Rémi Brague: «Los que se llaman socialistas ya no se preocupan por la justicia social»

Rémi Brague es el ejemplo de un europeo de nuestro tiempo a la altura de nuestro tiempo. Profesor emérito de Filosofía árabe y medieval en La Sorbona de París, ha sido titular de la prestigiosa «Cátedra Guardini» en la Universidad Ludwig Maximilians de Múnich, además de docente visitante en Pensilvania, Colonia, Lausana y Boston. Con una numerosa obra escrita tanto de historia de las ideas como de pensamiento árabe, medieval y moderno, en 2012 recibió el premio Nobel de Teología, el premio «Ratzinger». Ahora está metido de lleno en movilizar la conciencia europea a través de la Plataforma de intelectuales «One of us», de la que es el referente primero. Una iniciativa novedosa, y prepolítica, del español Jaime Mayor Oreja.

Profesor, en su libro «Moderadamente moderno» usted plantea, dentro de su perspectiva de la historia de las ideas, que el siglo XIX fue un siglo volcado en la cuestión del bien, el siglo XX en la de la verdad, y se preguntaba si el XXI lo será en la cuestión del ser en la medida en que nos preguntamos si merece la pena existir. ¿Es así?

El siglo XIX se preguntaba cómo se podía salvar la cuestión social, la cuestión de la justicia social, la integración del proletariado en la sociedad. Ahora ese problema en nuestros países está resuelto, parcialmente resuelto. La injusticia es menos escandalosa que en el siglo XIX. El siglo XX fue la época de la pregunta por la verdad, por lo verdadero o por lo falso. Fue la época de las grandes ideologías políticas, sociales, económicas, según las cuales la realidad debía ser negada y reemplazada por una realidad que nunca existía, la ideología. La gente tenía que «creer» -si se puede decir así-, «creer» en la ideología. Tenía que hacer como si hubiese una sociedad, por ejemplo una sociedad «socialista» en el sentido leninista de esa palabra. Nunca ha existido tal sociedad. La gente tenía que mentir, frente a una realidad de pobreza y de explotación, y decir que existía una sociedad ideal, una sociedad justa. Era una mentira. Sin esa mentira, por ejemplo, no se podía sobrevivir en la sociedad que propugnaba el socialismo.

Y ahora, ¿cuál es el problema respecto a la realidad de lo que vivimos en nuestras sociedades?

Ahora, el problema para nuestras sociedades es el problema de saber si queremos seguir viviendo, seguir existiendo. Y por eso es preciso que tengamos una respuesta clara. Esta es la razón por la que, en mi conferencia de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas planteé el título de «La fuerza del bien». ¿Qué tipo de bien necesitamos? No necesitamos un bien débil, como por ejemplo el que representan determinados conceptos americanos, que ahora son globales: fun, nice, ok, cool. Con este tipo de bien se puede vivir, pero no se puede llamar a la vida a lo que aún no existe. Para que se dé una adecuada actividad de reproducción de la especie humana es preciso que tengamos una concepción fuerte de lo que es el bien. Un bien fuerte que sería, según la doctrina medieval de los trascendentales, idéntico con el ser. Lo que existe de verdad debe de ser fundamentalmente, hondamente, un bien.

«El populismo es el calificativo que utilizan las élites para referirse a la gente que no piensa como ellos. Cuando no están satisfechos con el pueblo, con la gente concreta, con la gente de carne y hueso, dicen que son unos populistas»

¿Estaría de acuerdo con la afirmación de Karl Jaspers de que por primera vez en la historia el hombre se ha hecho plena y hondamente problemático?

En la historia de la humanidad se han dado una larguísima serie de problemas que se tenían que resolver y que se han resuelto. Pero ahora el problema más grave, al que también se refiere el señor Jaspers en su libro sobre la bomba atómica, nos obliga a preguntarnos por la existencia misma de la humanidad, puesto que podemos acabar, de varias maneras, con la humanidad. No solo con la bomba atómica, también a través de la contaminación medioambiental, y de la contracepción química, que hace posible, y también agradable, lo que en los siglos pasados era percibido como malo. Nos estamos planteando la cuestión más radical. No el problema de cómo se debe vivir, el problema moral; no el problema a través de qué medios se debe seguir viviendo, el problema de la técnica, el problema de qué vamos a comer. Lo que está en juego es el problema de la existencia misma, si vale la pena existir. Ese problema fue planteado por primera vez, de forma consciente, por el filósofo alemán Arthur Schopenhauer. Y su respuesta fue la misma que la de los pensadores gnósticos del siglo II después de Cristo. La existencia material del hombre es básicamente mala. Y por eso tenemos que abandonar la reproducción de la especie humana. Eso lo decía también la secta gnóstica de los encratitas. Dejemos de tener hijos, afirmaban. En el medioevo también los cátaros. Estaban a favor de la «libertad sexual», decididos a oponerse a toda práctica sexual que pudiera conducir al nacimiento de una nueva vida. Es interesante ver que esa actitud ahora resulta tremendamente moderna.

La caída del Muro del Berlín plantea la crisis del comunismo y del socialismo, el abandono del criterio de la igualdad material para abordar otros criterios de igual antropológica, la igualdad, por ejemplo, que plantea la ideología de género. ¿En qué consiste ahora el socialismo?

Me pregunto si ahora existe de verdad el socialismo. No hablo de los países en vías de desarrollo. Hablo de los países desarrollados. La gente que se llama socialista ha abandonado la preocupación por el cuidado de la justicia social, la igualdad en las condiciones de vida. Se preocupa más por las cuestiones sociales de carácter antropológico. Lo que está ahora en cuestión es la definición misma de lo que es humano. Esta nueva situación es un desafío para la filosofía, puesto que se trata de cuestiones de carácter precisamente filosófico, cuestiones del ser y del no ser del hombre, cuestiones de la verdad o de la falsedad, cuestiones del bien y del mal, y la definición misma de lo que entendemos por persona.

«El hombre es fundamentalmente libre, es un ser misterioso. Toda persona es un misterio, somos esencialmente seres escondidos»

Parece una paradoja que, a estas alturas de la historia, tengamos dificultades para definir qué es el hombre, la persona. Fenómeno al que responde el manifiesto intelectual de «One of us».

No podemos contestar a la pregunta sobre la naturaleza del hombre con una definición. Voy a citar un pasaje de la obra de Gregorio de Nisa sobre la creación del hombre. Una obra en la cual dice que el hombre fue creado a imagen de Dios, y puesto que a Dios no se le puede conocer en su totalidad, el hombre tampoco se puede definir. El hombre es fundamentalmente libre, es un ser misterioso. Toda persona es un misterio. Tenía la costumbre de decir a mis alumnos en la Universidad que el concepto de misterio no tiene nada de misterioso en un aula en la cual yo tengo clases. Aquí hay 30-40 misterios, puesto que no se puede saber lo que hay en la cabeza de la gente. Hay solo un medio: preguntar lo que piensan. Somos esencialmente seres escondidos. Ahora leo muchos ensayos de gente que trata de decir que es lo humano y que no es.

Usted ha dicho que ahora Europa, en su situación actual, no es capaz de proponer un humanismo creíble. ¿Qué papel ocupan en esa pérdida de credibilidad del humanismo europeo los populismos y los nacionalismos?

El populismo es el calificativo que utilizan las élites para referirse a la gente que no piensa como ellos. Cuando no están satisfechos con el pueblo, con la gente concreta, con la gente de carne y hueso, dicen que son unos populistas. Y añaden: «No son bastante listos. No tenemos que escuchar lo que dicen. Son unos populistas». Las reacciones que presenciamos ahora en Francia y en otros países, probablemente en España también, aunque el fenómeno tome formas diferentes en España, no son tan distintas. La cuestión que debe plantearse es saber si debemos escuchar lo que dice esa gente a la que califican de populistas. Puede ser que lo digan de un modo torpe, demasiado sencillo, simplista. Pero hay que escucharles. Populismo, no existe hay tal cosa. No hay populismo. Hay un nombre que está ayudando a nuestras élites a no atender a lo que dice la gente.

«No entiendo cómo funciona este papa. De vez en cuando dice cosas maravillosas, como cuando habla de espiritualidad. Es ahí un verdadero hijo de San Francisco. Sin embargo, de vez en cuando, se permite afirmaciones que encuentro irrelevantes»

¿Y el nacionalismo?

En lo que se refiere al nacionalismo, yo distinguiría entre patriotismo y nacionalismo. El patriotismo es la actitud de la gente que siente que su país está en peligro y que quieren defenderlo. Esa actitud me parece totalmente legítima, si hay de verdad un peligro. El nacionalismo consiste en decir que nuestro país es el mejor del mundo. Ocurre lo mismo con los niños. Es normal que un niño ame a su madre, pero solo los niños pequeños piensan que su madre es la más hermosa de la humanidad. Y eso no es verdad. El nacionalista piensa como un niño pequeño, mientras que el patriota quiere a su país con razón y con moderación.

¿Me permite, dado que usted ha recibido el premio Ratzinger de teología, una pregunta por el pontificado del Papa Francisco? ¿Qué le parece?

Tiene gracia. Es una pregunta que me hicieron antes de ayer en Portugal. Tuve que contestar que no comprendo, no entiendo cómo funciona este papa. De vez en cuando dice cosas maravillosas, como cuando habla de espiritualidad. Es ahí un verdadero hijo de San Francisco. Sin embargo, de vez en cuando, se permite afirmaciones que encuentro irrelevantes. Un solo ejemplo: ha dicho que el verdadero Islam excluye toda violencia. Yo era profesor de Filosofía árabe, y por eso me intereso más por el Islam que otras personas. Cuando ha dicho eso, se nos plantea el problema de la competencia. ¿Por qué puede permitirse decir eso es Islam o eso no es Islam? Si el Dalai Lama dijera que eso es el verdadero cristianismo o eso no es el verdadero cristianismo, tendríamos que responderle: “Muchas gracias, pero por qué se mete en estas cuestiones, usted no tiene nada que hacer con el cristianismo”. Hay un sin fin de ejemplos como ése. De vez en cuando tengo la impresión de que habla, como se dice en dice en latín, “ex abundantia cordis”, sin reflexionar. Dice lo que le gusta a la gente con quien está hablando, sin haber tenido tiempo de estudiar un poquito. Con el papa Benedicto se podía estar a favor o en contra, se podía comentar que lo que dice el Papa me gusta o no me gusta. Con este Papa, no se puede decir eso. A veces parece que dice una cosa y la contraria al mismo tiempo. Y eso provoca un sentimiento de incertidumbre en mucha gente.

Fuente | José Francisco Serrano Oceja | ABC Cultura (26/05/2019)

La humanidad duda de la legitimidad de su existencia por Rémi Brague

“Unas palabras llenas de sentido que en el peor de los casos pueden nada menos que inquietar, y en el mejor encantar.” Así definió Miguel Herrero de Miñón, presidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, la conferencia del filósofo francés Rémi Brague titulada «La fuerza del bien».

 

La situación nueva en la que nos encontramos desde hace unos setenta años, dijo Brague, es “una situación metafísica”, en el sentido de que “se trata nada menos que del ser o el no ser de la especie humana”.

¿Por qué? Porque “la existencia de dicha especie ha dejado de ser una evidencia, el final de la vida humana en este planeta se ha convertido en una posibilidad real.”

Los filósofos distinguen dos tipos de posibilidad. “De un lado está la posibilidad lógica, según la cual todo lo que no implica contradicción resulta posible. Su campo es inmenso. Por ejemplo, no implica contradicción que las naranjas sean azules. Por otro está la posibilidad real, es decir, hay algunos hechos cuyas causas ya existen aunque dichas causas todavía no han producido sus efectos. Por ejemplo, soy capaz de dar esta conferencia porque tengo cuerdas vocales, lengua, dientes, etc. Cuando me callo, sigue existiendo en mí la posibilidad real de hablar.”

El no ser de la humanidad siempre ha sido una posibilidad lógica, no es necesario que haya gente, pero “el fin de la humanidad ha pasado de ser una posibilidad meramente lógica a una posibilidad real”: poseemos los medios técnicos para acabar con la humanidad.

Brague mencionó tres:

  1. Las armas atómicas. Hay un arsenal suficiente para destruir toda la civilización y quizás borrar toda vida de la superficie de la tierra. Hay además armas nuevas químicas, bacteriológicas y nanotecnológicas, respecto de las cuales las bombas termonucleares parecerían poco más que “una broma un poquito más pesada, pero inocente.”
  2. El deterioro del medio ambiente, el calentamiento climático y sus consecuencias: la contaminación del aire, del agua, etc.
  3. El progreso de los mundos artificiales, por ejemplo químicos, de contracepción.

“La existencia de la humanidad depende cada vez menos de la naturaleza y cada vez más de una elección libre de los padres.”

Armas de destrucción masiva, deterioro del medio ambiente y control de la natalidad son diferentes por cuatro razones:

  1. La velocidad de una posible destrucción. En un conflicto nuclear, la muerte sería casi instantánea, mientras que la conversión de la tierra en un desierto sucedería poco a poco y “una extinción demográfica podría suceder muy despacio, sin ruido, casi inconscientemente”.
  2. Las causas que podrían iniciar el proceso de destrucción dependen de la voluntad humana pero se distinguen por la cantidad. Pueden ser “monárquicas”, “oligárquicas” o “democráticas”. Una guerra total se desencadenaría por culpa de un hombre único que apretaría el botón nuclear. Una catástrofe ecológica por culpa de tal o tal grupo industrial que preferiría intereses a corto plazo. La extinción demográfica se produciría por culpa de la humanidad entera, de todas las parejas que decidirían quedar sin descendencia.
  3. La tercera diferencia es el eco en la conciencia pública. En los años 50 y 60 se hablaba mucho de la guerra atómica y de sus posibles consecuencias. El recuerdo de Hiroshima estaba todavía fresco en las memorias. “Ahora los periódicos están llenos de los problemas del clima. En cambio, poca gente habla del llamado invierno demográfico”.
  4. La valoración moral. Con armas nucleares, y menos quizá con el cambio climático, la destrucción sería “un crimen monstruoso”. “En cuanto a la extinción demográfica, apenas sería un crimen, porque se parece al crimen perfecto¿Dónde está la víctima? No hay ningún cadáver. Además: ¿qué tipo de ley moral hubiera sido infringida? ¿Qué mandamiento se hubiera desobedecido? ¿Qué virtud hubiera sido desatendida? No existe ningún deber de reproducirse.”

Hay también otra serie de hechos de carácter interior, intelectual y moral que describen todo este panorama y que Brague resumió así: “La humanidad duda de sí misma, duda de la legitimidad de su existencia.”

Brague recordó: “Nuestra modernidad se da cuenta de las consecuencias peligrosas de la industria. Ahora hay voces que dicen que el hombre es el más cruel y peligroso de todos los seres vivientes. Ahora dudamos del carácter radical de la diferencia entre lo humano y lo animal. Se dice, por ejemplo, que tenemos más del 90 por ciento del ADN común con la raza de los monos, de ese hecho científicamente establecido se deduce la tesis ideológica según la cual somos monos que tuvieron suerte en la lotería de la evolución, nada más. El hombre es “el último mono”.”

“Frente a lo anterior, frente a la amenaza de la destrucción y la duda del hombre ante el hombre mismo, tendríamos que ser capaces de señalar por qué es un bien que haya hombres.”

A pesar del progreso material clarísimo en todos los campos, “nuestro comportamiento demuestra con evidencia que no nos parece que la vida sea un bien tan grande como para que la debamos transmitir a la generación siguiente, es decir, no queremos engendrar quienes puedan disfrutar de los bienes de los que nosotros disfrutamos.” Esto ocurre especialmente en los países más ricos.

“De hecho, engendrar niños es un acto problemático. Es un acto totalmente antidemocrático. Puesto que no podemos pedir la opinión al no nacido, lo arrojamos a una vida de la cual no podemos saber por adelantado si será agradable y que en cualquier caso, sea lo que sea, acabará con la muerte.”

“¿Cuál sería un bien suficientemente grande para que pudiera justificar todas las dificultades que la vida trae consigo?”

Si la vida humana debe proseguir ha de haber razones para ello. La generación precedente nos ha arrojado a la vida. ¿Por qué tendríamos que echar a la vida nosotros a otra generación sin más? “Sería obedecer a una especie de lógica de la novatada: he tenido que sufrir de mis antepasados, voy a vengarme haciendo sufrir a los jóvenes”.

Las causas que hacen que la gente engendre son varias, y entre ellas, está el instinto. “Pero aquí no buscamos causas, sino más bien razones. Las causas bastan para explicar lo que aconteció en el pasado. Pero cuando se busca lo que tenemos que hacer nosotros en el presente, necesitamos razones, argumentos que convenzan a nuestra inteligencia. De lo contrario entregamos la razón a la irracionalidad; eso sería una especie de suicidio intelectual”.

“La vida debe de ser un bien tan fuerte que pueda contrapesar todos los males, incluso la muerte.”

Brague continuó: “Para decir que la existencia de la humanidad es un bien, necesitamos un punto de referencia exterior. La auténtica fuerza del bien debe ser fundada en un principio trascendente, independiente de nuestro parecer. La idea de una trascendencia horizontal, que sería el futuro, no se puede defender en serio, puesto que la existencia de la humanidad depende de nosotros.”

Hay dos modelos de tal principio trascendente: “uno sacado de la antigüedad clásica (Platón) y otro de la revelación divina (la Biblia). Ambos afirman una bondad fundamental del ser. El ser se identifica con el bien. Todo lo que es, es, como tal, bueno. Como tal, es decir, independientemente de la relación que tenga con nosotros, aunque nos molestara o nos destruyera.”

Pero cuidado con confundir la fuerza del bien con la fuerza que se supone que se utiliza al servicio del bien. La fuerza se puede poner en efecto al servicio de un bien (la Policía, el Ejército: para la paz en la ciudad, para la paz entre las naciones), pero en estos casos esa fuerza tendrá que estar limitada y controlada por una fuerza superior que será en última instancia la fuerza del bien.

“La fuerza del bien debe ser la del bien como tal, y no la fuerza que viene del exterior para defender o aún peor para imponer un bien. Solo un bien débil necesita una fuerza exterior. Cuanto más se siente que un pretendido bien es débil, más necesidad tiene de la fuerza.”

Tenemos que ver más allá de las apariencias del poder político, militar o mediático: “El recurso a la fuerza es una confesión de debilidad intrínseca. Los mayores crímenes de la historia casi siempre se hicieron en el nombre de un “bien”. Acontece muy a menudo que el peor mal venga de la voluntad de un supuesto “bien”, normalmente falso, y que necesita de la fuerza, necesita destruir todo lo que no es él mismo”. Así se ha intentado forzar a ser una “nación ilustrada”, “una raza mejor”,  “la abundancia material”.

“Si la fuerza del bien viene del Bien mismo, no tiene que tomar prestada una fuerza exterior, no tiene que ser una fuerza que fuerce, tiene que ser capaz de obrar sobre una libertad.” Esta fuerza es un “encanto”, porque suscita en nosotros las ganas de disfrutar de él.

“Hay una palabra para significar la ligereza de una bailarina y el indulto de un juez: gracia. El encanto atrae dando, y da atrayendo, en una paradójica combinación del dar y del tomar.”

Brague mismo resumió su conferencia con estas tres tesis:

-La existencia del hombre en la tierra y la continuación de la existencia no son hechos necesarios. Ha de haber un Bien que la justifique. Con palabras de Ortega y Gasset: “La metafísica no es metafísica sino para quien la necesita.”

-Ese Bien tiene que ser trascendente, que no dependa de la voluntad humana, que exista en sí mismo.

-La fuerza de ese bien tiene que ser parecida al encanto que respeta la libertad.

Fuente | One for us (05/06/2019)

Rémi Brague y la legitimidad del hombre

Nuestra ética y nuestra política se basan en la libertad individual, absolutizándola hasta extremos inéditos en la historia. Sin embargo, este individualismo convive con una filosofía materialista que concibe al individuo como el producto caprichoso del azar evolutivo en un universo sin sentido.

Cuando historiadores del futuro analicen el pensamiento de nuestra época, detectarán en él una gran contradicción, y se asombrarán de que hayamos podido vivir con ella. Nuestra ética y nuestra política se basan en la libertad individual, absolutizándola hasta extremos inéditos en la historia: que “cada uno tiene derecho a vivir como quiera, mientras no lesione derechos de otros” es, quizás, el dogma más intocable de nuestro tiempo. La autonomía personal es sagrada, y se atribuyen a la elección humana poderes taumatúrgicos (un mismo feto es “material biológico desechable” o sujeto de derechos según que sea deseado o no por su madre).

Sin embargo, este individualismo convive con una filosofía materialista que concibe al individuo como el producto caprichoso del azar evolutivo en un universo sin sentido. El mismo “yo” que es sacralizado por la ética libertaria resulta después negado por una antropología reduccionista que, interpretando de manera sesgada los avances de la genética o la neurociencia, concluye que no existe el sujeto, sino sólo “una asamblea de algoritmos” o un revoltijo de sinapsis cerebrales. Nuestra época rinde culto a la libertad humana… sin creer realmente en ella, pues nos tenemos por autómatas neuronales. Yuval Noah Harari lo ha reconocido honestamente en Homo Deus: “Nos permitimos creer algo en el laboratorio y otra cosa totalmente diferente en el tribunal o el Parlamento. […] Richard Dawkins, Steven Pinker y los otros […], después de dedicar cientos de páginas eruditas a deconstruir el yo y el libre albedrío, efectúan impresionantes volteretas intelectuales que milagrosamente los hacen caer de nuevo en el siglo XVIII [o sea, en el liberalismo y sus ideales humanistas]”.

Rémi Brague, jefe de filas del nuevo One of Us –que inicia ahora su andadura como plataforma cultural- ha reflexionado muy sugestivamente sobre esta contradicción en su libro Le propre de l’homme (2015). El humanismo, arguye Brague, ha conocido cuatro modalidades. En Grecia y Roma, el hombre cree estar separado del resto de la naturaleza por cualidades específicas que le garantizan un estatus privilegiado: animal racional, y político, y parlante, y erguido para mirar a las estrellas. En las religiones bíblicas, en cambio, el hombre no posee dignidad por derecho propio, sino porque Dios se ha acordado misericordiosamente de él -lo cual no deja de sorprender al salmista (“¿Qué es el hombre para que pienses en él?”, Salmo 8)-  y, en el caso del cristianismo, ha descendido (kénosis) para compartir la naturaleza humana, enalteciéndola. La tercera modalidad es el humanismo “activista” de la modernidad, el regnum hominis de Francis Bacon: el hombre se gana la superioridad sobre el resto de la naturaleza dominándola con su ingenio científico-técnico. Y la cuarta es el “humanismo excluyente” de Marx o Feuerbach: no basta con encumbrarse a la cúspide de lo creado, sino que hay que suprimir cualquier instancia ontológica superior al hombre; para ganar su libertad, el hombre debe negar a Dios.

La misma ciencia que, se dice, acredita que los cielos están vacíos, nos revela que nuestro cerebro no es más que una máquina y que nuestra sagrada libertad no es sino un espejismo

Ahora bien, el deicidio es un crimen que no sale barato. Al destruir al Creador, el humanista excluyente-prometeico está destruyendo también la única instancia de la que podía derivar privilegios ontológicos y sentido para su existencia. Y así, el humanismo excluyente se ha convertido muy pronto en antihumanismo. La misma ciencia que, se dice, acredita que los cielos están vacíos, nos revela que nuestro cerebro no es más que una máquina, que sólo un puñado de genes nos separan de la mosca del vinagre, y que nuestra sagrada libertad no es sino un espejismo. “La ciencia moderna es a un mismo tiempo la más alta realización del hombre, la gloria del espíritu humano, y el más radical de los factores que conducen a la deshumanización”.

Poco le duró al pobre homo sapiens su delirio de grandeza. Ahora, en movimiento pendular, helo aquí cubierto de saco y ceniza, pidiendo perdón por los daños infligidos al ecosistema: existe un Voluntary Human Extinction Movement que predica seriamente la extinción de la humanidad, para que el planeta “descanse de la excepción humana” y Gaia recupere su equilibrio edénico. Sin llegar a esos extremos, importantes organismos internacionales parecen empeñados en reducir la población mundial a través de la extensión del aborto y la promoción de un feminismo del resentimiento, incompatible con la familia y la maternidad. Transhumanistas y posthumanistas, por su parte, postulan, no ya la extinción, sino la superación de la especie humana, que será sucedida por el superhombre genéticamente mejorado, el cyborg o la inteligencia artificial. Los toscos cerebros de carbono serán reemplazados por indestructibles cerebros de silicio. La historia de la vida sobre la Tierra no habría sido más que un largo desvío a través del cual la materia inorgánica consigue por fin acceder al pensamiento (pero, una vez subida a la azotea, puede tirar la escalera: ¿han visto Terminator?). El sentido de la existencia humana habría estribado en prepararle el camino a la inteligencia mineral: lo atisbó ya el visionario Erewhon de Samuel Butler (1872).

Nos acercamos, pues, a un momento histórico en el que habrá que decidir si merece la pena que siga habiendo hombres sobre la Tierra; si tiene valor intrínseco el bípedo implume de 46 cromosomas y ochenta años de vida. Los cientos de millones de contemporáneos que han renunciado a reproducirse –la tasa de fecundidad mundial sigue desplomándose lustro tras lustro- parecen creer que no. También los miles de jóvenes de los países ricos que se dan la muerte por su propia mano (el suicidio es ya la causa de muerte más importante en ciertas franjas de edad).

El salmista se asombraba de que “Dios se acuerde del hombre”; ahora, parece concluir Brague, el hombre tendrá que acordarse de Dios si quiere volver a encontrar sentido a su existencia. La pregunta “¿por qué debería haber hombres sobre la Tierra?” carece de respuesta si no hay un proyecto divino. Si la aventura humana ha de continuar, necesitamos volver al Dios que le ordenó al universo “sé” (yehifiat), que aseguró que lo creado era “muy bueno” (en el sentido de “bueno para” o “aceptable como punto de partida”, como bellamente explica Brague) y que le dijo al hombre que creciese y se multiplicase. Cuando pensamos que sería mejor no haber nacido, siempre podemos volver al profeta Jeremías, musicado por el gran Thomas Tallis: “Jerusalem, convertere ad Dominum Deum tuum”. Y la legitimidad de lo humano queda restaurada.

Fuente | Francisco José Contreras | Actuall (21/06/2018)

La lección magistral de Rémi Brague

Rémi Brague es uno de los intelectuales católicos más destacados del momento actual. Premio Ratzinger por su extensa y profunda obra, aparece ahora como el pensador de referencia de la iniciativa europea en defensa de la vida que pilota Jaime Mayor Oreja.

En el reciente encuentro de Valencia de esa nueva plataforma, -que demuestra, entre otras cosas, que el cardenal Cañizares está siempre atento a apoyar las buenas iniciativas-, Brague tuvo una intervención muy destacada en la que demostró un nivel nada frecuente de análisis de la situación cultural de Europa. Una lección magistral en toda regla.

Después de hacer un recorrido por la historia cultural de Occidente respecto a la comprensión cristiana de la naturaleza humana, Remi Brague profundizó en la perspectiva cristiana a la hora de abordar la naturaleza de lo humano.

Planteó el hecho de que, aunque algunos no lo acepten, los cristianos, preocupados por el hombre, por todo hombre, por la integridad de lo humano, somos humanistas, ¿los últimos humanistas?

Pero, ¿qué sentido le damos a ese humanismo? “Nosotros –señaló el filósofo francés-, defendemos la dignidad del hombre, de todo hombre, con una preferencia bien segura por los que  tienen la necesidad más urgente de que se preocupen por ellos. Entre ellos, los que la situación ha hecho que no puedan simplemente defenderse”.

¿Cómo es nuestra defensa de la dignidad humana? Responde Brague: “Esta dignidad, nosotros la defendemos en medio de argumentos puramente racionales sobre la toma en consideración de datos antropológicos fundamentales que definen la naturaleza humana. (…) Nuestros adversarios apelan a nociones más vagas, rodeadas de una suerte de aura que les proporciona una dimensión sacra, multiplicando su atractivo. De este modo todo pasa como si los cristianos estuvieran entre los últimos representantes de la razón. Otros, felizmente, deben defenderla en particular con un bajo nivel de lo afectivo, lo cual enmascara además, muy a menudo, intereses económicos completamente sórdidos. Somos quizá, aunque se nos acuse de creer y actuar por motivos irracionales, el último compartimento del racionalismo”.

¿Y por qué? Porque, según el autor de “La modernidad”, “nosotros vemos lo humano donde los otros  no lo ven. Seleccionamos con más amplitud que los otros. Vemos en el hombre una persona, y no un consumidor, un contribuyente, un elector, carne de cañón. Es claro que también somos todo esto: seres de necesidad, que tienen el deber de tomar sobre ellos la carga de la colectividad por su dinero, su voto, eventualmente arriesgando su vida. Pero allí donde un economista no verá  más que un elector que debe conquistar; allí donde el militar no verá más que un soldado que se enrolará, nosotros vemos también esta cosa, difícil de definir, pero infinitamente preciosa que es una persona libre”.

Fuente | José Francisco Serrano Óceja | Religión Confidencial (25/06/2018)

Rémi Brague y la historia

En su incansable empeño por restaurar conceptos, Rémi Brague nos pone en guardia frente a los valores. Piensa que la palabra esconde una trampa…

A pesar del reconocimiento académico del que goza y de los premios recibidos (entre ellos, el Ratzinger de teología, en 2012), Rémi Brague es un pensador casi desconocido por el gran público. Profesor de Filosofía Medieval en la Sorbona y especialista en filosofía judía y árabe, se ha propuesto repasar las grandes concepciones antropológicas, reflexionar sobre el sustrato cultural y religioso de Occidente y superar la deriva antihumanista de la cultura contemporánea.

En este pequeño libro-entrevista, el profesor francés dialoga con Giulio Brotti y nos ofrece, en 140 páginas, una buena introducción a su rico pensamiento.

Nuestra concepción de la historia peca, según Brague, de historicista. Y por eso, cuando estudiamos las ideas nos preguntamos cómo surgieron, no si son verdaderas. Es cierto que leemos historia, pero a menudo para hacer turismo virtual y para justificar nuestras propias ocurrencias, amparados en que nada es nuevo bajo el sol.

Mientras triunfa la posverdad, despreciar la verdad y juzgarla peligrosa casi se ha convertido en una señal de buen tono. Esa desconfianza le parece a Brague un lujo de niños malcriados. Y comenta que a quienes durante muchos años estuvieron obligados a mentir, afirmando que vivían en un “socialismo real”, no se les ocurre mirar a la verdad por encima del hombro.

Por esa frivolidad posmoderna, mucho de lo que se publica sobre historia son reconstrucciones fantasiosas del pasado, falsificadas por una ideología. Es muy conocida la sentencia de Comte: “La doctrina que haya explicado suficientemente el conjunto del pasado, obtendrá inexorablemente, gracias a esa única prueba, la dirección intelectual del porvenir”.

El hecho −dice Brague− es que estamos intoxicados por historias oficiales que ocultan lo que verdaderamente sucedió, mediante una selección interesada de datos y documentos. Así, por ejemplo, “la imagen de un Medioevo oscurantista está muy presente entre los sabios de pacotilla que controlan el discurso público y de los medios”. Esos mismos manipuladores nos dirán que el Renacimiento es el Medioevo más el hombre, cuando en realidad es el Medioevo menos Dios, con la tragedia añadida de que, habiendo perdido a Dios, el Renacimiento habría perdido también al hombre.

Así como el Renacimiento dio la espalda a la Edad Media, el esfuerzo por emanciparse del pasado ha dado lugar a una modernidad esencialmente técnica e instrumental. Esa emancipación no se ha hecho desde una propuesta alternativa, sino desde la mera negación, y eso constituye un efectivo parasitismo, un vivir −como escribió Ortega− “precisamente de lo que se niega y otros construyeron o acumularon”.

Tampoco es verdad que todo sea nuevo bajo el sol. Hay problemas inéditos. Hoy Occidente, a diferencia de épocas pasadas, toma en consideración la posibilidad de poner fin a la historia, no necesariamente de modo cruento, sino favoreciendo el invierno demográfico. “Ser o no ser” es un dilema superado por la verdadera cuestión: la de saber si la vida merece ser dada, transmitida. Saber simplemente si es buena.

Muy crítico con sus compatriotas del Siglo de las Luces, Brague los toma por divulgadores que se autoproclamaron filósofos, y pone como ejemplo de frivolidad a Diderot, que “siempre pasa de largo con firmeza de sonámbulo ante las cuestiones importantes”.

En su radiografía de la modernidad, Rémi Brague señala que el proyecto moderno ha tenido grandes logros. Pensemos en los avances de la medicina o de la agricultura, que permiten nutrir a un gran número de personas que en el pasado ni siquiera habrían nacido. La modernidad nos ha dado también una ciencia de la naturaleza muy superior a la antigua, hasta el punto de que Aristóteles apenas parece un científico al lado de Galileo.

En otros aspectos, la crítica de Brague se parece mucho a la de BaumanBaudrillard o Lipovetski. “Lo que nuestros contemporáneos entienden por libertad coincide con la rendición a la más completa de las servidumbres. Me refiero a la pretendida libertad del trabajador-consumidor, atado de pies y manos a deseos que él cree suyos pero que le han sido inducidos por una publicidad en forma de moda o reclamo”.

La modernidad líquida va a disolver compromisos que la humanidad ha considerado intocables. Brague explica que pertenece a la lógica del amor no reconocer un límite temporal. “Para siempre”, lejos de ser una fórmula enfática, responde a la estructura esencial del amor. Y no se necesita apelar a la religión para constatarlo. Eurípides hizo decir a Hécuba, ante Menelao: “No ama quien no ama para siempre”. Sin embargo, esta lógica está muy lejos de las nuevas generaciones. Su dificultad para comprometerse quizá derive de una duda sobre sí mismos. “Como explica magníficamente Vladimir Soloviev, para poder creer en otra persona, y para amarla con un amor auténtico, hay que creer primero en uno mismo, y hay que creer más radicalmente en Dios”.

Al analizar la idea de progreso −o más bien de un Progreso con “P” mayúscula−, Brague desenmascara la falacia que supone, a partir del incontestable aumento de nuestro conocimiento científico, concluir que tal avance nos conducirá a la mejora social, política y moral. Falacia con vitalidad sorprendente, pues “los hombres de hoy tenemos la amarga experiencia de que las cosas no funcionan automáticamente de esa manera”.

En su incansable empeño por restaurar conceptos, Rémi Brague nos pone en guardia frente a los valores. Piensa que la palabra esconde una trampa, pues “insinúa la defensa de un subjetivismo radical según el cual seríamos nosotros los que conferiríamos un valor”. Y confiesa que cuando oye la palabra “diálogo” está tentado de desenfundar, “no una pistola, pero sí todo mi escepticismo. Demasiado a menudo no se asiste a otra cosa que a monólogos paralelos envueltos en azúcar”.

Fuente | José Ramón Ayllón | Almudi (03/01/2018)

Rémi Brague: islam, ilustración y "cristianistas"

Una entrevista a campo abierto con uno de los pensadores más brillantes de Europa, Rémi Brague, es lo que acaba de publicar Giulio Brotti en el libro “Dove va la storia? Dilemmi e speranze” (¿Hacia dónde va la historia? Dilemas y esperanzas). Famoso por algunos de sus libros traducidos al español, Brague proviene de los estudios de pensamiento medieval, en particular de la filosofía árabe.

De ahí un conocimiento de primer nivel del pensamiento islámico, verdadero puente, según el autor, con la cultura europea. “La filosofía árabe es lo que más próximo a Occidente en la civilización islámica, y depende solo en una pequeña parte del islam en cuanto religión”. Mientras que “la teología islámica se constituye como polémica contra el cristianismo. La filosofía árabe, en su conjunto, asume una cierta neutralidad en materia de religión. Farabi fue alumno de cristianos, y a su vez tuvo como discípulo a Yahyá ibn ‘Adi, filósofo y teólogo de la Iglesia siriaca jacobita. Esta filosofía afirma la existencia de un principio único, inspirado en la concepción neoplatónica del Uno”. Se trata de una corriente filosófica muy interesante, que por desgracia “no sobrevivió a la modernidad”. El motivo es el debate sobre el Corán como palabra increada que, a finales del primer milenio de la era cristiana, bloquea toda discusión posible en el seno del islam. En aquel debate, los mutazili, partidarios de un Corán creado, fueron derrotados.

Actualmente, según Brague, “los modernistas querrían devolver a la vida la solución mutazili. Yo –afirma– les deseo la mejor de las suertes, pero no olvidemos que han pasado doce siglos desde que aquella escuela fue eliminada. El islam contemporáneo está tan alejado de ella como nosotros podemos estarlo de Carlomagno, y no es tan fácil cambiar hábitos de pensamiento tan arraigados”. Una constatación que lleva a Brague a una especie de escepticismo respecto a la posibilidad de un auténtico diálogo entre Occidente e islam. Si falta la mediación filosófica, todo se hace más complicado. Y ello a pesar de que exista “una sola cultura que se ha abierto a las demás –no sin brutalidad, pero también con curiosidad– y que entre otras cosas ha dado lugar a una etnografía, y esa es la cultura occidental”.

El intelectual francés rechaza la acusación de “eurocentrismo” que se suele dedicar a Europa: al contrario, “la cultura europea es la única que se caracteriza como ‘excéntrica’”. Es la tesis que presentaba en su libro “Europa. La vía romana”: la excentricidad europea se debe a la capacidad del cristianismo de pasar a segundo plano, de reconocer la autoridad de la cultura clásica y de la fe de Israel, de integrarlas en una tradición común sin arrasar la tierra a su paso. Todo ello no a partir de una homologación sino manteniendo con firmeza la distinción entre los diversos niveles y aportaciones.

Brague rechaza la idea, muy extendida, de la analogía entre los tres monoteísmos, así como la expresión “religiones de Abrahán”. El cristianismo no es una religión de libro. “La encarnación es el único evento que merece ese nombre, pues en ella llega verdaderamente algo a nosotros”. Este evento es lo que no se reconoce en el Siglo de las Luces, que demuestra “una ceguera extraña, increíble”, al reducir a Cristo a un Sócrates, a un mero maestro o modelo de moral.

¿Cómo ha sido posible? La explicación que ofrece Brague es interesante y decididamente insólita. En el periodo que va desde la llegada al trono de Luis XV (1723) hasta la revolución, “el siglo carece –si podemos llamarlo así– de santos ‘visibles’, activos en el mundo, como fueron san Vicente de Paúl o Felipe Neri, santos capaces de hacer el rostro de Cristo creíble, y por tanto reconocible en su época. (…) No sé cómo explicar esta sorprendente bajamar entre dos grandes siglos de santidad, y de santidad docta y creativa, como fueron el XVII y el XIX. ¿Hay que culpar a los excesos represivos de la Contrarreforma? ¿O al golpe asestado al misticismo con el relativo ‘crepúsculo de los místicos’ (Louis Cognet)? ¿O a la angustia insoportable inducida por el jansenismo?”.

La Ilustración, fruto de un tiempo privado de santidad. Brague acaba así con un tópico, el que ve en el racionalismo la causa del declive de la fe. No se trata de causa, sino sobre todo de efecto. Lo explica en una de las partes más interesantes de la entrevista, donde Brotti le pregunta sobre el riesgo actual de identificar, a la manera ilustrada, el cristianismo con la defensa de los valores cristianos. Brague observa que “el peligro es grande, en efecto. Debo advertir que cuando oigo la palabra ‘valores’ siento un rechazo instintivo. El modo más seguro de dejarse vencer es dejarse arrastrar al terreno del adversario. Justo eso es lo que hacen los que aceptan hablar de ‘valores’ y de la necesidad de ‘defenderlos’”.

Brague cita aquí, como modelo de esta posición, la “Action Française” del pensador de derechas Charles Maurras, un positivista no católico que admiraba la institución gloriosa y secular de la Iglesia. Un modelo análogo al de los “ateos devotos” que, según Brague, “son aquellos que hace ya más de veinte años me atreví a llamar ‘cristianistas’”. Su intención, aclara ahora, no era atacarles. En cierto modo le “resultan simpáticos por la sencilla razón de que lo que dicen es verdad, cuando afirman que la aportación del cristianismo a la sociedad europea, y a su arraigo en el mundo entero, fue positiva en su conjunto”. Es por eso que les anima pero, al mismo tiempo, no respalda su ideología “católica”.

Por ello, “hay que hacerles notar dos cosas. La primera es un dato de hecho: la civilización cristiana no la fundó gente que creía en el cristianismo, sino gente que creía en Jesucristo. Por tanto, no por los ‘cristianistas’, sino por los simplemente cristianos. Yo cito mucho como ejemplo a san Gregorio Magno, que puso los fundamentos de lo que llamamos Medievo, a partir del canto llamado ‘gregoriano’; sin embargo, él estaba seguro de que el fin del mundo sería mañana y por tanto que nunca habría una civilización cristiana en los siglos venideros. Lo segundo que hay que hacer notar a los cristianistas tiene forma de pregunta: si la fe cristiana era buena para sus antepasados, ¿por qué no podría ser buena también para ellos? ¿Por qué no podrían tomarla en seria consideración?”.

 

 

Fuente | Massimo Borghesi | PaginaDigital.es

Bautizados. No militantes (entrevista a Rémi Brague por Gianni Valente)

«Veo que se está llevando a cabo un fuerte proceso de clericalización». Si pienso en los años cincuenta y sesenta, estaban Gilson, Maritain. También estaban Claudel, Mauriac… Hombres libres como Gilson, Maritain… ya no existen en la vida cultural. Cuando los medios de comunicación tienen que hablar de la Iglesia, le hacen preguntas a algún eclesiástico»

Si hay algo por lo que le está agradecido a Dios, es por no ser un intelectual de corte. Sobre todo de corte eclesiástica. También por eso Rémi Brague, profesor de Filosofía Medieval en la Sorbona y en la Ludwig-Maximilians-Universität de Múnich, lo tiene fácil a la hora de desmantelar con nonchalance clichés consolidados. Diciendo cosas sencillas y claras que valen en Francia, pero también en muchos otros lugares. 

Profesor, ¿cómo está la Iglesia en Francia? Hay quienes dicen que está muerta, y quienes dicen que va todo bien. 
RÉMI BRAGUE: El problema es que también en Francia durante decenios se ha confundido e identificado a los cristianos con los militantes, a los bautizados con los grupos de presión. Lo que dicen los grupos de presión se presenta como la voz de la Iglesia y del pueblo cristiano. Los discursos y las consignas de estos lobbies siguen inundando los medios de comunicación, con una especie de juego de espejos: los medios de comunicación no interpelan más que a los representantes de estos grupos de presión, que a su vez responden según el guión ya predispuesto para ellos en la narración mediática de la realidad. 

Pero más allá de las siglas y sus historias, ¿cómo es realmente la situación? 
BRAGUE: La realidad efectiva de las cosas es quizá más grave de lo que dicen ciertos grupos de presión –que siempre tienden a celebrarse como lugares “Potëmkin”, lugares de cartón piedra donde se dice que todo va a la perfección– pero al mismo tiempo es menos grave de como a veces la describen los medios de comunicación, que a veces por pereza siguen repitiendo que en Francia el cristianismo ha terminado. Yo no me inquieto demasiado. Lo decían ya en sus conversaciones los filósofos e intelectuales del siglo XVIII. Hemos oído el mismo erre que erre durante todo el siglo XIX. 
El cardenal Danneels, hablando precisamente de la visita del Papa a Francia, retomó la definición de “chrétiens ordinaires”, diciendo que «El cristianismo será “genérico” o no será». 
BRAGUE: Yo frecuento sobre todo ambientes intelectuales y académicos, y por eso vivo como dentro de una burbuja. Creo que es innegable el descenso de las prácticas más sencillas de la vida cristiana, pese al gran trajín y las buenas cualidades de muchos curas buenos. Precisamente la clase intelectual de la que formo parte debería darse golpes de pecho, por la soberbia con que en tantas situaciones se ha burlado de la fe apostólica confesada con sencillez por tantos cristianos “ordinarios”. 
A veces parece que el testimonio cristiano es cuestión de “protagonismo” eclesial. 
BRAGUE: Veo en este momento un fuerte proceso de clericalización. Si pienso en los años cincuenta y sesenta, estaban Gilson, Maritain. Estaba también Claudel, estaba Mauriac… Hombres libres así ya no existen en la vida cultural francesa. Cuando los medios de comunicación deben hablar de la Iglesia, le hacen preguntas a algún eclesiástico. La Iglesia queda identificada con el clero. Así parece que los obispos y los cardenales son los portavoces de una empresa. En lo que está de su mano, hacen incluso bien su trabajo, pero el problema es que no es su trabajo. Las Conferencias episcopales tienen la propensión de ocuparse de cuestiones que no les afectan, sobre las que no tienen ningún título ni competencia. Una cosa positiva es que los jóvenes sacerdotes me parecen más libres de complejos. Me parece que no pierden demasiado tiempo en plantearse cuestiones retorcidas y ociosas sobre cómo “tomar posición” frente a todo. Viven sin complejos, quizá incluso demasiado tranquilos, pero de todos modos me alegra verlos así, no tensos, avanzando con serenidad con lo poco que tienen, en tiempos de penuria. 

También en Francia ha dado que discutir el levantamiento de la excomunión a los lefebvrianos. Usted es el segundo firmante de la petición al Papa lanzada por el semanario católico La Vie ya el 27 de enero, en la que se pedía tomar la mayor distancia posible de las teorías negacionistas de Williamson. 
BRAGUE: Considero totalmente positiva la decisión del Papa de revocar la excomunión. A los lefebvrianos les dijo: las puertas están abiertas, si queréis entrar. La historia de Francia demuestra que es mejor reabsorber las heridas mientras se está a tiempo, porque luego podrían enconarse. Aquí hay muchos pequeños cismas. En Lyon y en el Charolais todavía están los seguidores de la Petite Église, la pequeña Iglesia cismática nacida de los obispos que rechazaron el Concordato de 1801. Y están también los viejos católicos, nacidos del cisma que rechazó la infalibilidad pontificia tal y como había quedado definida en el Concilio Vaticano I. He firmado la petición porque temía –era fácil de prever– que inmediatamente se hubiera podido producir un terrible cortocircuito, que los medios de comunicación hubieran podido presentar las cosas como si el Papa flirtease con los negacionistas.

¿Qué opinión le merecen las reacciones más críticas a la decisión del Papa?

BRAGUE Muchos consideran ya a la Iglesia como un partido, y reclaman que la línea del partido-Iglesia sea bien firme. Pero la Iglesia son personas, no es un partido ni una empresa de servicios. Quizá esta tolerancia hacia personas ligadas a la sensibilidad litúrgica de antes del Concilio se comprendería mejor en las intenciones del Papa si, por así decir, se relativizara, mostrando que la misma apertura y disponibilidad vale también hacia otras situaciones y otras realidades, como la de los obispos chinos que durante decenios han tenido que convivir con un régimen hostil, y merecen respeto por eso, y no sospechas. 

En definitiva, el eventual regreso a la comunión con Roma de los lefebvrianos, ¿no comportará un revival en clave posmoderna de las nostalgias de ancien régime
BRAGUE: Yo creo que siempre hay que tener presente con gratitud las distinciones tradicionales entre política y religión, Iglesia y poder civil. La mitización de la situación de la Iglesia en los tiempos del ancien régime está totalmente fuera de lugar. El ancien régime es una historia de conflictos constantes entre el papado y el imperio, y entre la tendencia galicana y el ultramontanismo, que lo único que trajeron fue pesadez y opacidad a la Iglesia, que realiza mucho mejor su tarea cuanto más transparente es de Cristo. 
También hoy vuelve continuamente la discusión sobre cómo imaginar la relación entre la Iglesia y el mundo. 
BRAGUE: Sobre este punto hay que tener bien presente una cosa: no se puede pedir a los cristianos que hagan cosas que sean buenas solo para los cristianos. Los cristianos están sometidos a la ley moral como todos los demás. No hay prohibiciones alimentarias específicas para los cristianos, o vestidos hechos aposta para los cristianos. Y el cristianismo no desea el bien del cristianismo. Desea el bien de cada hombre. Incluso del no cristiano. Antes de que sea cristiano. Y esperando que lo sea. 

Fuente | Gianni Valente | 30 Días (01/02/2019)

Sloterdijk y el imaginario de la Globalización; mundo sincrónico y conciertos de transferencia

La teoría de las «Esferas» desarrollada por Sloterdijk es un instrumento morfológico que permite reconstruir el éxodo del ser humano desde la simbiosis primitiva al tráfico histó-rico-universal en imperios y sistemas globales como una historia coherente de extraversiones; ella reconstruye el fenómeno de la gran cultura como la novela de la transferencia de esferas desde el mínimo íntimo, el de la burbuja dual, hasta el máximo imperial, que había que representar como cosmos monádico redondo. Si la exclusividad de la burbuja es un motivo lírico, el de la inclusividad del globo es uno épico (Sloterdijk, 2003: 71).

«Burbujas», «Globos» y «Espumas» son los títulos de los tres volúmenes que integran «Esferas» I, II Y III. El discurso de Sloterdijk se abre en múltiples direcciones, explorando los caminos más excéntricos y sugerentes hasta nuestros días para ocuparse de cuestiones tan inmediatas como la globalización.

En Esferas II—Globos— Sloterdijk (2004: cap. 8) describe el proceso expansivo del mundo a partir del siglo XVI. Allí dedica un amplio capítulo titulado «La última esfera», a esta época incipiente del descubrimiento de la globalización de la Tierra.

La globalización terrestre (prácticamente consumada con la navegación cristiano-capitalista y políticamente implantada por el colonialismo de los Estados nacionales de la vieja Europa) constituye la parte media, plenamente abarcable a simple vista de un proceso en tres faces, de cuyos inicios Sloterdijk trata pormenorizadamente en Esferas II.

Allí, en el segundo tomo de su trilogía Esferas —Globos— Sloterdijk orienta su investigación hacia la macroesferología o historia de las globalizaciones. Sloterdijk narra una historia de dos mil años que se extiende desde Platón y Aristóteles hasta Leibniz y que abarca toda la estructura del cosmos, así como la forma de representación de Dios; aquí el motivo del globo asume el cariz de una narración metafísico-cosmológica:

En un amanecer que duró siglos, fue apareciendo la Tierra como el globo único y real, fundamento de todos los contextos de vida, mientras casi todo lo que hasta entonces valía como el cielo acompañante, lleno de sentido, se fue vaciando. Este hado fatal de la Tierra, generado por prácticas humanas, acompañado de una des-realización simultánea de las esferas numinosas, antes vitales, no proporciona sólo el mero trasfondo del acontecer que hoy se llama «globalización», sino que constituye el drama mismo de la globalización. Su núcleo está en la observación de que las condiciones de inmunidad humana se transforman de raíz en la tierra descubierta, redificada, singularizada (2007: 21-2).

Como se ha indicado, Sloterdijk distingue tres fases en ese acontecimiento que es la globalización: la primera, la fase metafísico-cosmológica, a la que ya hemos referido (la globalización morfológica); la segunda, la marítimo-terrestre —en la que España ocupa un lugar relevante, como protagonista de «la conquista del mundo» a través de la colonización—, globalización náutica que durante un periodo de 400 años fue decisiva, con un foco en España y otro en el Reino Unido. Tan sólo al final de este periodo de la historia, se produce lo que consideramos la mundialización o globalización electrónica, la de las telecomunicaciones. Es así como en el relato de Sloterdijk se transita de la «apertura de la globalización metafísica, que se había extendido durante el intervalo de dos mil años entre Aristóteles y Copérnico, hacia la globalización terrestre y marítima que ocupa el contenido principal de los últimos quinientos años» (Sloterdijk y Heinrichs, 2004: 235).

La hegemonía científica y cultural occidental2 fue la realidad intelectual de los últimos quinientos años de globalización, desde el principio de la expansión colonial europea hasta el final del proyecto modernizador soviético (Buck-Morss, 2005: 145).

Este periodo intermedio de quinientos años de la secuencia ha entrado en los libros de historia bajo el epígrafe de «era de la expansión europea». A la mayoría de los historiadores les resulta fácil considerar el espacio de tiempo entre 1492 y 1945 como un complejo cerrado de acontecimientos: se trata de la era en la que se perfiló el actual sistema de mundo (Buck-Morss, 2005: 145). La precedió, como se ha apuntado, la globalización cósmico-urania, aquel imponente primer estadio del pensamiento de la esfera, que, en honor a la predilección de la doctrina clásica del ser por las figuras esféricas, se podría llamar la globalización onto-morfológica(Sloterdijk, 2007: 27). Le sigue la globalización electrónica con la que se las tienen y tendrán que ver las gentes de hoy y sus herederos. Los tres grandes estadios de la globalización se distinguen, pues, en primer término, por sus medios simbólicos y técnicos: constituye una diferencia epocal que se mida con líneas y cortes una esfera idealizada, que se dé la vuelta con barcos a una esfera real o que se hagan circular aviones y señales de radio en torno a la envoltura atmosférica del planeta. Constituye una diferencia ontológica que se piense en un cosmos que alberga en sí el mundo de esencias en su totalidad, o en una Tierra que sirve como soporte de configuraciones diversas de mundo.

Es el viaje de Colón y la consiguiente reconfiguración de las dimensiones extraterres-tres lo que da lugar a estas nuevas configuraciones de mundo, con sus diversos imaginarios e implicaciones geopolíticas y psicológico-existenciales, es a partir de aquí y del prodigio técnico del «globo terráqueo» que el pensamiento y representación del espacio experimenta un cambio radical de sentido. El «globo terráqueo» informa a los seres humanos modernos, mejor que cualquier otra imagen, de su localización relativa en el mundo, dando inicio a un incipiente proceso de descentramiento antropológico —de superación del etnocentrismo europeo— mediante la constatación de que en el «espacio redondo» circundado, todos los puntos valen lo mismo. Las colonias más remotas —de los mortales apegados al suelo autóctono— pierden también su privilegio inmemorial de ser cada una para sí el centro del mundo (Sloterdijk, 2007: 49).

Los ciudadanos de la época moderna habrían así de acomodarse a una nueva situación en la que, con la ilusión de la posición central de su patria en el universo, desapareció también la imagen consoladora de que la Tierra estaba envuelta por bóvedas esféricas a modo de cálidos abrigos celestes. Desde entonces, los seres humanos de la época moderna tuvieron que aprender a arreglárselas para existir a la intemperie, expuestos al nuevo aliento frío de fuera. El ser humano descascarado desarrolla su psicosis epocal respondiendo al enfriamiento exterior con el desarrollo de curiosas políticas de climatización.

Así, el monopolio compartido con los grandes mapas y planisferios, por lo que se refiere a las vistas generales de la superficie terrestre, sólo se ha roto en el último cuarto de siglo XX con las fotografías por satélite. Sloterfijk afirma que:

En su época de dominio, el globo terráqueo no sólo se convierte en el instrumento rector de la nueva localización homogeneizadora; en el instrumento imprescindible de la cosmo-visión, en manos de todos los que en el Viejo Mundo y en sus dependencias llegaron al poder y al conocimiento. Protocoliza o consigna, además gracias a continuas y progresivas enmiendas de las imágenes de los mapas, la permanente ofensiva de los descubrimientos, conquistas, colonizaciones y denominaciones, con los que los europeos en avance marítimo y terrestre se establecen en el exterior universal (2007: 46).

El tradicional «vivir, tejer y ser» de los seres humanos entre atracciones, marcas y orientaciones regionales es superado por un sistema de localizaciones de puntos discrecionales en un espacio de representación homogéneo y divisible arbitrariamente (Sloter-dijk, 2007: 45). Cuando el pensamiento moderno, remitido al lugar espacial, domina la situación, los seres humanos ya no pueden permanecer —como si estuvieran en casa— en sus tradicionales espacios interiores de mundo y en sus fantasmáticas dilataciones y redondeos.

De este modo, como se ve a lo largo de su curso, la globalización va explosionando capa a capa las envolturas ilusas de la vida colectiva apegada al suelo patrio, enclaustrada, orientada hacia sí misma y pretendidamente salvadora de sí con medios propios: esa vida que hasta el momento la mayoría de las veces nunca estuvo con otra parte más que en ella misma y en sus paisajes natales (Sloterdijk, 2007: 49).

Ahora bien, dada la monopolización del discurso de la globalización por politólogos y científicos sociales, así como el uso amateur de tales conceptos por parte del periodismo con las consiguientes sugestiones y tergiversaciones de sentido, se hace del todo necesario recordar el origen filosófico del «motivo-globo», origen del discurso y el imaginario de la globalización. Éste podría comenzar con la frugal indicación de que «globo» es un sustantivo que representa una idea simple, la tesis del cosmos, y un doble objeto cartográfico, el Cielo de los antiguos y la Tierra de los modernos; de este nombre se siguen las derivaciones adjetivas al uso sobre estados de cosas «globales», que sólo últimamente han sido elevadas a rango nominal a través del verbo anglosajón to globalize (Sloterdijk, 2007: 24). De ahí procede la híbrida figura de la «globalización». De todos modos, dicha expresión tiene la ventaja de acentuar el matiz activo del acontecer actual del mundo: si sucede la globalización es siempre por operaciones con efectos en la lejanía.

PROVINCIANISMO GLOBAL Y SOCIEDAD DE PAREDES FINAS

Luego del recorrido analítico que hace Sloterdijk sobre los distintos fenómenos espaciales hasta llegar a la actual globalización, anuncia el fin del cosmopolitismo y plantea el surgimiento del «provincianismo global». Esta instalación del provincianismo global caracterizado por un mundo sincronizado se caracteriza por la eliminación de la lejanía y la reconfiguración de las culturas locales.

Aquí Sloterdijk establece una correlación entre el proceso de expansión espacial de la época moderna y el principio del movimiento del capital.

La globalización económica neoliberal se mantiene fundamentalmente sobre la base del fenómeno «nuevo», natural y homogéneo de la globalización económica, financiera y tecnológica, que parece conducirnos, de la mano invisible de la economía de libre mercado, a un seductor progreso económico y a un desarrollo universal sin límites y para todos… (Fariñas, 2005: 31-6).

La locura expansionista se transforma en una razón de lucro, de modo que el desencadenamiento de estas energías visionarias desemboca en aventuras náuticas, y de los protocolos extáticos surgen los «libros de viajes». Es aquí donde ve la luz una nueva interpretación del concepto de «descubrimiento» como revelación de lo hasta ese momento oculto en lo patente. Esto tiene que ver con la interpretación heideggeriana de la edad moderna como una época en la que el mundo se convierte en imagen y se conquista como imagen.

El sustento que permitió esta globalización fue la enciclopedia que elimina la sensación de des-ubicación del ser humano y la necesidad de sentirse seguro, tranquilo, contemplativo.

El baldaquín bajo el que se reúnen todas las soledades de los exploradores tenía que ser un fantástico libro integral: un libro de los «récords cognitivos» en el que no se olvidara a nadie que hubiese destacado como aportador de experiencia y como contribuyente al gran texto de la colonización del mundo (Sloterdijk, 2004: 843).

A lo que se refiere es a la Enciclopedia, «la biblioteca de la globalización», como Sloterdijk la llama.

En este devenir del ser humano se plantea la tarea de expandir ese conocimiento que ordena y abarca todo el saber, entonces la misión de lingüistas y etnólogos fue la de confeccionar y lograr encuentros con lenguas extranjeras, situación que inicialmente estaba impidiendo la expansión del saber de la época a los distintos espacios de la tierra. Desde esta perspectiva existían dos opciones: la imposición por medio de la fuerza y de las lenguas de los señores de los feudos y a través de la penetración de cada una de las lenguas concretas por el habla traducida de los nuevos señores.

En un tercer y actual momento nos encontramos ante una sociedad de paredes finas como la denomina Sloterdijk. En «La última esfera, historia de la globalización terrestre» (2004, cap. 8), Sloterdijk pone de manifiesto su interpretación del desarrollo de estos procesos desde la época de la colonización hasta lo que él denomina sociedades de paredes finas(863) y que no es otra cosa que el escenario de la época actual marcada por la globalización, que debe ser entendida más allá del sentido clásico de la eliminación de fronteras, como un proceso de desterritorialización, un movimiento de descentramiento donde se produce una combinación entre lo geográfico, lo simbólico y lo disciplinario. Las fronteras se vuelven móviles, cambian dependiendo del espacio en el cual se encuentra el individuo. Este proceso marcado por el desarrollo de las nuevas tecnologías y el avance de los medios de comunicación, sobre todo lo que se refiere a Internet y las posibilidades de conexiones que esta herramienta provoca, hace que el mundo se vuelva sincrónico, haciendo que se viva un presente común, la era de la llegada generalizada.

La globalización no es, pues, ni nunca ha sido, algo único. Globalizaciones han sido la extensión del uso del latín y, ahora, del inglés; los sistemas de comunicación; los lenguajes científicos; los sistemas de navegación; los sistemas de transporte —carreteras, ferrocarriles, rutas marítimas y, ahora, vías aéreas.

La historia de la globalización es la historia de una doble conquista, la conquista de la tierra por vía marítima y la conquista de la subjetividad. Según Sloterdijk, ha llegado el momento en que ambas expansiones se han encontrado y se han fusionado en un gran espacio denominado mercado (2007: 29). Después de la toma del medio metafísico y del medio terrestre la tercera globalización se nos aparece como la colonización del territorio interior. El mundo ha perdido la noche porque la luna y el sol ya no son los vectores del tiempo. En el mundo interior del capital siempre es de día.

Esta idea es expresada por Sloterdijka través de la imagen del Palacio de cristal, acuñada por Dostoievski en Memorias del subsuelo, refiriéndose al famoso recinto de la Exposición Universal de Londres de 1851. Metáfora voyeurista de la absorción de realidad desde unas condiciones inmunológicas perfectamente estudiadas.3

El camino hacia las sociedades de paredes finas parece inevitable. Cae así la primacía de la unilateralidad y con ella la de la globalización terrestre. Los lugares se entrelazan a la vez que confunden su propia identidad mientras las identidades se desplazan perdiendo su lugar natural. Nace lo que Sloterdijk denomina, la posthistorie, conjunto de relatos que matizan la absorción interna que nos permite la climatización artificial.

Lo que antes era historia de expediciones, aventuras e intrusiones, ahora es descubrimiento de las facultades ajenas y reacoplamiento de los flujos generados en las dos globa-lizaciones anteriores. Hemos pasado de un reino de la necesidad a un reino de la libertad donde la tele-comunicación ya no es una herramienta sino un constitutivo ontológico de las relaciones sociales, un medio de descarga generalizada sobre la base del bienestar en un parlamento ficticio.

ONTOLOGÍA DE LAS COMUNICACIONES: ACTIO INDISTANS

El concepto de telecomunicaciones tiene una gran seriedad ontológica, en tanto que designa la forma procesual de la densificación. La elevada densidad implica, a su vez, una probabilidad cada vez más elevada de encuentros entre los agentes, ya sea bajo la forma de transacciones, o en la de colisiones.

Lo que ahora cuenta es una «transferencia de pensamientos»4 des-regulada de cierta manera, y mixta, en dirección horizontal y vertical, a través de medios simultáneamente comunicativos e informativos. En este proceso, la verticalidad es desplazada cada vez más por la horizontalidad, hasta que se llega a un punto desde el cual los participantes comprenden en los juegos de sociedad que son comunicativos e informativos, que ya nada les llega desde arriba y que están, con sus cerebros, sus medios, sus equivocaciones y sus ilusiones, solos en este mundo decantado (Sloterdijk, 2008: 22-33). Están condenados a una ciudadanía mundial electrónica, cuyas categorías son dadas mediante los hechos de la densificación del mundo y de la tele-vecindad de todos con todos. Lo que, de hecho, se define con la palabra telecomunicación, implica una forma de mundo tele-operativa, que es a su vez definida por actiones in distans de toda naturaleza. A ella le corresponde una conciencia que debe convencerse cada vez más de sus tareas tele-morales y políticas.

Las telecomunicaciones producen una forma de mundo cuya actualización requiere diez millones de e-mail por minuto y transacciones en dinero electrónico por un monto de un billón de dólares diarios, transacciones a distancia. Tan sólo este concepto fuerte de las telecomunicaciones como forma capitalista de la actio in distans es el adecuado para describir el tono y el modo de existencia en el Palacio de Cristal5 ampliado. Gracias a las telecomunicaciones, parece haberse realizado por medios técnicos el viejo sueño de los moralistas de un mundo en el que la inhibición se imponga a la desinhibición. Sin embargo grandes regiones, los perdedores del juego de la globalización, se separan, en huelgas latentes o manifiestas, del dictado mundial del capital globalizado, dando lugar a destempladas reacciones desinhibitorias. Igualmente, como es posible constatar en muchas regiones, que sectores de población dignos de ser tomados en cuenta le vuelven la espalda al sistema político con una indiferencia enemiga. Así, la elevada densidad de la «convivencia» mal avenida genera la resistencia de la periferia contra la expansión unilateral de los negocios, maquillada de intercambios y acuerdos políticos bilaterales de libre comercio.

La transformación global de la cultura y los negocios no es progresista ni está marcada por los equilibrios. Las posibilidades tecnológicas de los nuevos media se inscriben en un marco de relaciones globales que son violentamente desiguales respecto a las capacidades de producción y distribución. Su desarrollo está sesgado por intereses económicos y militares que nada tienen que ver con la cultura en un sentido global, humano.

LA METÁFORA DEL PALACIO DE CRISTAL: CAPITALISMO Y GLOBALIZACIÓN

Así, la densidad generada por las cercanías artificiales y artificiosas de la globalización, conduce indefectiblemente a la fase en que la praxis unilateral desinhibida se manifieste bajo una posible secuela violenta y es que dichos actores, los perdedores de la historia, han sido expulsados del jardín de Edén en el que se prometía la salvación incluso a los desplazados unilateralmente.

Precisamente esta reflexión acerca del impacto que producen los influjos inhibitorios y los influjos desinhibitorios en el funcionamiento de nuestro mundo globalizado —bajo la forma de un mercado mundial— es desarrollada por Sloterdijk en su conferencia «El Palacio de Cristal», pronunciada en el marco del debate «Traumas urbanos: la ciudad y los desastres», que tuvo lugar en Barcelona, en el año 2004. En esta conferencia, Sloterdijk establece una articulación entre ambos tipos de influjo y otros temas que forman parte de la meditación contemporánea en torno al capitalismo, la globalización y el terrorismo.

El Palacio de Cristal de los británicos, ese invernadero gigante y lujoso construido en Londres en 1850 para la Exposición Universal, convertido por Sloterdijk en la gran metáfora y el emblema de las ambiciones últimas de la Modernidad, alcanza su concreción en las sociedades que componen el primer mundo (Europa y Estados Unidos); el objetivo es resguardarlas de las amenazas provenientes del exterior. El Palacio de Cristal occidental ha reemplazado al mundo de los metafísicos por un gran espacio interior organizado por el poder adquisitivo. El capitalismo liberal encarna la voluntad de excluir el mundo exterior, de retirarse en un interior absoluto, confortable, decorado, suficientemente grande como para que no nos sintamos encerrados. La transparencia del Palacio genera la ilusión en los habitantes de los márgenes de poder participar de su confort y seguridad. El palacio se hace desear, se propone como ideal de desarrollo para los «perdedores de la Historia» ocultando las fronteras que los dividen, invisibilizando sus rigurosas medidas de control.

Pero la distancia que media entre el Palacio de Cristal y las sociedades periféricas permite adoptar una perspectiva abierta, que en algunos puntos se asemeja a la exigida por Oswald Spengler para el estudio de las ciudades. Ubicarse fuera de los muros y meditar el fenómeno de las ciudades como si no participáramos de su poder cobijante y de su seducción. Experimentar una angustia espacial iniciática que permita testimoniar el éxtasis que produce la sensación de seguridad y cobijo. Pensar el Palacio de Cristal desde ese éxtasis libera la mirada, ofreciendo amplias posibilidades de análisis.

Ahora bien, problematizar el Palacio de Cristal desde una perspectiva tercermundista, la latinoamericana por ejemplo, no tiene por objeto actualizar una filosofía del resentimiento, sino servir como estrategia de apropiación del pensamiento de Sloterdijk, en la medida que su filosofía emerge desde un espacio específico que no puede ser ignorado al momento de interpretarlo.

En esta filosofía de la Historia propuesta en el texto, el capitalismo liberal busca retirarse en un interior absoluto, confortable y decorado que excluye el mundo exterior. Ahora bien, en ese trabajo de exclusión, no solo queda afuera todo lo que la naturaleza tenga de ingobernable, sorpresiva y demoledora, sino también aquella enorme masa de individuos que tras el Fin de la Historia fueron declarados como perdedores para siempre.

De este modo, según Sloterdijk, enormes masas desespiritualizadas se encuentran a la intemperie:

sin que jamás se les haya aclarado correctamente el sentido de su destierro. Decepcionadas, resfriadas y huérfanas se cobijan en sucedáneos de antiguas imágenes de mundo, mientras éstas parezcan conservar todavía un hálito de la calidez de las viejas ilusiones humanas de circundación (2004: 35).

Las paradojas termopolíticas en las que se incurren durante la construcción del gran invernadero global, instauran un nuevo diseño cartográfico que ubica al Lercer Mundo muy lejos del Palacio de Cristal y de sus fabulosos parques posthistóricos.6

Pero los perdedores de la Historia no se resisten a permanecer estáticos, iniciando un tenaz asedio al Palacio de Cristal. Por los intersticios que la macroestrucutra deja entrever, hordas de inmigrantes ingresan al Palacio en busca de una anhelada tranquilidad. Se trata del arca más vulnerable y al mismo tiempo más esperanzada.7 Y de todas aquellas virtudes de las cuales se jactan los habitantes del Palacio, ellos buscan el plácido cobijo de la densidad y su carga inhibitoria. Maltrechos por el despliegue constante de praxis unilaterales desinhibidas y la vertiginosa mutación de escenarios, ven con muy buenos ojos la total cristalización de las condiciones de vida en el Palacio. La generalización normativa del tedio emerge como un escenario utópico tanto para los refugiados de las especulaciones financieras como para los habitantes de las miserables poblaciones urbanas de todo el continente. Se trata de un fenómeno similar al de los bárbaros que fueron permeabilizando las fronteras del Imperio Romano. Dispuestos siempre a empuñar las armas del Imperio, van a morir orgullosos con tal de acceder algún día a la «ciudadanía». Paradoja sólo comprensible si se considera la hiperbólica propaganda del Palacio y su way of life.

Así, en la era de la globalización, el terrorismo, como forma organizada de desinhibición agresiva, avanza con pasos silenciosos por las fisuras abiertas del abrumador entorno circundante. El «terrorismo» no es otra cosa que la consumación de una especie de justicia imaginaria o —si se prefiere— ajusticiamiento. Un modo de sobre-reacción que encuentra en el 11 de septiembre de 2001 una de sus más potentes manifestaciones. Este hecho es, para Sloterdijk, indicativo de que el motivo de la desinhibición agresiva cayó en manos de perdedores activos, procedentes del bando antioccidental. Una nueva ola de perdedores de la «historia» descubrió para sí los placeres de la unilateralidad, de la agresión «espontánea» (Sloterdijk, 2007: 215). No imitan, como anteriores movimientos surgidos de los perdedores, ningún modelo de «revolución»; imitan directamente el impulso originario de las expansiones europeas: la superación de la inercia mediante el ataque arbitrario, la asimetría euforizante garantizada por la agresión pura, la superioridad indiscutible del que llega primero a un lugar y planta su estandarte antes de que los demás lo hagan. La clara primacía de la violencia agresora hiere de nuevo al mundo, pero esta vez desde el otro lado, desde el lado no occidental. Los terroristas islámicos ocupan zonas cada vez más amplias en el espacio abierto de las noticias del mundo. En él infiltran los sistemas, violan el espacio aéreo y estrellan aviones centellantes sobre las torres de Cristal que cobijan el centro del comercio mundial (Vásquez Rocca, 2008c: 212). El hecho de que los autores de estos graves atentados reciban la consideración de héroes en extensas zonas del mundo no controladas por Occidente constituye tan sólo un aspecto secundario de su triunfo, la eficacia que ostentan y la marca que les enorgullece dice relación, más bien, con la gestión de la catástrofe (Vásquez Rocca, 2008: 159-68). Con la generación del pánico global.

Sloterdijk sostiene que el terror no es más que el intento de crear molestias dentro del sistema que puedan afectar al consumismo (el terrorismo islámico sería un ejemplo de ello):

El fenómeno de la globalización nos lleva a la generalización del confort y hacia la idea de un palacio de cristal —concepto utilizado por Dostoievski para denominar el mundo occidental— que representa la vida que nos gustaría vivir, aunque mantiene una mirada hacia fuera para saber quién es su enemigo (2007: 203).

GLOBALIZACIÓN; CONCENTRACIÓN DEL CAPITAL Y SECUESTRO DE LAS IMÁGENES

Entre los elementos más globalizados está la circulación del dinero en tiempo real —bajo todas sus formas— y la circulación de las imágenes —iconos y objetos de representación—. El dinero y las imágenes son, probablemente, las dos cosas que circulan de manera más masiva, a mayor velocidad y que tocan más puntos en el mundo. Pero, si uno compara los resultados de la circulación de las imágenes, se encuentra con una tendencia radicalmente asimétrica o paradójica. El dinero circula concentrándose. Es decir, la hipercirculación del dinero, tanto metálico como virtual: acciones, cheques, transferencias, bonos, bonos de deudas, y todo lo que en virtud de su valor financiero es transable. Los intereses del capital tienen como fin primordial eliminar todas las trabas que dificulten sus movimientos y ganancias. Para este globalismo, el mundo es un indiviso de transacciones comerciales. Un gran mercado donde priman los flujos financieros y —en apariencia— todo circula, pero late en su interior, en el mundo interior del capital, una innegable tendencia a la concentración, la que, en gran medida, es responsable de los obscenos procesos de concentración de la riqueza a escala global. Concentración no sólo de unos países frente a otros, sino también la que tiene lugar en la creciente brecha de la distribución de los ingresos entre grupos sociales al interior de un mismo país o Estado.

Nos encontramos ante una creciente interconexión entre las culturas mundiales y los mercados comunes, lo que determina, según el crítico cultural norteamericano Fredric Jameson que «el capital internacional vaya mermando la autoridad de los Estados-nación y nos encamine hacia niveles de normalización y homogeneización global cada vez mayores» (1998: 54-77). Las actividades de unas pocas grandes corporaciones multinacionales sin escrúpulos crean condiciones que llegan a ser tan intolerables que llegará el día en que se rechacen universalmente los valores capitalistas y se produzca una vuelta al socialismo. A pesar de los no escasos méritos de esta teoría que, aparentemente, demuestra la cada vez mayor interdependencia de los mercados financieros y las cada vez más monopólicas actividades del capital internacional —cambios que han provocado efectos desastrosos en la economía global—.

Ahora bien, uno podría sostener que con la circulación de las imágenes pasa exactamente lo contrario, es decir que los bites de información, de imágenes, de símbolos, de iconos, etc., se distribuyen de manera equitativa, esto es, que llegan a todos lados y en forma simultánea.

Bajo este supuesto se podría sostener que el acceso a la imagen en tiempo real hace que este mundo, el mundo de lo simbólico, sea hoy un mundo que se distribuye con una racionalidad radicalmente distinta al mundo del dinero. Por supuesto, ambos operarían con la lógica de la ganancia, es decir detrás de la distribución de los objetos simbólicos de las imágenes habría personas que estarían lucrando, traficando a distancia con las imágenes de otros lugares, lo que, por lo demás, es lo propio de la Globalización (Ho-penhayn, 2007: 85).

De este modo, parece haber una curiosa asincronía, entre democratización de las imágenes y concentración de la riqueza, donde lo simbólico se distribuye y lo material se concentra.

Uno podría pensar, entonces, que una bomba de tiempo de la Globalización tiene que ver con esto porque, a medida que se distribuyen los referentes simbólicos, a medida que se distribuye la información de la imagen hacia todo el mundo, la gente también quiere participar en el tipo de mundo al cual los símbolos e imágenes hacen referencia. Y, sin embargo, a medida que se concentra la riqueza, más difícil se les hace satisfacer sus expectativas a aquellos que hoy día sí poseen información y que generan aspiraciones vinculadas con esa información. Más grande se hace la brecha entre expectativas y logros, entre aspiraciones simbólicas y posibilidades de realizarlas materialmente.

Entonces, parece ser que uno de los puntos más amenazantes, inquietantes, conflicti-vos de la Globalización tiene que ver con esta creciente brecha entre acceso a lo simbólico y acceso a lo material.

Hoy las imágenes circulan alrededor del mundo en órbitas descentradas que facilitan un acceso sin precedentes, deslizándose casi sin fricción a través de barreras idiomáticas y fronteras nacionales. Este hecho básico, tan evidente como profundo, en apariencia garantiza el potencial democrático de la producción y distribución de la imagen —en contraste con la situación económica o del flujo del capital—. La globalización ha originado imágenes de paz mundial, justicia global y desarrollo económico sostenido que no todos los habitantes del globo podrían suscribir, al menos no sin sentirse esquizoidemente escindidos entre lo que los medios testifican y lo que su realidad a escala humana puede constatar. Pese a todo el mundo-imagen es la superficie de la globalización. Es nuestro mundo compartido. Esta imagen-superficie manipulada parece ser la condición de toda experiencia compartida posible.

El cerrado ajuste entre imagen e interés político-financiero dentro de la burbuja narrativa engendra el autismo colectivo de las noticias televisivas. Los significados no se negocian; se imponen. Y la imagen que se resiste a quedarse en el contexto de esa narración es inquietante, es un dibujo y una escritura desde el borde, signada por la disidencia que será rápidamente moderada.

Sin embargo, existe una posibilidad de re-negociar los significados, signándolos de un modo diferente a partir de la centralidad que debiera ocupar la Estética —en la organización del saber y la administración de las humanidades—, esto es, a partir del desarrollo de competencias específicas en las personas marginadas e impotentes, de modo tal que dispongan de las herramientas para hacer frente a la grave situación que vivencian, que puedan desarrollar respuestas inmunológicas, simbólicas e icónicas para intervenir las cargas psico-espirituales que comportan las imágenes en el contexto de la mercantiliza-ción, lo que abre la estética, la semiótica y todas las instancias de estudio de lo visual a una dimensión ética, de dignificación, de recomposición psico-social e identitaria, desde donde las imágenes mediáticas que se nos presenten como válidas —revestidas de falsa inocencia— puedan ser no sólo interpretadas, sino develadas en su sentido ideológico y mercantil latente, esto es, como una compleja interrelación entre visualidad, discurso y sistemas de seducción, de modo que a partir de este des-encubrimiento podamos desarticular su dispositivo retórico mediante el instrumental semiótico que constituyen las prácticas del ver y mostrar.

Es así como esta tesis de la asincronía, con todas sus implicaciones éticas y estéticas, se torna problemática o al menos discutible, sobre todo si se tiene en cuenta el fenómeno comunicacional de la manipulación de las imágenes, o la de su privatización en una operación político-gubernamental operada por países como Estados Unidos, que bajo alianza estratégica con bancos de datos tan potentes y monopólicos como los de Microsoft, no dejan circular ciertas imágenes que comprometen su imagen en el concierto internacional.8

CIBERCULTURA, GLOBALIZACIÓN Y DECONSTRUCCIÓN DEL PROYECTO DE MUSEO ILUSTRADO

En la ciudad global, en la megalopolis hiper-conectada y sus carreteras de la información —entre el flujo y la densidad de las unidades de datos— nos desplazamos entre figuras y entidades híbridas, espectros de una cultura post humana, capturadas y encapsuladas en bloques de bits.

Las nuevas mega-ciudades con sus sofisticados proyectos de desarrollo urbano, basados en su prioritaria preocupación por la conexión inmediata a otras ciudades globales y el desarrollo de megaestructuras arquitectónicas multifuncionales y autosuficientes, han provocado la desertificación del entorno y gestionado el habitat sofocado de los nuevos centros comerciales, recintos feriales y estadios cubiertos. Son los nuevos invernaderos, caparazones para una vida que apunta —en la era del capitalismo integral— a la total absorción del mundo exterior en un interior planificado en su integridad.9

Ahora bien, en las sociedades informatizadas y globalizadas el museo ha sido desplazado en su rol hegemónico de administrador del régimen de visibilidad de una cultura, de dispositivo de verdad, para dar paso a nuevas prácticas artísticas —asociadas a la digitalización y virtualidad— de la producción simbólica de imágenes y relatos; de estrategias de reconocimiento siempre provisionales, propios de las identidades en fuga, y del tránsito constante del animal que se desplaza en asentamientos nómadas. Este activismo a la vez político y medial que propician los dispositivos digitales de interacción social genera modos de comunicación directa entre los ciudadanos, no mediados por el interés de las industrias de la cultura o los aparatos del Estado.

La introducción en el imaginario colectivo del ciberespacio abre nuevos horizontes políticos y nuevas relaciones de poder. Espacios de redefinición constante de las prácticas discursivas y ensayo de nuevas subjetividades.

Así, en ausencia de patrias los hombres fijan sus huellas, y gestan imaginarios tribales —en los que reconocen filiaciones acotadas y pertenencias locales a determinados nichos comunitarios. De modo que nuestros desplazamientos en la web debieran propiciar nodos capaces de introducir en nuestra experiencia interconectada, reflexividad, interacción y diálogos mínimos en el gueto de nuestra ciudadanía internaútica.

No estamos, por tanto, ante la idea de un todo simultáneo y su representación correspondiente. La idea de redes refiere a múltiples trayectos individuales —que se entrecruzan, a menudo chocan, y otras se interrelacionan— más que a la pertenencia a un conjunto homogéneo y estable. Aquí se subraya sobre todo el carácter constructivista que asume la navegación por la red.

En la era digital el museo ha sido —también— objeto de una desterritorialización; con la emergencia de las galerías virtuales y la desmaterialización del arte, el tránsito y circulación de bienes culturales ha asumido nuevas formas, desarticulando el hegemóni-co circuito de exhibiciones, dando paso a una nueva escena artística, donde el arte puede estar en todas partes a la vez, sin centro y sin periferia.

El museo es heredero del mismo programa ilustrado de la Enciclopedia. Caracteriza a los conocimientos el hecho de que se acumulen como un capital: un capital que pertenece a una humanidad ilustrada en su conjunto y que adquiere el «sentido de verdad» por obra de teóricos y privatizadores del saber, sobre todo, por las clases gobernantes y sus portadores de secretos. Las ciencias empíricas —con sus géneros literarios filiales se registran en el gran libro de la teoría neo-europea; fueron los franceses ilustrados los que con su característico genio práctico, ya a mediados del siglo XVIII, llevaron a cabo el proyecto de la Enciclopedia (Sloterdijk, 2004: 841). Del mismo modo, la concepción moderna del museo es un hecho relativamente reciente, también surgido con caracteres precisos de autoconciencia y de voluntad programática a partir de la mitad del siglo XVIII como parte de la afirmación y difusión de la cultura ilustrada. El paso de privado a público de las colecciones de arte transcurre de diversos modos en la Europa del siglo XVIII, relacionado con la consolidación del concepto del patrimonio artístico, como bien de la colectividad. El decreto por el cual la Asamblea Nacional transformaba las colecciones reales del Louvre en el Musee Central des Arts asume el valor de inicio de una nueva era en la historia del museo (Vásquez Rocca, 2008b: 122-7).

Notas:

1 Este artículo forma parte del Proyecto de Investigación N° DI-10-09/JM-UNAB «Ontología de las distancias en Sloterdijk, hacia una teoría antropotécnica de las comunicaciones». Dirección de Investigación, Universidad Andrés Bello-Fondo Jorge Millas 2009, Facultad de Humanidades y Educación UNAB.

2 Esta hegemonía —muy probablemente— no se mantenga en nuestro nuevo milenio. La era globalizada en que nos encontramos, en que la comunicación ha sustituido a la moneda como valor de cambio, impulsa a la tecnología hacia la transformación de las relaciones sociales de producción y difusión del conocimiento.

3 Este recinto ha encontrado recientemente su homólogo en la sociedad china. Es el caso del Water Cube de Pekín, un cubo de 6.700 toneladas de acero forrado de burbujas elásticas por las que penetra la luz solar.

4 Transferencia de pensamientos entendida como actio in distans, esto es como acciones tele-comunicativas.

5 El Palacio de Cristal, el de Londres en 1850, que primero albergó las Exposiciones Universales y luego un centro lúdico consagrado a la «educación del pueblo», y aun más, el que aparece en un texto de Dostoievsky y que hacía de toda la sociedad un «objeto de exposición» ante sí misma, apuntaba mucho más allá que la arquitectura de los pasajes; Benjamin lo cita a menudo, pero lo considera tan sólo como la versión ampliada de un pasaje. Aquí, su admirable capacidad fisonómica lo abandonó. Porque, aun cuando el pasaje contribuyera a glorificar y hacer confortable el capitalismo, el Palacio de Cristal —la estructura arquitectónica más imponente del siglo XIX— apunta ya a un capitalismo integral, en el que se produce nada menos que la total absorción del mundo exterior en un interior planificado en su integridad.

6 «…los estadounidenses, paradigmáticos expatriados de la <historia>, que contribuyeron con los parques posthistóricos al palacio de cristal» (Sloterdijk, 2004b).

7 El arca no es tanto una estructura material cuanto una forma simbólica de cobijo de la vida rescatada, un receptáculo de esperanza.

8 Es el caso de la intervención militar en Irak, en Afganistán o los campos de prisioneros en las bases militares de Guantánamo; aquí se ha producido, en el decir del artista visual Alfredo Jaar, un secuestro de las imágenes. Las mismas que él ha intentado recuperar, mediante su prolífico trabajo de documentación de catástrofes y genocidios como el acontecido en Ruanda. Jaar trabaja con la idea de la desaparición de las imágenes. En esta misma instalación encontramos la idea de la manipulación de las imágenes, su privatización y posterior desaparición. Esto obedecería a la convicción de los gobiernos acerca del poder de las imágenes, tesis refrendada históricamente por el caso de Vietnam, donde las imágenes detuvieron una guerra, jugando allí un rol preponderante los corresponsales de guerra que lograron sensibilizar a gran parte de la población civil. A esto se le teme, por ello no se deja a las imágenes circular y más bien se les secuestra. A esta lógica, esto es al aprendizaje de la lección de Vietnam, corresponde el así denominado efecto CNN, donde por medio de una gran operación mediática de maquillaje se presentó una —aparente— guerra aséptica e indolora.

La Guerra del Golfo, con su hipocresía medial al operar la mascarada de una retransmisión de una guerra «limpia» e indolora, sin sufrimiento y en directo, inauguró una nueva época en cuanto al tratamiento de los conflictos por parte de los medios de comunicación, preparando el terreno de lo que luego sería otra operación mediática maquillada: Somalia. Desde entonces se habla del llamado «efecto CNN», para describir la existencia de un tremendo poder de influencia de la televisión para desencadenar respuestas políticas ante determinados escenarios conflictivos, en los que el sufrimiento de las personas es retransmitido en directo. La guerra del Golfo sería el ejemplo de ello.

9 Particularmente en las artes se observa un refuerzo del papel de las instituciones directamente ligado a programas de promoción de las ciudades, como la implantación de grandes museos que albergan exposiciones internacionales, inmensas edificaciones que contribuyen a la espectacularización de las ciudades y el turismo cultural, lo que conduce, a su vez, a un redimensionamiento de la producción artística concebida para esos espacios.

REFERENCIAS

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Hopenhayn, Martin. (2007). La globalización ¿real o imaginaria? En Carolina Rossetti, Max Colodro y Ana María Foxley (eds.). Palabra de filósofo: Jornadas de reflexión en el día mundial de la filosofía. Santiago: Lom.
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Fuente | Adolfo Vásquez Rocca (Universidad Andrés Bello, Departamento de Artes y Humanidades. Santiago, Chile)

Rémi Brague entrevistado en Frente a frente (2009)