Reaparición poética de Roma

 

Dios, qué significa ese sudario silencioso
que ondula sobre el horizonte…
ese ventisquero de moho —rosa
de sangre aquí— desde las faldas de los montes
hasta las ciegas encrespaduras del mar…
aquella cabalgata de llamas sepultadas
en la niebla, que hace confundir el llano
que va de Vetralla a Circeo con un pantano
africano que exhala un anaranjado
mortal… Es velamen de bostezantes y sucias
brumas enroscadas en pálidas
venas, incendiadas líneas,
ganglios en llamas: allá donde los valles
del Apenino, entre diques de cielo,
desembocan en el Agro vaporoso
y en el mar: pero —casi arcas o espigas
en el mar, en el negro mar granuloso—
la Cerdeña o la Cataluña
ardiendo por siglos en un grandioso
incendio sobre el agua que las sueña
más que reflejarlas, resbalando,
parece que acabaron por lanzar toda
su madera aún ardiente, toda cándida
brasa de ciudad o cabaña devorada
por el fuego, hasta palidecer en estas landas
de nubes sobre el Lazio.
Pero ya todo es humo, y os asombraríais
si, dentro de los escombros del incendio,
oyéranse reclamos de frescos
niños desde los establos o magníficos
tañidos de campana retumbando de hacienda
en hacienda, por los abruptos atajos
desolados que se vislumbran desde la calle
Salaria —como suspendida en el cielo—
a lo largo de ese fuego melancólico
perdido en un gigantesco desmoronamiento.
Ahora su furia se desangra y palidece
infundiéndole mayores ansias al misterio
allá donde —bajo esas polvaredas
flameantes, casi un empíreo sudario—
empolla Roma sus barrios invisibles.

 

De La religión de mi tiempo

Abro a la mañana de un blanco lunes

 

Abro a la mañana de un blanco lunes
la ventana, y la calle indiferente
roba entre su luz y sus rumores
mi presencia infrecuente entre las hojas.
Este moverme… en días totalmente
fuera del tiempo que parecía consagrado
a mí, sin regresos ni paradas,
espacio lleno todo de mi estado,
casi prolongación de la existencia
mía, de mi calor, del cuerpo mío…
y se ha truncado… Estoy en otro tiempo,
un tiempo que dispone sus mañanas
en esta calle que yo miro, ignoto,
en esta gente fruto de otra historia.

 

 

Traducción de Delfina Muschietti

Al príncipe

 

Si regresa el sol, si cae la tarde,
si la noche tiene un sabor de noches futuras,
si una siesta de lluvia parece regresar
de tiempos demasiado amados y jamás poseídos del todo,
ya no encuentro felicidad ni en gozar ni en sufrir por ello:
ya no siento delante de mí toda la vida…
Para ser poetas, hay que tener mucho tiempo:
horas y horas de soledad son el único modo
para que se forme algo, que es fuerza, abandono,
vicio, libertad, para dar estilo al caos.
Yo, ahora, tengo poco tiempo: por culpa de la muerte
que se viene encima, en el ocaso de la juventud.
Pero por culpa también de este nuestro mundo humano
que quita el pan a los pobres, y a los poetas la paz.

 

Traducción de Delfina Muschietti

Carne y Cielo

 

Oh, amor materno,
doliente, por los oros
de cuerpos invadidos
del secreto de regazos.
Amados movimientos
inconscientes del perfume
impúdico que ríe
en los miembros inocentes.
Pesados fulgores
de cabellos… crueles
negligencias de miradas…
atenciones infieles…
Enervado por llantos
tan suaves vuelvo a casa
con las carnes ardientes
de espléndidas sonrisas.
Y enloquezco en el corazón
nocturno de un día de trabajo
después de mil otras noches
con este impuro ardor.

 

De El ruiseñor de la iglesia católica

Al muchacho Codignola

 

Querido muchacho, sí, claro, encontrémonos,
pero no esperes nada de este encuentro.
Si acaso, una nueva desilusión, un nuevo
vacío: de aquellos que hacen bien
a la dignidad narcisista, como un dolor.
A los cuarenta años yo estoy como a los diecisiete.
Frustrados, el de cuarenta y el de diecisiete
pueden, claro, encontrarse, balbuceando
ideas convergentes, sobre problemas
entre los que se abren dos décadas, toda una vida,
y que, sin embargo, aparentemente son los mismos.
Hasta que una palabra, salida de las gargantas inseguras,
aridecida de llanto y deseo de estar solos,
revela su irremediable diferencia.
Y, además, tendré que hacer de poeta
padre, y entonces me replegaré sobre la ironía,
que te incomodará: al ser el de cuarenta
más alegre y joven que el de diecisiete,
él, ya dueño de la vida.
Más allá de esta apariencia, de este aspecto,
no tengo nada que decirte.
Soy avaro, lo poco que poseo
me lo guardo apretado en el corazón diabólico.
Y los dos palmos de piel entre pómulo y mentón,
bajo la boca torcida a furia de sonrisas
de timidez, y los ojos que han perdido
su dulzura, como un higo agrio,
te parecerían el retrato
precisamente de esa madurez que te hace daño,
madurez no fraterna. ¿De qué puede servirte
un coetáneo, simplemente entristecido
en la delgadez que le devora la carne?
Cuanto ha dado ya lo ha dado, el resto
es árida piedad.

 

De Poesía en forma de rosa, 1964

Análisis tardío

 

Sé bien, sé bien que estoy en el fondo de la fosa;
que todo aquello que toco ya lo he tocado;
que soy prisionero de un interés indecente;
que cada convalecencia es una recaída;
que las aguas están estancadas y todo tiene sabor a viejo;
que también el humorismo forma parte del bloque inamovible;
que no hago otra cosa que reducir lo nuevo a lo antiguo;
que no intento todavía reconocer quién soy;
que he perdido hasta la antigua paciencia de orfebre;
que la vejez hace resaltar por impaciencia sólo las miserias;
que no saldré nunca de aquí por más que sonría;
que doy vueltas de un lado a otro por la tierra como una bestia enjaulada;
que de tantas cuerdas que tengo he terminado por tirar de una sola;
que me gusta embarrarme porque el barro es materia pobre y por lo tanto pura;
que adoro la luz sólo si no ofrece esperanza.

 

Traducción de Hugo Beccacece

Cercana a los ojos y a los cabellos sueltos

 

Cercana a los ojos y a los cabellos sueltos
sobre la frente, tú, pequeña luz,
absorta enrojeces mis papeles.
De adolescente ardía hasta el anochecer
junto a tu demacrada claridad, y eran extraños
los rumores del viento y el canto de los grillos solitarios.
Entonces en las estancias sin memoria
dormían los parientes, y mi hermano,
tras un delgado muro, estaba inmóvil.
Ahora tú, luz rojiza, no nos dices en dónde está
y, sin embargo, iluminas y suspira
el grillo en los campos desiertos;
mi madre se peina ante el espejo,
con un gesto tan antiguo como tu luz,
y piensa en aquel hijo ya sin vida.

Danza de Narciso

 

Estoy negro de amor,
ni ruiseñor ni muchacho,
todo entero como una flor
deseando sin deseo.

Me he levantado entre las violetas
mientras aclaraba
cantando un canto olvidado
en la noche serena.
Me dije: «¡Narciso!»,
y un espíritu
con mi rostro
oscurecía la hierba
al claro de sus rizos.

 

De «La mejor juventud» 1941-1953 (traducción de Delfina Muschietti)

Danza de Narciso II

 

Yo soy una violeta y un aliso,
lo oscuro y lo pálido en la carne.

Espío con mi ojo alegre
el aliso de mi pecho amargo
y de mis rizos que brillan negligentes
en el sol de la orilla.

Yo soy una violeta y un aliso,
el negro y el rosa en la carne.

Y miro la violeta que resplandece
grave y tierna en el claro
de mi cara de terciopelo
bajo la sombra de una morera.

Yo soy una violeta y un aliso,
lo seco y lo mórbido en la carne.

La violeta retuerce su luz
sobre los flancos duros del aliso,
y se reflejan en el humo azul
del agua de mi corazón avaro.

Yo soy una violeta y un aliso,
lo frío y lo tibio en la carne.

 

De «La mejor juventud» 1941-1953 (traducción de Delfina Muschietti)

David

 

Apoyado en el pozo, pobre joven,
vuelves hacia mí tu cabeza gentil,
con una risa grave en los ojos

Tú eres, David, como un toro en un día de abril,
que de la mano de un muchacho que ríe
va dulce a la muerte.

 

Traducción de Delfina Muschietti

Ladrones

 

Una vez regresado a tu madre
¿sentirás todavía
sobre los labios
los besos que te he dado como un ladrón?

¡Ah, ladrones los dos!
¿No estaba oscuro en el prado?
¿No robábamos a los chopos
la sombra en tu bolsa?

Los conejos se han quedado
sin hierba esta tarde,
y tus labios robados
besan la primera estrella…

 

De «La mejor juventud» 1941-1953 (traducción de Delfina Muschietti)

A algunos radicales

 

El espíritu, la dignidad mundana,
el arribismo inteligente, la elegancia,
el traje a la inglesa y el chiste francés,
el juicio tanto más duro cuanto más liberal,
la sustitución de la razón por la piedad,
la vida como apuesta para perder como señores,
os han impedido saber quiénes sois:
conciencias siervas de la norma y del capital.

A los críticos católicos

 

A menudo un poeta se acusa y se calumnia,
exagera, por amor, su propio desamor,
exagera, para castigarse, su propia ingenuidad,
es puritano y tierno, duro y alejandrino.
Es incluso demasiado agudo en los análisis de los signos
de las herencias, de las supervivencias:
tiene también un pudor excesivo en concederles
algo a la razón y a la esperanza.
Pues bien, ¡ay de él! ¡No hay un instante
de vacilación: basta con mencionarlo!

Pier Paolo Pasolini, Italia, 1922-1975

​Muerte

 

Vuelvo a ti, como vuelve
un emigrado a su país y lo redescubre:
he hecho fortuna (en el intelecto)
y soy feliz, tanto
como hace tiempo lo era, destituido por norma.
Una rabia negra de poesía en el pecho.
Una loca vejez de jovencito.
Antes tu alegría se confundía
con el terror, es verdad, y ahora
casi con otra alegría
lívida, árida: mi pasión decepcionada.
Ahora me das miedo de verdad,
porque estás de verdad cerca, incluida
en mi estado de rabia, de oscura
hambre, de ansia casi de criatura nueva.

 

De «La religione del mio tempo» 1961 (traducción de Delfina Muschietti)

El niñito muerto

 

Tarde luminosa, en el foso
brota el agua, una mujer encinta
camina por el campo.

Yo te recuerdo, Narciso, tienes
el color de la tarde
cuando las campanas
suenan a muerto.

 

De Poesie a Casarsa (1942)

Espiritual

 

Brillante es la hoz
en el musgo de la corte
en las faldas de mi madre de la corte
en los muslos del caballo de la corte
—¿recuerdo de mis ojos?

¡Hey, muchacho!
Los pantalones,
la camiseta,
las sandalias
las sandalias del Ángel

¡Hey, muchacho!
Los pantalones,
la camiseta,
las sandalias.

Treinta liras para el cine,
los ricos a la espera del momento,
la grappa para el sábado,
el domingo es día de Misa.

¡Señor!
Cine, grappa y Misa,
y mujeres de sábado,
todo mezclado con los pantalones,
la camiseta, la hoz
y los ricos esperando el momento

¡Hey, muchacho!
Mi hoz es para los ricos una luna
lejana a miles y miles de siglos.

¿Quién conoce el color de los ojos de un Ángel?
¿Quién llora por el color de la camisa de un aprendiz?
¡Hey, muchacho!

 

De Dov’è la mia patria (1946)

El idioma de los niños en la tarde

 

“Una grávida violeta viva delira hoy viernes…”
(No, calla, estamos en Casarsa: mira el caserío y los árboles
tiernos que tiemblan allá en la barranca). “Una violeta delira…”
(¿Qué escucho? Son las seis; un aliso se dobla
bajo el ventarrón de aire). “Una violeta vive sola…”
¿Una violeta es igual a mi muerte? Sentémonos en los terrones
del surco y pensemos. “Una violeta, ay, canta…”

Escucho esos gritos de ceniza debajo del plantío,
apretando contra el pecho vivaz mi vestimenta.

“Libre la violeta sonríe por todo el mundo…”
Llegó la hora para que recuerdes esos gritos que se amontonan
en el horizonte azul, con un rumor que me embriaga.

“El azul…” Palabra desnuda, solitaria en el silencio
del cielo. Estamos en Casarsa, son las seis, recuerdo…

 

De La meglio gioventú (1954)

Dies Irae

 

No, con mi honesto corazón no me alío.
Es muy puro, tiene el frío de la muerte,
y ustedes, que no explotaron su ardor
ingenuo, sus reclamos perentorios,
tienen la esperanza de que lo escuche
este ladrón de sí mismo que yo soy…

¡Ese día, vencido, escucharé mi llanto,
pero tendré en la mano el ciprés, no el olivo!
Ustedes saben, oh ángeles, que tienta
mi voz el bárbaro que estuvo
ante una tierra de albas y de gemas:
era la tierra que yo vi sobre Livenza,

sobre el Po, sobre Reno, cuando un hacha
de dos filos de oro pueril en la mano
agitaba dichoso sobre el padano
paisaje: allí, mi familia, indemne
verde tribu, vivía en lo creado.
Pero ESTABA ya mi condena en mí.

Y se desencadenará si los dulces hilos
de la alegría he perdido… Oh Dios, está
ya en mí mi fantasma, mi autómata,
que me suplantará en el viejo aroma
de mi cuarto, de mi tierra, y ay de mí,
del mundo, casi increado todavía,
por el que el muerto ya no se apasiona.

 

De «El ruiseñor de la Iglesia Católica» – 1958 (traducción de Jorge Aulicino)

El motivo de Charlot

 

Sobre las sábanas calientes, retorcidas
abandonado como un borracho o como
un crucifijo, muelle, recién quitado

de la cruz, es la ciega inacción
de un disgusto sin la pureza
que dá al pecado luz de expresión,

la renuncia del enfermo que acaricia
el viejo mal – que aquí me tiene:
y no es noche; ya es mañana, una brisa

cálida jadea en la habitación llena
de mí, de mi lecho blanco y fogoso;
y, fuera, deslumbra, ya alta, la serena

jornada estival. Que todo sea pecado
sensual, bajeza y éxtasis de carne
resonando por el olvidado

barrio – es una pobre radio la que da
nueva certeza, con loca nostalgia.
Esparce alrededor con vehemencia cálidas y descarnadas

músicas de baile; y alegría
popular aflige el arrabal,
tan vivo, reciente; la abrasada vía

festejante de muchachos y perros, la colada
de harapos en la que ondea la miseria…
Ah, dichosa la vida ajena, ¡dichosa

la humilde culpa de sus deseos!

 

 

De «Las cenizas de Gramsci» – 1957

Manifestar (apuntes)

 

Manifestar significar con palabras no se podría
pero con aullidos sí
y también con pancartas, o canciones;

Vinieron para rehacer el mundo
y, manifestando, se declararon a la altura
La fuerza está en la virilidad, como en otros tiempos
Pero la amabilidad se ha perdido.

Cualquier cosa que se manifieste
lo único que se manifiesta es la fuerza
aunque sólo sea la fuerza de los destinados a la derrota.

Todo lo que no se puede significar con palabras
no es más que pura y simple fuerza-
¡Pero cuánta inocencia en no saber esto!
¡Qué jóvenes hay que ser para creerlo!

Ya se que la libertad es incompatible con el hombre
y el hombre, en realidad, no la quiere, intuyendo que no es para él,
¡cuántas obligaciones me he inventado envejeciendo
para no ser libre!
De acuerdo, pero los más ingenuos, los más inexpertos, los más simples,
los más jóvenes, aún se inventan más obligaciones de éstas,
es más, al venir al mundo lo primero que hacen es adaptarse a ello;
triunfalmente;
haciendo creer a sí mismos y a los demás
que se trata de obligaciones necesarias a una nueva libertad.
La realidad es que un muchacho venido aquí de la nada, y totalmente nuevo,
se las ingenia enseguida para defenderse de la verdadera libertad
Es, sobre todo, un muchacho que conoce y acepta los deberes;
y manifiesta la fuerza de su aceptación,
maravillosa adulación del mundo.
.
La gracia renace siempre a través de la obediencia
y puede que, puede que…
¡Obedecer a los deberes de la revolución! ¡Manifestando!

Por densa que sea la trama de los deberes de un anciano
algo en ella se ha desgarrado
y yo, en efecto, vislumbro la intolerable faz de la libertad;
no teniendo ya ni gracia ni fuerza,
intenté entonces defenderme sonriendo, como precisamente
los viejos, que se las saben todas –
Pero la libertad es más fuerte: aunque sea por un rato
quiere ser vivida –

Es un valor que destruye cualquier otro valor
pues todo valor no es más que una defensa
erigida contra ella;

y los valores, precisamente, son sentidos sobre todo por los simples;
por los jóvenes
(sólo en ellos, precisamente, la obediencia es gracia);

Es en ellos en quienes los Jefes cuentan para seguir adelante,
con sus limpias, inocentes filas –
Sencillez y juventud, formas de la naturaleza,
en vosotras la libertad es renegada

a través de una serie infinita de deberes,
limpios, inocentes deberes, a los que, manifestando
se grita con aire amenazador obediencia
que los sencillos y los jóvenes son fuertes
y aún no saben que no pueden tolerar la libertad.

 

19 de abril de 1970

De«Abril, dulce dormir» (traducción de Jorge Aulicino)

Versos sutiles como rayas de lluvia

 

Hay que condenar
severamente a quien
crea en los buenos sentimientos
y en la inocencia.

Hay que condenar
igual de severamente a quien
ame al subproletariado
carente de conciencia de clase.

Hay que condenar
con la máxima severidad
a quien escuche en sí mismo y exprese
los sentimientos oscuros y escandalosos.

Estas palabras de condena
han empezado a resonar
en el corazón de los Años Cincuenta
y han continuado hasta hoy.

Mientras tanto la inocencia,
que efectivamente existía,
ha empezado a perderse
en corrupciones, abjuraciones y neurosis.

Mientras tanto el subproletariado
que efectivamente existía,
ha acabado por convertirse
en una reserva de la pequeña burguesía.

Mientras tanto los sentimientos
que eran por su naturaleza oscuros
han sido atropellados
en la añoranza de las ocasiones perdidas.

Naturalmente, quien condenaba
no se dio cuenta de todo eso:
él continúa riéndose de la inocencia,
desinteresándose del subproletariado

y declarando los sentimientos reaccionarios.
Continúa yendo de casa
a la oficina de la oficina a casa,
o si no enseñando literatura:

es feliz por el progresismo
que le hace parecer sagrado
el deber enseñar a los domésticos
el alfabeto de las escuelas burguesas.

Es feliz por el laicismo
por lo que es más que natural
que los pobres tengan casa
coche y todo lo demás.

Es feliz por la racionalidad
que le hace practicar un antifascismo
gratificante y elegido,
y sobre todo muy popular.

Que todo esto sea banal
ni siquiera se le pasa por la cabeza:
en efecto, que sea así o que no sea así,
él nada se mete en el bolsillo.

Habla, aquí, un mísero e impotente Sócrates
que sabe pensar y no filosofar.
el cual tiene sin embargo el orgullo
no sólo de ser un entendido

(el más expuesto y descuidado)
en los cambios históricos, sino también
de estar directamente
y desesperadamente interesado en ellos.

Pier Paolo Pasolini, Italia, 1922-1975

Cercana a los ojos y a los cabellos sueltos…

 

Cercana a los ojos y a los cabellos sueltos
sobre la frente, tú, pequeña luz,
absorta enrojeces mis papeles.
De adolescente ardía hasta el anochecer
junto a tu demacrada claridad, y eran extraños
los rumores del viento y el canto de los grillos solitarios.
Entonces en las estancias sin memoria
dormían los parientes, y mi hermano,
tras un delgado muro, estaba inmóvil.
Ahora tú, luz rojiza, no nos dices en dónde está
y, sin embargo, iluminas y suspira
el grillo en los campos desiertos;
mi madre se peina ante el espejo,
con un gesto tan antiguo como tu luz,
y piensa en aquel hijo ya sin vida.

Como una brisa ligera

 

Tú que te abotonas
la ropa tras las violetas
¡vuelto ángel! Devuelve
mi corazón a su destino.

Pero es un destino con el claro
de tus ojos… y tú, de pie,
perdido en la tarde
que muere sin mí.

Sí, tendrás una noche
de aldeanito inocente,
con mi amor que te besa
cono una brisa ligera.

​¡Oh, yo jovencito!

 

Yo quería ser mi madre
que me amaba, pero
no quería amarme a mí mismo.
Y entonces fingía ser
un joven pobre.

No podía convencerme
de que también en un burgués
hubiera algo para amar
aquello que amaba mi madre
en mí, puro y despreciado.

Nada ha cambiado:
me veo todavía pobre
y joven; y amo sólo a aquellos
como yo. Los burgueses
tienen un cuerpo maldito.

Poesía mundana

 

Trabajo todo el día como un monje
y por la noche doy vueltas, como un gato viejo
en busca de amor… Voy a proponer
a la Curia que me hagan santo.
Al engaño, de hecho, respondo
con la mansedumbre. Como miran las imágenes
miro yo a los adictos al linchamiento.
Con el sereno valor de un científico
me observo a mí mismo masacrado. Parece, a veces,
que odio y, sin embargo, escribo
versos llenos de amor preciso.
Estudio la perfidia como un fenómeno
fatal, como si careciera de objeto.
Tengo piedad de los jóvenes fascistas
y para los viejos no dispongo
de otra cosa que la violencia de la razón.
Pasivo como un pájaro que, volando,
Todo lo ve y en su corazón se lleva
al cielo la conciencia
que no perdona.

 

21 de junio de 1962

Cercana a los ojos

 

Cercana a los ojos y los cabellos sueltos
sobre la frente, tú, pequeña luz,
dispersa, enrojeces mi cuaderno.
De adolescente, en tu pálida llamarada,
ardía hasta la noche, y era extraño
escuchar al viento y a los grillos solitarios.
Entonces, en la olvidada habitación
dormían mis padres, y mi hermano,
inmóvil, descansaba tras un muro delgado.
¿Dónde está ahora, luz roja?
No hablas, sin embargo iluminas; y suspira
el grillo en el silencio de los campos.
Y mi madre se peina al espejo
de una manera antigua como tu luz,
pensando en su hijo ya sin vida.

 

De: «El diario», (1945-47) – 1954 (traducción de: F.E. León)

El llanto de la excavadora

 

I

Sólo el amar, sólo el conocer
es lo que cuenta; no el haber amado,
no el haber conocido. Angustia

el vivir de un consumido
amor. Deja de crecer el alma.
Aquí, en el calor encantado
de la noche —qué riada acá en lo bajo
entre las curvas del río y las adormecidas
visiones de la ciudad bañada de luz,

resonante aún de mil vidas,
desamor, misterio y miseria
de los sentidos— me resultan enemigas

las formas del mundo que aún ayer
eran mi razón para existir.
Aburrido, cansado, vuelvo a casa por negras

plazas de mercados, tristes calles
aledañas al puerto fluvial,
entre barracas y bodegones,

por los últimos prados. El silencio
allí es mortal: pero abajo, en la avenida Marconi,
en la estación de Trastévere, la tarde

es dulce todavía. Los jóvenes
regresan a sus colonias, a sus arrabales
en ligeras motonetas, vestidos de overol

mas impulsados por un festivo anhelo,
cargando atrás a los amigos,
risueños, sucios. Los últimos parroquianos

charlan de pie, desgañitándose
todas las noches, aquí y allá, en las mesitas
de los lucientes locales semivacíos.

Maravillosa y mísera ciudad
que me enseñaste eso que los hombres
alegres y feroces aprenden desde niños,

las pequeñas cosas que se descubre
la grandeza de la vida en paz, cómo
andar duros y preparados en el gentío

de las calles, cómo dirigirse a otro hombre
sin temblar, sin avergonzarse
de mirar el dinero que cuenta

con perezosos dedos el mensajero
que suda frente a las fachadas que huyen
en un color eterno de verano;

a defenderme, a ofender, a tener
el mundo delante de los ojos y no
sólo en el corazón; a comprender

que pocos conocen las pasiones
por las cuales yo he vivido:
que no me son fraternos y, sin embargo,

son hermanos justamente por tener
pasiones de hombres
que, alegres, inconscientes, enteros,

viven de experiencias
ajenas a las mías. Maravillosa y mísera
ciudad, que me hiciste experimentar

en la experiencia de esa vida
ignota: hasta que descubrí
lo que era el mundo para cada uno.

Una luna moribunda, en el silencio
que de ella vive, palidece entre violentos
ardores, miserablemente en la tierra

cambia de vida en grandes avenidas y viejas
callejuelas que sin dar luz deslumbran
y, como en todo el mundo, se reflejan

en una escasa y alta nubarrada.
Es la noche más hermosa del verano.
Trastévere, con un olor a paja

de viejos establos, de hosterías
desiertas, sigue despierto.
Las esquinas obscuras, las paredes plácidas

susurran encantados rumores.
Hombres y muchachos regresan a sus casas
—bajo festones de luz recién nacida—

rumbo a sus callejones enlodados
de obscuridad e inmundicia, con ese paso blando
que tanto me invadía el alma

cuando de verdad yo amaba, cuando
de verdad quería comprender.
Y, como entonces, desaparecen cantando.

 

II

Pobre como un gato del Coliseo
yo vivía en un barrio todo cal
y polvareda, lejos de la ciudad

y del campo, hacinado día tras día
en un autobús acezante:
y cada ida, cada regreso

era un calvario de sudor y de ansias.
Largas caminatas en la calle caliente calígine,
largos crepúsculos frente a papeles

amontonados en la mesa, entre calles lodosas,
tapiales, casuchas empapadas de cal,
destartaladas, con cortinas por puerta…

Pasaban el aceitunero y el ropavejero
que venían de alguna otra barriada,
con su polvorienta mercancía semejante

a fruto de robo y con el aire cruel
de jóvenes envejecidos entre los vicios
de quien tiene una madre dura y hambreada.

Renovado por el mundo nuevo,
libre —una llama, un hálito
que no puedo expresar, en la realidad

que humilde y sucia, confusa e inmensa,
hormigueaba en la periferia meridional,
inculcaba un sentido de serena piedad.

Un alma en mí, que no era sólo mía,
un alma pequeña en ese mundo ilimitado,
crecía alimentada por la alegría

de quien amaba, aunque no era amado.
Y todo se iluminaba con este amor.
Tal vez siendo aún muchacho, heroicamente,

y sin embargo madurado por la experiencia
que nacía a los pies de la historia.
Estaba en el centro del mundo, en ese mundo

de arrabales tristes, beduinos,
de amarillas praderas desgastadas
por un viento constante y sin paz,

viniera del caliente mar de Fiumicino
o de los campos, donde se perdía
la ciudad entre tugurios; en ese mundo

que solamente podía dominar,
cuadrado espectro amarillento
en la amarillenta bruma,

agujereado por mil hileras iguales
de ventanas enrejadas, la Penitenciaría
entre campos viejos y caseríos adormecidos.

La brisa arrastraba ciegamente
papeles y polvo en todas partes,
las pobres voces sin eco

de las mujercitas que llegaron de los montes
Sabinos, al Adriático y que acamparon
aquí, ahora ya con chusmas

de escuálidos y duros muchachillos,
llorones en sus camisetas desgarradas,
en sus grises y quemados calzoncitos;

los soles africanos, las lluvias violentas
que convertían las calles en torrentes
de fango, los autobuses en la terminal,

anclados en su esquina,
entre una última franja de hierba blanca
y algún ácido, ardiente basurero…

era el centro del mundo, como estaba
en el centro de la historia mi amor
por él: y en esta

madurez que aún era amor
por ser aún naciente, todo estaba
ya por aclararse —¡era

claro! Aquella barriada desnuda al viento,
no romana, ni meridional
ni obrera, era la vida

en su luz más actual:
vida y luz de la vida, plena
en el caos aún no proletario,

como lo quiere el burdo periódico
de la célula, la última
edición en rotograbado: hueso

de la existencia cotidiana,
pura, por estar tan demasiado
próxima, absoluta por ser

tan excesiva y miserablemente humana.

 

III

Y vuelvo a casa, rico de esos años,
tan nuevos, que jamás hubiera pensado
en considerarlos viejos en un alma

tan lejana de ellos como todo pasado.
Subo por las alamedas del Gianícolo, me detengo
en una encrucijada liberty, en una gran arboleda,

en un muñón de muralla —donde acaba
la ciudad y la ondulada llanura
se encamina hacia el mar. Y me renace

en el alma —inerte y obscura
como la noche abandonada al perfume—
una simiente ya demasiado madura

para dar aún fruto en el cúmulo
de una vida cansada y acerba…
He allí Villa Panphili, y en la luz

que tranquila reverbera
sobre los nuevos muros, la calle donde vivo.
Cerca de mi casa, sobre una hierba

reducida a una obscura baba,
un rastro sobre los abismos recientemente
excavados en la toba —extenuada toda rabia

destructiva—, trepa contra ralos edificios
y pedazos de cielo, inanimada,
una excavadora…

¿Qué pena me invade frente a estos instrumentos
supinos, emplazados aquí y allá, en el fango,
frente a este trapo rojo

colgado de un caballete, en el rincón
donde la noche parece más triste?
¿Por qué en esta apagada tinta de sangre

mi conciencia tan ciegamente se resiste,
se esconde, casi por un obsesivo
remordimiento que totalmente la contrista?

¿Por qué llevo dentro de mí el mismo sentimiento
de jornadas para siempre incumplidas,
idéntico al del muerto firmamento
donde esta excavadora palidece?

Me desnudo en uno de los mil cuartos
donde se duerme en la calle Fonteiana.
En todo puedes escarbar, tiempo: esperanzas,

pasiones. Mas no en estas formas
puras de la vida… Se reduce
a ellas el hombre cuando se colman

la experiencia y la confianza
en el mundo… ¡Ah, días de Rebibbia,
que yo creí perdidos en una luz

menesterosa y que ahora sé tan libres!

Con el corazón, entonces, por difíciles
asuntos que le habían extraviado
el curso hacia un destino humano,

ganando en ardor la claridad
negada, y en ingenuidad
el negado equilibrio —a la claridad,

al equilibrio también llegaba,
en esos días, la mente. Y el ciego
pesar, signo de toda mi lucha

con el mundo, era rechazado por
adultas aunque inexpertas ideologías…
El mundo se volvía un tema

no ya de misterio, sino de historia.
Se multiplicaba por mil la alegría
de conocerlo —como

cada hombre, humildemente, conoce.
Marx o Gobetti, Gramsci o Croce
estaban vivos en las vivas experiencias.

Cambió la materia de un decenio de obscura
vocación; lo gasté en dilucidar
lo que me parecía ser la ideal figura

en una ideal generación;
en cada página, en cada línea
que escribí en el exilio de Rebibbia

estaba aquel fervor, aquella presunción,
aquella gratitud. Nuevo
en mi nueva condición

de viejo trabajo y vieja miseria,
los pocos amigos que venían
a casa en las mañanas o en las noches

olvidadas en la Penitenciaría,
me vieron dentro de una luz viva:
apacible y violento revolucionario

en el corazón y en la lengua. Un hombre florecía.

 

IV

Me aprieta contra su vieja zalea
perfumada de bosque y me posa
en la boca su hocico con colmillos

de berraco, oh errante oso con aliento
de rosa: a mi alrededor el cuarto
es un calvero; la colcha, corroída

por los últimos sudores juveniles, danza
como un velamen de pólenes… Es cierto,
camino por una calle que avanza

entre primeros prados primaverales, diluidos
en una luz de paraíso…
Transportado por la ola de los pasos

eso que dejo a mis espaldas, leve y mísero,
no es la periferia de Roma: “¡Viva
México!” grabaron y pintaron con cal

en escombros de templos, en tapias y rincones
decrépitos, livianos como huesos en confines
de un ardiente cielo sin escalofríos.

Hela allí, por encima de una colina,
entre las ondulaciones de una vieja cadena
apenínica, mezclada con las nubes,

la ciudad semivacía, aunque aún es hora
mañanera, y las mujeres van
de compras —o la del crepúsculo que sobredora

a los niños que corren con las madres
afuera de los patios de la escuela.
Un gran silencio invade las calles:

los enlosados se pierden, un poco inconexos,
viejos como el tiempo, grises como el tiempo
y dos largas hileras de piedra

corren a lo largo de las calles lúcidas y tiernas
Alguien se mueve en ese silencio:
alguna vieja, algún muchachito

perdido en sus juegos, donde
los portales de un dulce siglo dieciséis
se abren serenos, o un pocito

con bestezuelas taraceadas en sus bordes
se posa sobre la pobre hierba
de un rincón o esquina olvidados.

En la cima del cerro se abre la yerma
plaza del ayuntamiento, y entre casa
y casa, más allá de una tapia y el verde

de un enorme castaño, se mira
el espacio del valle: pero no el valle.
Un espacio tembloroso, celeste,

casi cerúleo… Pero el Corso prosigue
aún más allá de la placita familiar
suspendida en el cielo de los Apeninos:

se adentra entre casas más severas, baja
un poco a media cuesta: y más abajo
—cuando las casitas barrocas escasean—

allí aparece el valle —y el desierto.
Sólo unos pasos más
hacia el recodo, donde la calle

desemboca en desnudos campos inclinados
y sinuosos. A la izquierda, contra el pendío,
como si el templo se hubiera desplomado,

se alza un ábside lleno de frescos
azules, rojos, rico de espirales
sobre las canceladas cicatrices

de la caída en la que sólo ella,
la concha inmensa, quedó y sigue
abriéndose frente al cielo.

Es allí, más allá del valle, del desierto,
que empieza a soplar un aire leve, desesperado,
que incendia la piel con dulzura…

Es como esos olores que —desde los campos
recién mojados o desde las orillas de un río—
soplan sobre la ciudad en los primeros

días de buen tiempo: y tú
no los reconoces, pero casi
enloquecido de pena intentas comprender

si son los de un fuego encendido sobre la escarcha
o de uvas y nísperos perdidos
en algún granero entibiado

por el sol de la prodigiosa mañana.
Yo grito de alegría, tan herido
en lo hondo de los pulmones por ese aire

que como una tibieza o una luz
respiro mirando el ancho valle

 

V

Basta un poco de paz para revelar,
dentro del corazón, la angustia,
límpida como el fondo del mar

en un día de sol. En eso reconoces,
sin sentirlo, el mal allí
en tu lecho, pecho, muslos

y pies abandonados, como
un crucifijo —o como Noé
borracho, durmiendo, ingenuamente ignaro

de la alegría de sus hijos
—los fuertes, los puros— divirtiéndose con él…
El día ya está sobre de ti,

en el cuarto, como un león dormido.

¿Por qué calles el corazón
se encuentra pleno, perfecto hasta en esta
mescolanza de beatitud y dolor?

Un poco de paz… Y en ti vuelve a despertarse
la guerra, Dios. Tan pronto
se distienden las pasiones, tan pronto se cierra

la fresca herida y te pones a gastar
el alma, que parecía totalmente gastada,
en acciones de sueño que no dejan

nada… No obstante, encendido
por la esperanza —para qué, viejo león
apestoso de vodka, Kruschov,

impreca al mundo por su ofendida Rusia—
pero de pronto te das cuenta de que sueñas.
En el feliz agosto de paz

parecen incendiarse todas tus pasiones,
todo tormento interior,
toda tu ingenua vergüenza

de no estar —sentimentalmente—
en el punto donde el mundo se renueva.
Al contrario, ese nuevo soplo de viento

vuelve a echarte atrás, donde
todo viento cae: y allí, tumor
que se recrea, hallas de nuevo

el antiguo crisol de amor,
el sentimiento, el espanto, la alegría.
Y justamente en ese sopor

está la luz… En esa inconsciencia
de infante, de animal o ingenuo libertino,
está la pureza… los más heroicos

furores en esa fuga; el más divino
sentimiento en ese vil acto humano
consumado en el sueño matutino.

 

VI

En el calor abandonado
del sol de la mañana —que arde
de nuevo, rasando talleres y enjarres

recalentados —desesperadas
vibraciones raspan el silencio
con acendrado sabor a vino generoso,

a plazoletas vacías, a inocencia.
Al filo de las siete, esa vibración
crece con el sol. Indigente presencia

de una docena de ancianos obreros
con los harapos y las playeras ardidos
por el sudor, cuyas extrañas voces,

en la lucha contra los dispersos
bloques de lodo y desplomes de tierra,
parecen deshacerse en ese temblor.

Pero entre las detonaciones tercas de la
excavadora —que ciega parece, ciega
resquebraja, ciega aferra

como si careciera de meta—
surge un alarido improviso,
humano, que a trechos se repite

tan enloquecido de dolor, que deja
de ser humano y vuelve a transformarse
en estruendo muerto. Luego, despacio,

renace en la luz violenta,
entre los edificios cegados, nuevo, igual,
alarido que sólo un moribundo

puede lanzar en el último instante,
bajo este sol cruel que aún resplandece
aliviado por un poco de brisa del mar…

Está gritando, acongojada
por meses y años de matutinos
sudores —acompañada

por la turba de sus picapedreros—
la vieja excavadora: pero junto al fresco
desmonte revuelto, o en el confín breve

del horizonte tan siglo veinte
se halla la barriada… Es la ciudad.
sumergida en una claridad de fiesta,

es el mundo. Llora lo que tiene
fin y recomienza. Lo que era
bosque, campo abierto y se torna

patio blanco como la cera,
cerrado en un decoro que es rencor;
que lo que casi era una vieja feria

de frescos revoques torcidos al sol,
es ahora una colonia hormigueante
en un orden de aturdido dolor.

Llora por eso que ella cambia, aun
para mejorar. La luz
del futuro no deja de herirnos

un solo instante: aquí está, quema
todos nuestros actos cotidianos,
angustia incluso la confianza

que nos da vida, en el ímpetu gobettiano
a favor de estos obreros que, en el barrio
del otro frente humano, levantan, mudos,

su rojo trapo de esperanza.

 

De «Las cenizas de Gramsci» – 1957

Pier Paolo Pasolini, Italia, 1922-1975
Resumen
Pier Paolo Pasolini, Italia, 1922-1975
Título del artículo
Pier Paolo Pasolini, Italia, 1922-1975
Descripción
Reaparición poética de Roma Dios, qué significa ese sudario silencioso que ondula sobre el horizonte… ese ventisquero de moho —rosa de sangre aquí— desde las faldas de los montes
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Ersilias
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