A Doña Inés de Ulloa

 

Blanca flor de los claustros, irrisorio
capricho de don Juan, me abraso en gana
de platicar contigo, bella hermana,
en la paz del oscuro locutorio.

Mi cabeza en tus senos, el mortuorio
recuerdo evocarás de noche arcana
en que oíste la voz de la campana,
en brazos del sacrílego tenorio.

De tus monjiles hábitos, contritos
absolución demandan mis delitos;
dales la luz de tu inviolada toca

a las tinieblas de mi noche oscura
y haz llover en mi erótica locura
los besos conventuales de tu boca.

Idolatría

 

La vida mágica se vive entera
en la mano viril que gesticula
al evocar el seno o la cadera,
como la mano de la Trinidad
teológicamente se atribula
si el Mundo parvo, que en tres dedos toma,
se le escapa cual un globo de goma.

Idolatremos todo padecer,
gozando en la mirífica mujer.

Idolatría
de la expansiva y rútila garganta,
esponjado liceo
en que una curva eterna se suplanta
y en que se instruye el ruiseñor de Alfeo.

Idolatría
de los dos pies lunares y solares
que lunáticos fingen el creciente
en la mezquita azul de los Omares,
y cuando van de oro son un baño
para la Tierra, y son preclaramente
los dos solsticios de un único año.

Idolatría
de la grácil rodilla que soporta,
a través de los siglos de los siglos,
nuestra cabeza en la jornada corta.

Idolatría
de las arcas, que son
y fueron y serán horcas caudinas
bajo las cuales rinde el corazón
su diadema de idólatras espinas.

Idolatría
de los bustos eróticos y místicos
y los netos perfiles cabalísticos.

Idolatría
de la bizarra y música cintura,
guirnalda que en abril se transfigura,
que sirve de medida
a los más filarmónicos afanes,
y que asedian los raucos gavilanes
de nuestra juventud embravecida.

Idolatría
del peso femenino, cesta ufana
que levantamos entre los rosales
por encima de la primera cena,
en la columna de nuestros felices
brazos sacramentales.

Que siempre nuestra noche y nuestro día
clamen: ¡Idolatría! ¡Idolatría!

Introito

Para el libro de Enrique Fernández Ledesma

 

Éramos aturdidos mozalbetes:
blanco listón al codo, ayes agónicos,
rimas atolondradas y juguetes.

Sin la virtud frenética de Orfeo,
fiados en la campánula y el cirio,
fuimos a embelesar las alimañas
cual neófitos que buscan el martirio.

En la misma espesura se extraviaba
la primeriza luz de nuestra frente,
y ante la misma fiera, reacia y sorda,
cesaba nuestro cántico inocente.

De aquella planta que regamos juntos
eran cofrades la senil vihuela,
los pupitres manchados de la escuela,
la bíblica muchacha que adoraste,
los días uniformes, el contraste
de un volumen de Bécquer y Fabiola,
la soprano indeleble que aún nos mima
con el ahínco de su voz pretérita,
y el prístino lucero que te indujo
al apurado trance de la rima.

¿Qué hicimos, camarada, del tanteo
feliz y de los ripios venturosos,
y de aquel entusiasta deletreo?

Hoy la armonía adulta va de viaje
a reclamar a una centuria prófuga
el vellón de su casto aprendizaje.

Mi maquinal dolencia es una caja
de música falible que en lo gris
de un tácito aposento se desgaja.

Y el alma, cera ayer, se petrifica
como los rosetones coloniales
de una iglesia con lama, que complica
su fachada borrosa con el humo
inveterado de los temporales.

Jerezanas

A María Enriqueta

 

Jerezanas, paisanas,
institutrices de mi corazón,
buenas mujeres y buenas cristianas…

Os retrató la señora que dijo:
«Cuando busque mi hijo
a su media naranja,
lo mandaré vendado hasta Jerez».
Porque jugando a la gallina ciega
con vosotras, el jugador
atrapa una alma linda y una púdica tez.

Jerezanas,
os debo mis virtudes católicas y humanas,
porque en el otro siglo, en vuestro hogar,
en los ceremoniosos estrados me eduqué,
velándome de amor, como las frentes
se velaban debajo del tupé.

Acababan de irse
la polisión y la crinolina,
pero alcancé las caudalosas colas
que alargan el imán del ave femenina
de las cinturas hasta las consolas.

Así se reveló, por las colas profusas,
mi cordial abundancia,
y también por los moños enormes que en mi infancia
trocaban a las plantas bizantinas
en rodel de palomas capuchinas.

Jerezanas,
genio y figura
del tiempo en que los ávidos pimpollos
teníamos, de pie,
la misma clementísima estatura
que tenía, sentada, nuestra Fe.

Jerezanas,
traslúcidas y beatas dentaduras
en que se filtra el sol, creando en cada boca
las atmósferas claroscuras
en que el Cielo y la Tierra se dan cita
y en que es visitada Bernardita.

Jerezanas,
de quien aprendí a ser generoso,
mirando que la mano anacoreta
era la propia que en la feria anual
aplaudía en el coso
y apostaba columnas de metal
en el escándalo de la ruleta.

Jerezanas,
grito y mueca de azoro
a las tres de la tarde, por el humor del toro
que en la sala se cuela babeando, y está
como un inofensivo calavera
ante la señorita tumbada en el sofá.

Jerezanas,
panes benditos,
por vosotras, el Miércoles de Ceniza, simula
el pueblo una gran frente llena de Jesusitos.

Jerezanas,
abísmase mi ser
en las aguas de la misericordia
al evocar la máquina de coser
que al impulso de vuestra zapatilla,
sobre mi vocación y vuestros linos
enhebraba una bastilla.
Dios quiera que esté salvada
la máquina de acústicos galopes,
por la cual fue mi ayer melódica jornada
y un sobresalto mi vida
ante los pulcros dedos hacendosos
resbalando a la aguja empedernida.

Jerezanas,
he visto el menoscabo
de los bucles que alabo,
de los undosos bucles
que enjugaron sin mofa mis pucheros,
de los bucles rielantes,
cabrilleo lunar, blanco de la llovizna
y trono de los lápices caseros;
he visto revolar la última brizna
de vuestras gracias proverbiales;
he visto deformada vuestra hermosura
por todas las dolencias y por todos los males;
he visto el manicomio en que murmura
vuestra cabeza rota sus delirios;
he visto que os ganáis
el pan con las agujas a la luz del quinqué;
he sido el centinela de vuestros cuatro cirios;
pero ninguna chanza del presente
logra desprestigiaros, porque sois el tupé,
los moños capuchinos y la gruta de Lourdes
de la boca indulgente.

*

Jerezanas,
colibríes de tápalo y quitasol,
que vagabundas en la gloria matutina
paraban junto a mis rejas,
por espiar la joyante canción de mi madrina
rememorando a Serafín Bemol:
«Si soy la causa de lo que escucho,
amigo mío, lo siento mucho…»

Jerezanas,
a cuyos rostros que nimbaba el denso
vapor estimulante de la sopa,
el comensal airado y desairado
disparaba el suspiro a quemarropa.

Jerezanas,
que al cumplir con la ley
de la anual comunión, miráis a la primera
golondrina de marzo en la Casa del Rey
de los Reyes; la párvula golondrina que entró
a enseñarnos su pecho de mamey.

Jerezanas,
cuyo heroico destino
desemboca en la iglesia y lucha con el vino,
vistiendo santos
o desvistiendo ebrios, con la misma
caridad de los cantos
que os hinchan las arterias en el cuello.

Jerezanas,
briosas cual el galope que me llenó de espantos
al veros devorar la llanura y el río
sobre el raudo señorío
del albardón de las abuelas;
erguidas como la araucaria,
y débiles como el futuro
de un huevecillo de canaria.

Jerezanas,
cuando el sol vespertino amorate
vuestros vidrios, y os heléis
en el diario silencio del inútil combate,
tomad las flechas de mi vida
como hilas del pañuelo de un hermano
para curar vuestra herida
según la vieja usanza,
y para abrigar el nido
del pájaro consentido.

Jerezanas,
yo aspiro a ser el casto reyezuelo
de los días en que os sentí
probadas por el Cielo

Marchitas, locas o muertas,
sois las ondas del manantial
que ondula arriba de lo temporal,
y en el eterno friso de mi alma
cada paisana mía se eslabona
como la letra de la Virgen:
encima de una nube y con una corona.

A la traición de una hermosa

 

Tú que prendiste ayer los aurorales
fulgores del amor en mi ventana;
tú, bella infiel, adoración lejana,
madona de eucologios y misales;

tú, que ostentas reflejos siderales
en el pecho enjoyado, grave hermana,
y en tus ojos, con lumbre sobrehumana,
brillan las tres virtudes teologales:

no pienses que tal vez te guardo encono
por tus nupcias de hoy. Que te bendiga
mi señor Jesucristo. Yo perdono

tu flaqueza, y esclavo de tu hechizo,
de tu primer hijuelo, dulce amiga,
celebraré en mis versos el bautizo.

La Ascensión y la Asunción

 

Vive conmigo no sé qué mujer
invisible y perfecta, que me encumbra
en cada anochecer y amanecer.

Sobre caricaturas y parodias,
enlazado mi cuerpo con el suyo,
suben al cielo como dos custodias…

Dogma recíproco del corazón:
¡ser, por virtud ajena y virtud propia,
a un tiempo la Ascención y la Asunción!

Su corazón de niebla y teología,
abrochado a mi rojo corazón,
traslada, en una música estelar,
el Sacramento de la Eucaristía.

Vuela de incógnito el fantasma de yeso,
y cuando salimos del fin de la atmósfera
me da medio perfil para su diálogo
y un cuarto de perfil para su beso…

Dios, que me ve que sin mujer no atino
en lo pequeño ni en lo grande, diome
de ángel guardián un ángel femenino.

¡Gracias, Señor, por el inmenso don
que transfigura en vuelo la caída,
juntando, en la miseria de la vida,
a un tiempo la Ascensión y la Asunción!

A las provincianas mártires

 

Me enluto por ti, Mireya,
y te rezo esta epopeya.

Mis entrañables provincianas mías:
no sospeché alabar vuestro suicidio
en las facinerosas tropelías.

Antes de sucumbir al bandolero
se amortizaron las sonoras alas
que aleteaban en el fiel alero.

Cúspide del teatro pueblerino:
en un martirologio de palomas
tú las viste volar a su destino.

El novio llorará a su mártir perla,
y que luego lo mate la nostalgia
de no haber acertado a defenderla.

La amó porque tejía, y por su traza
de ángel custodio, cual la amó el gatito
juguetón con la bola de su hilaza.

¡Pobre novio aldeano! ¡Ya no teje
su perla, ya no lee el Oficio Parvol
¡El cabriolé del novio va sin eje!

Me enluto por ti, Mireya,
y te rezo esta epopeya.

Honorable pajar de la cosecha
honorable: tu incendio es la basílica
en que se ahoga la virgen deshecha.

¡Morir al fuego, si olían tan bien
y tenían su alma como el plúmbago
y un guardarropa como un almacén!

Gemirán las cocinas en que antes
las Mireyas criollas fueron una
bandeja de pozuelos humeantes.

Gime también esta epopeya, escrita
a golpes de inocencia, cuando Herodes
a un niño de mi pueblo decapita.

Santas de los terruños, cuerpos caros
y gratas almas: ved que me he hecho añicos
y azul celeste, y luz para rezaros.

Me enluto por ti, Mireya,
y te rezo esta epopeya.

​La bizarra capital del Estado

A Jesús B. González

 

He de encomiar en verso sincerista
la capital bizarra
de mi Estado, que es un
cielo cruel y una tierra colorada.

Una frialdad unánime
en el ambiente, y unas recatadas
señoritas con rostro de manzana,
ilustraciones prófugas
De las cajas de pasas.

Católicos de Pedro el Ermitaño
y jacobinos de época terciaria.
(Y se odian los unos a los otros
con buena fe.)

Una típica montaña
que, fingiendo un corcel que se encabrita,
al dorso lleva una capilla, alzada
al Patrocinio de la Virgen.

Altas
y bajas del terreno, que son siempre
una broma pesada.

Y una Catedral, y una campana
mayor que cuando suena, simultánea
con el primer clarín del primer gallo,
en las avemarías, me da lástima
que no la escuche el Papa.

Porque la cristiandad entonces clama
cual si fuese su queja mas urgida
la vibración metálica,
y al concurrir ese clamor concéntrico
del bronce, en el ánima del ánima,
se siente que las aguas
del bautismo nos corren por los huesos
y otra vez nos penetran y nos lavan.

A las vírgenes

 

¡Oh vírgenes rebeldes y sumisas:
convertidme en el fiel reclinatorio
de vuestros codos y vuestras sonrisas
y en la fragua sangrienta del holgorio
en que quieren quemarse vuestras prisas!…

¡Oh botones baldíos en el huerto
de una resignación llena de abrojos:
lloráis un bien que, sin nacer, ha muerto,
y a vuestra pura lápida concierto
los fraternales llantos de mis ojos!…

¡Hermanas mías, todas,
las que, contentas con el limpio daño
de la virginidad, vais en las bodas
celestes, por llevar sobre las finas
y litúrgicas palmas y en el paño
de la eterna Pasión, clavos y espinas;
y vosotras también, las de la hoguera
carnal en la vendimia y el chubasco,
en el invierno y en la primavera;
las del nítido viaje de Damasco
y las que en la renuncia llana y lisa
de la tarde, salís a los balcones
a que beban la brisa
los sexos, cual sañudos escorpiones!

¡El tiempo se desboca; el torbellino
os arrastra al fatal despeñadero
de la Muerte; en las sombras adivino
vuestro desnudo encanto volandero;
y os quisieran ceñir mis manos fieles,
por detener vuestra caída oscura
con un lúbrico lazo de claveles
lazado a cada virginal cintura!

¡Vírgenes fraternales: me consumo
en el álgido, afán de ser el humo
que se alza en vuestro aceite
a hora y a deshora,
y de encarnar vuestro primer deleite
cuando se filtra la modesta aurora,
por la jactancia de la bugambilia,
en las sábanas de vuestra vigilia!

La canción del hastío

 

Si vieras, amiga,
qué espacio transcurre mi lenta existencia
la marcha inmutable del tiempo fatiga
mi añeja dolencia;
mis torvos fastidios apenas mitiga
la gloria que llevo:
tu amor siempre nuevo,
tu afecto sencillo…
Y todas las noches mi dulce reclamo
escucha en tus rejas el viejo estribillo:
– ¿Me quieres?
– ¡Te amo!

Monótona corre mi vida, bien mío;
sus páginas tristes me dicta el hastío.
Los días son iguales
como ondulaciones
que van de los lagos sobre los cristales.
Prende la mañana
sus fulguraciones
sobre la sabana.
Y al morir el día
asoma la noche sus negros capuces
por la serranía,
y con sus arenas refleja el desierto
las últimas luces
del astro ya muerto.
En vanas quimeras
consumo mis días;
tus horas que mueren pasan cual viajeras,
con ellas las mías
y ante tu ventura
te digo muy quedo
que a veces hastiado medito con miedo,
cariñosa hermana,
en el día sombrío,
en las inclemencias del invierno frío
que en tus bucles deje la primera cana.

Tus páginas tristes me dicta el hastío…
mis sueños
pequeños,
mi vida
escondida;
y noche por noche con suave reposo
llegando a tu reja
te digo amoroso
la frase de antaño, la cláusula vieja.

A mi padre

 

Nunca, señor, pensé que el verso mío
cuando te hablara en él por vez primera
la música filial de los veinte años,
del huérfano infelice la voz fuera.

Nada valió la familiar plegaria;
moriste en plena vida, y ¡qué contraste
tocóles a los tuyos, muerto amado,
en la noche fatal que agonizaste!

Noche con paz de luna; también fuiste
noche más que ninguna tormentosa;
tus horas de martirio florecieron
en mi jardín, como sangrienta rosa.

Todo lo evoco, Padre: tus quejidos;
tus palabras postreras; la voz triste
con que te habló tu hermano sacerdote;
la mañana de otoño en que moriste;
los cirios -compañeros de velada-;
la madre y los hermanos, todos juntos;
el ataúd que sale de la casa;
el sollozante oficio de difuntos;
y ¡oh infinita bondad la de los padres!
los ojos muertos de tu faz piadosa
que me vieron por último con lástima
en las orillas de la negra fosa.

Supe después lo enormemente triste
que es la trsiteza del hogar vacío
y lloré con la marcha de la madre
para tierras del norte. Mas confío
que te he de ver, oh Padre, para siempre
con mis pupilas de resucitado.

Aquel buen ángel que guardó el sepulcro
de Jesucristo, y que miró extasiado
la tierra redimida, y a las santas
mujeres que buscaban al Amado,
las consoló, verá concluir su oficio
cuando el último Adán encuentre abiertos
los eternos lugares de victoria
y no haya quien pregunte por sus muertos.

La doncella verde

En la muerte de José Enrique Rodó

 

En la quieta impostura virginal de la noche
que cobija al amor con un tenue derroche
de luceros, padrinos del erótico abrazo,
el mundo de Rubén Darío se contrista
por el cordial filósofo que sembró en el regazo
de América esperanzas, por el espectro artista
que hoy arroba al Zodíaco con su arenga optimista.

Yo alabo al confesor de la Santa Esperanza
y a la doncella verde en la misma alabanza.
Esperanza, doncella verde, tu vestidura
es el matiz de una corteza prematura.
Esperanza, en el arco iris, tu cabellera
ameniza los cielos como una enredadera.
Esperanza, los astros en que titila el verde
son el feudo en que moras y en que tu luz se pierde.

Los ojos vegetales con que miras y salvas
parodian a la felpa rústica de las malvas.
En la luz teologal de tus dos ojos claros
se surten las luciérnagas, las joyas y los faros.
Rayan la oscuridad del más oscuro mes
las puntas de esmeralda de tus ínclitos pies.
Y tapizas el antro submarino, y la armónica
cuita de los cipreses, y la paleta agónica.

¡Oh doncella, que guardas los suspiros más graves
del hombre, como guarda un llavero sus llaves:
un relámpago anuncia que el instante se acerca
en que tiñas de ti las aguas de mi alberca,
y a tu paso, fosfórica e inviolable mujer,
mi corazón se abre, pronto a reverdecer!

Y bajo la impostura virginal de la noche
que cobija al amor con un tenue derroche
de luceros, un mito saludable me afianza
y alabo al confesor de la santa Esperanza
y a la doncella verde en la misma alabanza.

A mi prima Águeda

A Jesús Villalpando

 

Mi madrina invitaba a mi prima Águeda
a que pasara el día con nosotros,
y mi prima llegaba
con un contradictorio
prestigio de almidón y de temible
luto ceremonioso.

Águeda aparecía, resonante
de almidón, y sus ojos
verdes y sus mejillas rubicundas
me protegían contra el pavoroso
luto…
Yo era rapaz
y conocía la o por lo redondo,
y Águeda que tejía
mansa y perseverante en el sonoro
corredor, me causaba
calosfríos ignotos…
(Creo que hasta le debo la costumbre
heroicamente insana de hablar solo).

A la hora de comer, en la penumbra
quieta del refectorio,
me iba embelesando un quebradizo
sonar intermitente de vajilla
y el timbre caricioso
de la voz de mi prima.
Águeda era
(luto, pupilas verdes y mejillas
rubicundas) un cesto policromo
de manzanas y uvas
en el ébano de un armario añoso.

Ramón López Velarde, México, 1888-1921

Humildemente

A mi madre y a mis hermanas

 

Cuando me sobrevenga
el cansancio del fin,
me iré, como la grulla
del refrán, a mi pueblo,
a arrodillarme entre
las rosas de la plaza,
los aros de los niños
y los flecos de seda de los tápalos.

A arrodillarme en medio
de una banqueta herbosa,
cuando sacramentando
al reloj de la torre,
de redondel de luto
y manecillas de oro,
al hombre y a la bestia,
al azar que embriaga
y a los rayos del sol,
aparece en su estufa el Divínisimo.

Abrazado a la luz
de la tarde que borda,
como el hilo de una
apostólica araña,
he de decir mi prez
humillada y humilde,
más que las herraduras
de las mansas acémilas
que conducen al Santo Sacramento.

«Te conozco, Señor,
aunque viajas de incógnito,
y a tu paso de aromas
me quedo sordomudo,
paralítico y ciego,
por gozar tu balsámica presencia.

»Tu carroza sonora
apaga repentina
el breve movimiento,
cual si fueran las calles
una juguetería
que se quedó sin cuerda.

»Mi prima, con la aguja
en alto, tras sus vidrios,
está inmóvil con un gesto de estatua.

»El cartero aldeano,
que trae nuevas del mundo,
se ha hincado en su valija.

»El húmedo corpiño
de Genoveva, puesto
a secar, ya no baila
arriba del tejado.

»La gallina y sus pollos
pintados de granizo
interrumpen su fábula.

»La frente de don Blas
petrificóse junto
a la hinchada baldosa
que agrietan las raíces de los fresnos.

»Las naranjas cesaron
de crecer, y yo apenas
si palpito a tus ojos
para poder vivir este minuto.

»Señor, mi temerario
corazón que buscaba
arrogantes quimeras,
se anonada y te grita
que yo soy tu juguete agradecido.

»Porque me acompasaste
en el pecho un imán
de figura de trébol
y apasionada tinta de amapola.

»Pero ese mismo imán
es humilde y oculto,
como el peine imantado
con que las señoritas
levantan alfileres
y electrizan su pelo en la penumbra.

»Señor, este juguete
de corazón de imán,
te ama y te confiesa
con el íntimo ardor
de la raíz que empuja
y agrieta las baldosas seculares.

»Todo está de rodillas
y en el polvo las frentes;
mi vida es la amapola
pasional, y su tallo
doblégase efusivo
para morir debajo de tus ruedas».

La gracia primitiva de las aldeanas

 

Hambre y sed padezco: Siempre me he negado
a satisfacerlas en los turbadores
gozos de ciudades —flores de pecado—.
Esta hambre de amores y esta sed de ensueño
que se satisfagan en el ignorado
grupo de muchachas de un lugar pequeño.

Vasos de devoción, arcas piadosas
en que el amor jamás se contamina;
jarras cuyas paredes olorosas
dan al agua frescura campesina…

Todo eso sois muchachas cortijeras
amigas del buen sol que os engalana,
que adivináis las cosas venideras
cual hacerlo pudiese una gitana.

Amo vuestros hechizos provincianos,
muchachas de los pueblos y mi vida
gusta beber del agua contenida
en el hueco que forman vuestras manos.

Pláceme en los convites campesinos,
cuando la sombra juega en los manteles,
veros dar la locura de los vinos,
pan de alegría y ramos de claveles.

En el encanto de la humilde calle
sois a un tiempo, asomadas a la reja,
el son de esquilas, la alternada queja
de las palomas, y el olor del valle.

Buenas mozas: no abrigo más empeños
que oír vuestras canciones vespertinas,
llegando a confundirme en las esquinas
entre el grupo de novios lugareños.

Mi hambre de amores y mi sed de ensueño
que se satisfagan en el ignorado
grupo de doncellas de un lugar pequeño.

​A la Patrona de mi pueblo

 

Señora: llego a Ti
desde las tenebrosas anarquías
del pensamiento y la conducta, para
aspirar los naranjos
de elección, que florecen
en tu atrio, con una
nieve nupcial… Y entro
a tu Santuario, como un herido
a las hondas quietudes hospicianas
en que sólo se escucha
el toque saludable de una esquila.

Vestida de luto eres,
Nuestra Señora de la Soledad,
un triángulo sombrío
que preside la lúcida neblina
del valle; la arboleda que se arropa
de las cocinas en el humo lento;
la familiaridad de las montañas;
el caserío de estallante cal;
el bienestar oscuro del rebaño,
y la dicha radiante de los hombres.

Señora: cuando ingreso a la comarca
que riges con tus lágrimas benévolas,
y va la diligencia fatigosa
sobre la sierra, y van los postillones
cantando bienandanza o desamor,
súbita surge la lección esbelta
y firme de tus torres, y saludo
desde lejos tu altar.

Tú me tienes comprado en alma y cuerpo.
Cuando la pesarosa
dueña ideal de mi primer suspiro,
recurre desolada
a tus plantas, y llora mansamente,
nunca has dejado de envolverla en el
descanso de tus hijas predilectas.
Me acuerdo de una tarde
en que, como una reina
que acaba de abdicar,
salía por el atrio de naranjos
y llevaba en la frente
el lucero novísimo
de tu consolación.

Confortándola a Ella, Tú me obligas
como si con la orla
dorada de tu manto,
agitases un soplo
del Paraíso a flor de mi conciencia.
Porque siempre un lucero
va a nacer de tus manos
para la hora en que Ella
te implore, Tú me tienes
comprado en cuerpo y alma.

En las noches profanas
de novenario (orquestas
difusas, y cohetes
vívidos, y tertulias
de los viejos, y estrados
de señoritas sobre
la regada banqueta)
hay en tus torres ágiles
una policromía de faroles
de papel, que simulan
en la tiniebla comarcana un tenue
y vertical incendio.

Y yo anhelo, Señora,
que en mi tiniebla pongas para siempre
una rojiza aspiración, hermana
del inmóvil incendio de tus torres,
y que me dejes ir
en mi última década
a tu nave, cardíaco
o gotoso, y ya trémulo,
para elevarte mi oración asmática
junto al mismo cancel
que oyó mi prez valiente,
en aquella alborada en que soñé
prender a un blanco pecho
una fecunda rama de azahar.

Ramón López Velarde, México, 1888-1921
Resumen
Ramón López Velarde, México, 1888-1921
Título del artículo
Ramón López Velarde, México, 1888-1921
Descripción
A Doña Inés de Ulloa Blanca flor de los claustros, irrisorio capricho de don Juan, me abraso en gana de platicar contigo, bella hermana, en la paz del oscuro locutorio.
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