
y urde así un conformismo doblemente capón
con el que desandar, en fin, la rebeldía.

Ocurre, pues, que el tiempo ha terminado
por anegar tu sombra y enterrar tu recuerdo
en esta cripta ciénaga que vigilan a medias
la edad y el desengaño.
Pero ocurre también
que, con igual derrota, con igual pesadumbre,
con los mismos jornales y las mismas infamias,
viene la noche a verme y te nombra de nuevo.

Lo cierto es que la noche dice tu nombre a gritos;
que te lleva imparable, como al dolor la vida,
a través de este viejo río, tinto y undoso,
de la memoria.
Y es cierto también que a veces,
siquiera con algunos infiernos de retraso,
aunque también quizá de un modo más concreto,
menos abocetado y menos frágil,
pronuncia tu intención y suena igual que entonces.

Será que el tiempo no es del todo omnívoro,
o que sufre de digestiones largas;
o que tiene, tal vez, demasiadas ranuras
abiertas a la noche y rezumando
la verdad y el misterio de tu razón antigua.

(De Pregón de trascendencias, 2001)

Un beso

 

Ya sabes que el amor, amor, no existe,
que es sólo una palabra dicha a ciegas.
Ya sabes que los besos que me diste
fueron, mi amor, mentira, que me niegas
si me nombras, que el medio es el mensaje,
y que yo no te quiero, pues al cabo
yo no soy más que un uso del lenguaje;
que es mi moral una moral de esclavo
si para mí quererte es darme todo.
Así que, amor, ni tú ni yo existimos,
ni existe nuestro amor ni, de igual modo,
existen estas vidas que encendimos.
(Al menos, eso dicen tantos sabios
que ignoran la certeza de tus labios)

De un vendedor de lámparas aficionado a las letras, que me acusa de inmigrante por no haber cagado en esta plaza cuando niño

 

Un tal Díaz, farol de Talavera,
quiere acallar mi voz y, muy galante,
me acusa amablemente de “inmigrante”.
Y lo explica: tomando por bandera
el muy decano olor de sus pañales,
hace de su infantil cagaduría
honra y precio de talaveranía,
razón, derecho y ley municipales.
Yo, por supuesto, callo y me retiro:
no creo lo bastante maceradas
mis cacas primerizas, ni suspiro
por oler las de Díaz, tan holgadas,
ni es a cagar tan hondo a lo que aspiro,
ni puedo competir con sus cagadas.

I
Yo he visto un tiempo extraño en el recuento
de cada madrugada. Puedo hablar
de que el día se nace con albadas
de misterio porque he visto su nombre
cuando se me ha forzado el apellido.
Lo he visto reflejarse en mi mentira
siempre que me ha insistido la ceguera
al pie del desengaño, pero también he visto
su luz indefinible. Poco importa, por eso,
la inconsistencia burda del espejismo. ¿Acaso,
en su morir de tenues cercanías, no cuaja
una presencia real, adscrita al horizonte?

 

II
Yo he rozado el crecer de los amaneceres,
y sé que tiene restos orgullosos de barro
y soledad. Con la delectación de un ciego,
he palpado la superficie áspera
que decide su afán y su cautela,
y he comprobado el tacto de sus llagas,
tacto de sed que dice poseer
la certeza inmediata de los siglos.
Pero, en su imprecisión, mis dedos han hollado
también su solidez; igual que el tibio y leve beso
de la luz, cuando el día se recoge, demuestra
la certeza del sol ardiendo en su distancia.

 

III
Yo he podido percibir, en su vértigo, el ritmo
menguante de los días. ¡Cuántas veces
he escuchado, infinitas, sus razones
en el tímpano sórdido del miedo
y de la angustia, el ruido desbocado
de oscuras torrenteras, o el rumor de la lluvia
golpeando la vida con su anhelo insistente!
Aunque también la tímida presencia del silencio
entre un sonido y otro, entre una y otra piedra.
Aquella voz exacta y maternal que decide
la cadencia del eco, dispuesta a eternizarse
por más que se lo impida la montaña.

 

IV
Yo he probado ese amargo territorio de siglos
de que hablan los escombros y la muerte
cuando recorro su hambre despiadada
con mi lengua. A menudo, demasiado a menudo,
he percibido el ácido hondón de su sabor
leñoso, su intención decidida y explícita
de eludir, al final, el desengaño;
y, aun con tal acritud, no he dejado jamás
de hallar en él también una impaciencia nueva.
Como el regusto -extrañamente dulce
y fugaz a la vez- de la sangre pronuncia
la prístina certeza de la vida.

 

V
Yo he conocido el envolvente aroma
del fuego y el delirio, y me he dejado amar,
y poseer a veces -como tantos-,
por su intención oscura. Inconfundible
ese rastro de olor a sal quemada
y a sótano si triunfa la rutina
sobre la noche célibe; ese olor injurioso
que cuajan la distancia y el olvido,
el miedo y la desidia. Y, sin embargo,
desde su misma angustia, me parece
sentir también la fresca redención de su anuncio.
¿O no puedes oler el mar en la distancia?

 

(De Pregón de trascendencias, 2001)

A mi madre, que dice haber perdido el pasado (22 de julio de 1995)

 

Me desperté a las seis, sobresaltado,
herido por la ciega caliza de las horas.
Como el silencio si le roza el sueño
tiene a veces aquel reflejo grave
y denso de la sangre contenida, supuse
que era así como habría de alzarse la mañana;
pero luego, el teléfono: tu voz,
tu soledad, diciendo haber perdido
con su mudez antigua las últimas glorietas
del pasado. Que acaso con su muerte,
incierta ya la sangre que te urgía a la espalda,
se disipaba en dudas,
todo ese pan de niebla y de cármenes grises
con que la vida avisa de sus imprecisiones.
Que uno se aferra al tiempo por el asa más débil
y luego se da cuenta de que el tiempo no espera;
de que, con su impaciencia, nos sobrepasa siempre.

No supe qué decirte; creí por un instante,
no poder compartir contigo esa voraz
desolación de ausencias que te infernaba el alma.
¿Cómo iba yo a entender tu orfandad y tu vértigo?
Luego hablé de los días, de su silencio añoso
cuando vienen urgentes; de que acaso
fuera verdad su insuficiencia estéril
en el rígido agosto de las horas.
Pero vino también, sigilente, el recuerdo:
algunas tardes viejas compartidas por ambos
como un rumor, que habían conseguido
dejar de ser pasado para hacerse palabra
en la memoria. Entonces, palpando con tibieza
la torpe concreción de su imposible,
reconocí su verdadera anchura:
esa emoción frutal que antecede al lenguaje.
Y así, voraz y grávida, terminó por hacérsenos
a ti y a mí la misma soledad
en ese ingente hueco seminal de los siglos;
la soledad encinta, en fin, y recordando
que, en su mudez exacta y en su estricto imposible,
esa mujer que hablaba del mar y de la noche
tras una inaprehensible gramática de olvidos
era de asombro y de silencio, y eso
la hacía estar detrás de todas las mañanas.

Incluso de ésta, que se había alzado
como un dulce escozor de muerte y de vigilia.

(De Pregón de trascendencias, 2001)

A Julieta, que me dice que es de noche, y lo es

 

Me dices que es de noche, aunque la luz
deletrea sus párrafos urgentes levantando
la mañana. Y es cierto que es de noche. No importa
que el día se estremezca, recentísimo
como el siglo, al frescor de la rutina.
Es de noche si cabe todo el amor, desnudo
de apariencias y libre de alharacas,
dentro de su misterio. Y cabe,
vaya si cabe. Al menos a nosotros
nos ha cabido siempre que lo hemos invocado,
incluso cuando el tiempo decidía la urgencia
volviendo cada vez a pronunciar su torva
dictadura de ruidos. A veces se nos hace
tanta noche detrás que hasta podemos
convencernos de haber llegado a ser
sus únicos e irrepetibles inquilinos
con sólo haber negado la solidez del día.

Sé que hay mañanas nuevas que revocan la noche
alzando madrugadas sobre el sueño,
y que allí nuevamente viene a enfriarse en lunes
el amor, como un ciego azar de pretensiones
a la deriva. El tiempo y sus dibujos
devuelven cada beso a su impostura
y hacen de la conciencia y del alma una prisa
amarga. Pero sé también que luego,
con plenitud morosa, sólo con invocar
su nombre en el ambón de los abrazos,
podemos regresar a ese impreciso
reconstruir la noche soñando sus ruinas
hasta verla otra vez caer al pronunciarse
la nueva madrugada. Y así con un continuo
saberse en la derrota, como una soledad
que fuera a hacerse amor en el ocaso
y soledad de nuevo al renacer el día.
Ahora sé que amar es sobre todo
no tan sólo vivir la noche hasta apurarla,
sino más bien hacer de cada nuevo instante
un camino torcaz hacia la noche,
escribir el amor con inconsciencias viejas,
derramarlo a la par que los días fundentes,
hacer de estos amagos y estas horas
un cielo peligroso en que ahormar la vida.

De hecho, no han pasado más años sobre ti
que los que te han llenado el alma de abundancia,
y aun mucho de ella acaso rebosando en la fiebre
intensa, desmedida, de la maternidad.

Dime si cabe más amor -ni más misterio-
a este lado del río que anuncia el paraíso.

(De Pregón de trascendencias, 2001)

Un empleado a su jefe, que Dios confunda

 

Que eres amo cerril, bledo y arlote
no lo duda ni el perro de la puerta.
Que no es tu inteligencia muy despierta
lo sabe hasta la sombra del capote.

Que eres tonto de baba, te diría,
si se me diera hablarte diez minutos;
te llamaría bruto entre los brutos
y no sé qué otras cosas más haría.

Me paso por el sur de lo sudado
esa “auctoritas” con olor a atrezo
y esa pose de “la pernada es mía”.

(Todo esto pienso. Y luego de pensado,
me digo que mejor callar, y rezo
para que no te dé por leer poesía)

La palabra dada (fragmento)

 

Aquí, parece darse una ventana
a la ternura. Aqui se abre una puerta
a un beso antiguo, y permanece abierta
incluso tras perderse la membrana
del labio en otro beso.

Poeta de tan hondo magisterio
que le dura el discípulo un suspiro.
Profesor vanidoso y autogiro
que troca la amistad en un sahumerio.
Escribidor tan torpe y tan paleto,
tan pobre de recursos y tan soso,
tan sin estro y de verbo tan casposo.

Miguel Argaya Roca, Valencia, 1960
Resumen
Miguel Argaya Roca, Valencia, 1960
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Miguel Argaya Roca, Valencia, 1960
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¡Maldito Conan, maestro de soberbias que decepcionan! ¡Maldito Nietzsche! Tú muerto, y yo girando como un derviche.
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