Relinquunt Omnia Servare Rem Publicam

 

El viejo Aquarium de Boston permanece
en un Sahara de nieve ahora. Sus quebradas ventanas están enmaderadas.
El pescado de la veleta de bronce perdió la mitad de sus escamas.
El tanque aéreo está seco.
Una vez mi nariz se arrastró como un caracol en el vidrio;
mis manos rascaron
hasta reventar las burbujas
errantes de las narices de los intimidados, sumisos peces.

Mis manos retrocedieron. Muchas veces continué
dando un vistazo por las oscuras inclinaciones del vegetante reino
de peces y reptiles. Una mañana del último marzo,
me apreté contra la cerca de púas nuevas y galvanizadas
en el Boston Common. Detrás de su celda,
las palas mecánicas gruñían como dinosaurios amarillos
cuando recogían toneladas de musgo y hierbas
al vaciar el bajo mundo de su garaje.
Estacionamientos de espacios lujuriosos como cívica
almohada de arena en el corazón de Boston.

Un cinturón naranja, calabaza Puritana coloreando las trabas
de las vigas en la hormigueante Casa de Gobierno;
sacudiéndose sobre la excavación, como si las caras del Coronel Shaw
y su infantería de Negros con cachetes como campana(1)
sacudieran la calle Gauden con el consuelo de la Guerra civil;
extensa tabla apropiada para servir de astilla contra el terremoto del garage.

Dos meses después de marchar a través de Boston,
medio regimiento fue muerto;
en la conmemoración
William James casi pudo escuchar la respiración de bronce de los
negros.

Las varas del monumento como espina de pescado
en el cuello de la ciudad y
su Coronel como una delgada
aguja de brújula.

Tiene la encolerizada vigilancia de un pájaro,
de un galgo dulcemente tieso;
que al parecer retrocede ante el placer
y se sofoca por privacidad.

Está fuera de ataduras ahora. Se regocija en el hombre cariñoso;
peculiar poder para escoger vida y muerte;
cuando lideraba sus negros soldados hacia la muerte,
no podía doblar la espalda.

En miles de pequeños pueblos de la verde New England
las viejas iglesias sostuvieron el pelo
de la desparramada, sincera rebelión; raídas banderas
acolchando el cementerio de la Gran Armada de la República.

Las estatuas de piedra de la abstracta Unión de Soldados
crecen delgadas y jóvenes cada año-
cinturas de avispas, dormitan sobre mosquetes
y meditan a través de las patillas de ellos…

El padre de Shaw no quería un monumento
excepto la zanja
donde el cuerpo de su hijo fue arrojado
y extraviado con sus “negros.”

La zanja está cerca.
No hay estatuas de la última guerra aquí;
en la calle Boylon, un fotógrafo comercial
muestra una derretida Hiroshima
sobre Mosler Safe, la “Roca de las Edades”
que sobrevivió a la explosión. El lugar está cercano.
Cuando me acuclille hacia mi equipo televisivo
las secas caras de los niños de la Escuela de Negros surgieron como balón.

El coronel Shaw
cabalga en su ilusión.
Espera
la bendición del descanso.

El Aquarium se ha ido. Por todos lados
automóviles gigantes con aletas y hocico como pez;
un bárbaro servilismo
resbala entre la grasa.

 

Notas:

(1) El Coronel Shaw nació en Boston, Massachussets. Su madre fue una destacada abolicionistas pero su hijo no compartía tal inclinación. Luego de declarada la emancipación, a Shaw le ofrecieron la oportunidad de hacerse cargo del regimiento de voluntarios de color llamado “Los 54 de Massachussets.” Su madre fue quien lo persuade a aceptar.

Shaw fue severo en cuanto a impartir disciplina a sus subordinados. De acuerdo con algunos oficiales, cuando entrenaba a la tropa gustaba utilizar la coerción. A aquellos que se negaban a obedecer, los hacia permanecer en un barril. Se dice también que tenia por costumbre amordazarlos o balearlos.

Por sugerencia de Shaw, “Los 54” lideraron el asalto al fuerte Wagner, en Carolina del Sur. 272 miembros del regimiento fueron muertos entonces, entre ellos Shaw.

(2) Uno de los inusuales ejemplos del favorable impacto de la bomba sobre Hiroshima y Nagasaki, fue el ocurrido en industrias como la Mosler Safe Company de Hamilton, Ohio.

En virtud de que sus productos estaban en el lugar correcto en el momento correcto, Mosler se transformó en LA compañía salvadora(Safe)para la era atómica. Antes de la segunda guerra mundial, Mosler Safe había reemplazado la bóveda (“La Roca de las Edades que sobrevivió a la explosión”-escribe Lowell) del Banco Teikoku en Hiroshima, Japón. Después del lanzamiento de la bomba se descubrió que el contenido de esa bóveda en particular estaba milagrosamente intacto. Gracias a esto, pronto el gobierno de Estados

Unidos eligió a Mosler Safe para construir un refugio atómico para que la Declaración de la Independencia y la Constitución fuesen salvaguardadas durante un ataque u otro desastre.

Versión de Raúl Racedo

Julio en Washington

 

Los rígidos radios de esta rueda
pulsan los lugares heridos de la tierra.

En el río Potomac, chispazos de energía
puramente blanca mantienen viva la furiosa ola.

Las nutrias resbalan sobre el agua, se sumergen peinándose hacia atrás,
los mapaches lavan sus cuerpos en el arroyo.

Dentro de los círculos, estatuas verdes cabalgan como libertadores
sudamericanos sobre la vegetación creciente—

puntas y lanzas de alguna vacía tierra
ecuatorial que heredará el planeta.

El elegido, los elegidos… llegan aquí brillando como monedas
y mueren, suaves y desaliñados.

No podemos pronunciar sus nombres, numerar sus años—
círculos sobre círculos, como anillos de un árbol—

pero desearíamos que el río tuviese otra orilla,
un mayor abanico de encantadoras montañas,

colinas distantes envueltas en azul como los párpados de una chica.
Parece que el mínimo empujón podría llevarnos allí,

que solo la leve repugnancia de nuestros cuerpos,
ya fuera de nuestro control, podría arrastrarnos de vuelta.

 

 

Traducción de Adrián Viéitez

Los dos muros

 

Un muro blanco se enfrenta a un muro negro
en algún lado, y mutuamente se despiertan.
Cada uno arde en el resplandor tomado al otro.
Los muros, ya despiertos, han de seguir hablando,
sus colores parecen semejantes, dos matices del blanco,
cada uno viviendo a la sombra del otro.
Qué sutiles son estas distinciones cuando ya no podemos elegir.
Ante tal vengador Don Juan debió desenvainar la espada.
Dos muros de piedra blanca que se contraen;
su búsqueda de la dicha y su coincidente…
En este punto de la civilización, este punto del mundo,
la única compañía satisfactoria imaginable es la muerte.
Esta mañana, un nudo en la garganta, yazgo aquí,
penosamente respirando el alma
de Nueva York.

 

 

Abril 8, 1968

Los santos inocentes

 

Escucha, las campanillas del heno resuenan mientras
la carreta
de ruedas enllantadas se balancea sobre el alquitrán
y el hielo encenizado, bajo el molino de cáñamo
y el canal de los sábalos. Babeantes, los bueyes se detienen
maravillados ante las defensas de un automóvil,
y enormemente se desplazan por la colina de San Pedro.
He aquí a los no contaminados por mujer, su dolor no es
de este mundo:
el Rey Herodes grita venganza junto a las piernas
de Jesús trenzadas y tiesas en el aire.

Un rey de idiotas y de niños mudos. Más
Herodes que Herodes este mundo; y el año,
el mil novecientos cuarenta y cinco de gracia
enciende no sin fatiga y pérdidas la colina de escorias
de nuestra purificación; los bueyes se aproximan
al ruinoso cimiento de su establo,
el santo pesebre donde el lecho es maíz
y acebo que se esparce para la Navidad. Si como Jesús
bajo el yugo ellos mueren, ¿quién los llorará?
¡Cordero de pastores, Niño, cuan quieto yaces!

El adiós de Santayana a sus enfermeras

 

El espíritu da vida; ¿matarán sus epístolas
al excéntrico quieto, si por deseo del cielo
halló a la Iglesia demasiado buena para ser cierta?
“Morirás”, responden las Hermanas, “tal y como viviste”.
Uno se pregunta cómo adivinaron lo que escribí
o si las monjas eran demasiado pragmáticas
para seguir alimentando la ilusión. Creyendo que Pablo,
el más abyecto de los hombres, hubiese errado el blanco
al predicar que la verdad era sólo lo asido por su mano,
le cedí el alma al Evangelio insondable;
de mi discurso, la esencia derivó corazón y paisaje.
Al morir, me imaginé acosado por las Hermanas Azules
revoloteando como gansos, silbando. “Roma debe dar
lo mejor”,
hasta que Curcio, armado, colme el hueco.

Como un árbol junto al agua

 

La oscuridad convoca a la tiniebla, y la desgracia
se acoda en las ventanas de esta planificada
Babel de Boston donde nuestro dinero conversa
y prodiga tinieblas en una tierra
de preparación donde camina la Virgen
y las rosas circundan su rostro de esmalte
o en astillas se precipitan sobre calles resecas.
Nuestra Señora de Babilonia, adelante, adelante,
yo fui una vez tu hijo predilecto,
moscas, moscas sobre el árbol, en las calles.

Las moscas, las moscas, las moscas de Babilonia
zumban en mis tímpanos mientras el demoníaco
fúnebre y largo canto de la gente hace estallar la hora
de ciudades flotantes donde a los albañiles de Babel
la áurea lengua del diablo los conmina
a erigir la ciudad de mañana de aquí al sol,
el que de Boston las calles infernales
jamás alumbra; allí la luz solar es una espada
que embiste al guardián del Señor;
moscas, moscas, sobre el árbol, en las calles.

Moscas sobre las aguas milagrosas del Atlántico
helado, y los ojos de Bernadette
vieron a Nuestra Señora de pie en la gruta
de Massabielle, tan claramente
que su visión cegó los ojos de la razón. La tumba
yace abierta y devorada en Cristo.
¡Oh muros de Jericó! y todas las calles
que conducen a nuestra muralla atlántica cantan:
“¡Cantad,
cantad por la resurrección del Rey!”
Las moscas, las moscas sobre el árbol en las calles.

México (fragmentos)

 

1

Las dificultades, las imposibilidades permanecen;
yo, de cincuenta años, humillado con la dorada basura
de los años,
como un cerro de heno, al laurel muerto torna gris mi
espalda;
tú, con algo de dulzura, de edad incierta, digamos
veintisiete,
no lastrada por el honor o la decepción.

¿Cuál es la ayuda entonces? No al sol, la florescencia
escarlata
y la fiebre elevada de este día séptimo,
la diarrea predestinada del caminante, la náusea,
los múltiples piquetes del mosquito, redondos como pesos,
Aquí sin esperanza en Dios o en los dioses aztecas;
nosotros, gente solar, sabemos que el sol, la fuente
de la vida
morirá, a menos que lo alimentemos con sangre humana—
los dos somos relojes y sólo contamos en el tiempo,
el filo aguzado de la manecilla presiona contra el porvenir.

2

Ni la fe que no acelera el paso o lo retarda, ni las cargas
activadas
por la llama de Alá, ni la ilusión de salvar mujer e hijo
pesan mucho contra su fuego concentrado—
Abel aprendió esto cayendo entre glorias matutinas y verdes
y las gelatinosas plantas trepadoras del crepúsculo saurio.
Prosigue, sentirás la seguridad, el delirio,
los soldados rasos seguros de aplastar al enemigo,
los clanes de Dundee en Killicranks, destruyendo
a los ingleses, que tres días más tarde seguían corriendo.
Nos unen las mismas ataduras de dolo e inocencia;
y con todo no somos iguales; he vivido sin sentir
desde hace tanto la pérdida que ya no duele;
y rutas y reflejos del mundo me dejarán flotando en
libertad—
Tú, Dios te ayude, debes ambicionar cada una de tus
respiraciones.

3

Deseando alzar la cruz del Rey, Sacrificado
en el monasterio de Emmaús en Cuernavaca—
nombre mundano para su planta aerodinámica
y sus crucifijos vanguardistas, los monjes, como Pablo, se
han ganado
con artesanías al costo de la transferencia de profundidad.
Aquí acampó dos años una Comisión Papal,
y emitió su decreto: el análisis no es obligatorio,
su sereno Prior belga era herético, un desviado…
No pudimos hallar el cadáver removido por un helicóptero;
las celdas estaban vacías, pero el arte aún se vendía;
legos neuróticos te acechaban como venados,
alambres de púas en cabañas blancas e inmaculadas, cuyos
nombres eran
Sigmund y Karl… Viven la vida de los monjes,
una revelación alivia el estrago de la anterior.

5

Al sur de Nueva Inglaterra, al sur de Washington,
al sur del Sur, paseo bajo la luz vidriada de la luna; rocío en el pasto y nadie en la distancia…
este deseo sin límites me impulsa,
como a un toro con anillo en la nariz y cadena en el anillo…
Nos alejamos, toro y vaca, puedes imaginar
un ganadoapareándose seis largos días de olvido:
yendo y viniendo por el camino, de nuevo este amurallado
sendero del jardín, arduas espinas de heno se clavan en
nuestros escondrijos;
y siempre a la vista de todos y cada uno,
del sol en plenitud, del ocaso que dibuja siluetas, mostrándose ante las luces altas de los autos que pasan,
Luego desaparece; aprendo a vivir con la historia.
¿Qué es la historia? Aquello que no puedes tocar.

6

En medio del invierno de México. Sin embargo, altas flores
rojas
persisten en los árboles, y todo está en la hoja,
el crepúsculo quema los ladrillos enormes como hogazas—
en algún sitio debí encontrar este color, el rosa enfebrecido,
y supe su mensaje: ¿o será que a tu casa veinte veces
te he encaminado, y luego retorné sobre mis pisadas?
Ningún momento vuelve y es manejable, ni dos veces ni una.
Hemos esperado, pienso, toda una vida para este paseo,
y el polvo blando bajo nuestros pies se deshace
como la sal de la pureza, alba y estéril; incluso
es sal tu blusa de encaje abullonado. Los ladrillos se apagan;
al minuto más común no se divide, ni una ni dos veces…
Cuando sales, te evoco, cada hora del día,
cada minuto de la hora, cada segundo del minuto.

7

Tres almohadas, punta a punta, elásticas, curvas, y frías
cubiertas por la sábana del diván. Por un segundo,
la mano alucinaba—
me pensé descubriéndote. En el crepúsculo,
el lavabo despide su golpeante perfume, su dulzura,
un enlace de ron y coca-cola. Oscuridad, querida, oscuridad:
aquí siempre, lo ilusorio de la noche, las luces
observan a los mexicanos, niños casi todos, conformados
por habitaciones
como cajas en una calle donde los autobuses devoran
la acera.
Y la medianoche del Año Nuevo; en el mercado tres beben
cerveza
en latas adornadas con limones y sal; una mujer azteca,
canta sus baladas de adulterio; y llora porque
su esposo la ha abandonado por tres mujeres para asumir
la pobreza que todos los hombres deben enfrentar
a la hora de la
muerte.

8

Como si masticáramos hierbas saladas y ramitas secas,
llenando nuestras bocas de polvo y trozos de adobe,
ratas, gusanos y lagartijas, descendimos la colina,
el amor es sereno, no legisla
porque las leyes protegen y encarcelan.
Seis leones de piedra, arduos bebedores, más bien sapos,
guardan la fuente, tres faroles herrumbrados se deterioran;
tres calamares de piedra, tres veces pisas levantando
el canalónno citado en guía alguna… esta ciudad
de la llanura,
donde el agua enrojece, como si estuviera teñida,
y en la cantina trece muchachas se sientan a la mesa,
luego ninguna, entonces sólo veinte se juntan con
los hombres,
probos y lujuriosos asesinos—
la devoción trepa la colina con zapatos de hierro.

10

Quizá no artista, tú trasciendes sus frases,
una joven demasiado simple para tan detallada astucia…
Toma ese día de hornada en la terraza de mármol,
la roca y el pasto pardos del asado, el aliento
del mundo que se eleva como el humo maduro de las
castañas,
una hendedura que en el cuerpo del valle deja caer
distancias;
enfermo y pensativo, el siguiente día
de la flor roja, las colinas, el volcán y el valle—
ésto no es lo más grande, aunque sea grande; las horas
de calosfrío, dolor y quemadura, cuando acometeríamos
más allá del denuedo, las alturas
y luego la caída… recayendo en el discurso honesto:
la enfermedad, comida que la carne debe tragar
alimenta nuestras mentes… la mente, que también es carnal.

La buena vida

 

Los árboles florecen, y las hojas perladas de niebla
sobre nosotros se abanican en la copa de vino de los
olmos,
mujer, hijos y casa: la médula y el inútil adorno de la vida;
servicial, la descomposición se quema…
y no por las medallas lamer culos en el prado del pavorreal,
arrojando alpiste al sangriento gallo de pelea,
o vomitando púrpura en la arena de esclavos—
en la Roma de Tito, tediosa, martirizada y ansiosa
de complacer.
Al águila la ciñen nuevas legiones y creencias viejas.
Quizás el hombre libre le sorprende el acoso imperial
(rara vez agradable, un azote de cálculos biliares)
que continúa arrastrando a quien de otro modo
olvidaríamos,
al perro dormido, al héroe alquilado para el terror,
perlas para el collar, argollas en la cadena resonante.

El nihilista como héroe

 

“Una línea inspirada es todo lo que entregan nuestros
    poetas,
¿mas qué francés ha escrito seis líneas aceptables,
    una atrás otra?”
dijo Valéry. Para Satán ése fue un día feliz.
Uno anhela palabras colgadas de la carne del buey vivo,
pero la llama fría del papel de estaño lame el leño metálico;
el inmutable hermoso fuego de la niñez
traiciona las visiones monótonas.
Del cambio y por definición se alimenta la vida,
en cada temporada nos deshacemos de guerras, mujeres
                                              y automóviles nuevos
A veces, cuando enfermo o lleno de malestares,
miro verdear la llama contraída de este fósforo,
el tallo de maíz adquiere florescencias y verdes
    prolongaciones.
Un nihilista debe vivir el mundo como es
mirando a lo imposible ascender al desecho.

“Una línea inspirada es todo lo que entregan nuestros
poetas,
¿mas qué francés ha escrito seis líneas aceptables,
una atrás otra?”
dijo Valéry. Para Satán ése fue un día feliz.
Uno anhela palabras colgadas de la carne del buey vivo,
pero la llama fría del papel de estaño lame el leño metálico;
el inmutable hermoso fuego de la niñez
traiciona las visiones monótonas.
Del cambio y por definición se alimenta la vida,
en cada temporada nos deshacemos de guerras, mujeres
y automóviles nuevos
A veces, cuando enfermo o lleno de malestares,
miro verdear la llama contraída de este fósforo,
el tallo de maíz adquiere florescencias y verdes
prolongaciones.
Un nihilista debe vivir el mundo como es
mirando a lo imposible ascender al desecho.

La muerte de un crítico

 

Aburridos, desagradables y agónicos,
los ancianos
el blanco de mi escarnio resultaron,
hasta que el tiempo, el recuperador, me hizo como ellos.

Antes, en Nueva York, decíamos
“Si la vida pudiese escribir,
hubiese escrito como nosotros”.
Ahora el fluido vital huye
del encendedor desechable,
y palidece su brillo
cilíndrico, translúcido, carmesí—
Oh reina de las ciudades, estrella matutina.

Arde dentro de mí la edad

El camino se aclara cada año
y cada año lo cubre la maleza;
la naturaleza es nuestra colaboradora
y nosotros, después, ya no ayudamos

II

El cuadro verde-océano de la televisión
amado y anhelado como ningún rostro humano…

Desde mi cuarto aislado,
hablo conmigo mismo y me aprovecho.
Convalezco. No disfruto
la polémica con mis viejos alumnos,
y coloco un tablero sobre los brazos de mi silla
para escribir cartas
que incineran temiéndole a mis gérmenes.
Los discípulos descienden como golondrinas del Brasil
o reseñas de libros desde Londres.
¡Ah! en las noches de insomnio, cuando mi tragedia
deleita a las aves ociosas, pregunto
por sus inesperados rostros familiares
que hoy no identifico.

Los estudiantes cuyo entusiasmo
abrió espacio en el aire
se han graduado para dejar de ser.
No tendrá caso
convocarlos de nuevo a la existencia,
tendrían la alocada sinceridad de los fantasmas…
sin referencias o regalías,
sin empleo.

Ahora, casi completamente congelado,
miro la rosa florecer en mi calentador.
Y en los instantes cálidos, contemplo
la belleza que volvió tropical
el verano en Long Island.
De los noventas a Nixon,
la misma joven, los mismos senos
deliberadamente tersos todavía.
En mi pantalla
su patrón intolerable
me la ofrece cada noche
como si dispusiese de su hija.

¿Me volverá su pánico infalible?
¿Era mi integridad mi única
comprensión de todo lo que odiaba?
¿Asesinó el músico Gesualdo
a su mujer para heredar
su voz de ruiseñor?

Mi crítica sobrevive a sus víctimas,
enterradas en las pequeñas revistas literarias
que nos promueven periódicamente,
al barracuda y a su presa.
Mis notas primerizas,
alguna vez el equivalente verbal del asesinato,
son ahora una breve hilera compacta,
casi tan vieja como yo.
Cetrinas, se derrumban
sus tiesas páginas,
vuelan como hojas secas
hacia el árbol que las alimentó.
Detrás de las fachadas celulares de Nueva York
ataviadas de indiferencia vítrea
me disminuyo… ya no más explosivo.

Demando una muerte natural
sin morder el polvo,
sin esparcir la sangre…
No le temo a la muerte…
sino al dolor incierto, ilimitado.

Desde 1939

 

Nos perdimos la declaración de guerra,
en la luna de miel, en tren hacia el oeste;
en los revolucionarios treintas
fatigamos los Poemas de Auden, hasta que bajamos
la cabeza
de acuerdo al caminar
de lo anacrónico, confortable y mezquino…
Hoy de más cosas me pierdo,
mi equivocación es más consciente.
Veo otra muchacha leyendo el último libro de Auden.
Debe ser muy moderna,
usa el pretérito para diseccionarlo.

Como Munich, él es ahora histórico
y quizá maduró
hasta amar la podre del capitalismo.
Vivimos todavía
entre el demonio de sus negligencias
que él quiso desdeñar
con la excentricidad malévola de la vejez.

En nuestro inconcluso y revolucionario presente
nada comienza y todo ha terminado.
El Diablo sobrevive a sus vacías esquelas
y se dirige, cojeando y maldiciente, a su demolición,
la pesadez moral más allá de balanzas,
vómito circular como manchas
de hierba amarillenta.

Inglaterra y Estados Unidos han durado
lo suficiente para temerle a su pasado,
los hábitos se aprietan como cera,
los alegres, los prósperos, su ácida violencia.

Hace unos diez años
caballerosos negros africanos revisaron
su pequeño cementerio inglés y en la basura
sofocaron estatuas
de la Reina Victoria, de Kitchener, de mercenarios de Belfast
tallados en jabón y por mandato desangrados hasta
la blancura.
Los apresan las cartas marcadas que norman su salario—
que el infortunio soberano abandonen.

¿Se entusiasmaron demasiado como una gran actriz
dedicada a probarse su vestuario?
¿Tal vez creyeron que ellos revivirían
de proseguir su espíritu?

Sentimos a la máquina huir de nuestras manos,
como si alguien más la condujera;
si vemos una luz al fin del túnel
es la luz de otro tren que se aproxima.

Robert Lowell, Usa, 1917-1977

Leyéndome a mí mismo

 

Como muchos, me enorgullecí lo justo y más aún,
prendí fósforos que me hicieron hervir la sangre;
memoricé los trucos para prender fuego al río:
en cierta forma jamás escribí nada a lo que regresar.
¿Puedo dar por sentado que acabé con flores de cera
y me he ganado mi jardín en las bajas laderas del Parnaso…?
Ningún panal se construye sin una abeja
añadiendo cerco a cerco, celda a celda,
la cera y la miel de un mausoleo;
esta redonda cúpula demuestra que su autor está vivo;
el cuerpo del insecto sobrevive embalsamado en miel,
ruega que su perecedera obra perviva
lo suficiente antes de ser profanada por el oso glotón:
este libro abierto… mi ataúd abierto.

Epílogo

 

Esas benditas estructuras, trama y rima…
¿Por qué no me sirven ahora
que quiero trabajar
desde la imaginación, y no desde el recuerdo?
Escucho el sonido de mi propia voz:
La visión del pintor no es una lente,
tiembla para acariciar la luz.
Pero a veces todo lo que escribo
con el raído arte de mis ojos
parece una instantánea,
morbosa, apresurada, estridente, apiñada,
más elevada que la vida,
pero paralizada por la realidad.
Toda una unión mal avenida.
¿Pero por qué no decir lo que pasó?
Reza por la gracia de la precisión
que Vermeer otorgó a la iluminación del sol
avanzando como la marea sobre un mapa
hasta esta muchacha, toda anhelo.
Somos pobres realidades pasajeras,
advertidos por ello a que otorguemos
a cada figura de la fotografía
su nombre exacto.

El delfín

 

Delfín mío, solo me guías por sorpresa,
cautivo como Racine, el hombre de ingenio,
atraído en su laberinto de férrea composición
por la incomparable y errante voz de Fedra.
Cuando andaba mal de la cabeza, te acercaste a mi cuerpo
atrapado en su nudo de ahorcado de sedales hundidos,
el vidrioso inclinarse y arrastrarse de mi voluntad…
Me he sentado y escuchado demasiadas
palabras de la musa que colabora conmigo,
y tramado quizá demasiado libremente mi vida,
sin evitar hacerle daño a otros,
sin evitar hacerme daño a mí mismo;
para pedir compasión… este libro, mitad ficción,
una red tejida por el hombre para luchar con la anguila:
mis ojos han visto lo que mi mano hizo.

Afeitándome

 

Al afeitarme veo, en toda su extensión,
sólo por esta vez, mi cara en el espejo.
La miro de reojo como si se tratase
de un problema de carpintería…
Aunque la encuentro un poco más delgada,
es la cara de siempre,
con ojos acechantes al ritmo de mi mano..

Nunca tienen los días las suficientes horas…
Según estoy tumbado, confinado, anhelante,
monomaniaco,
celoso incluso de la intrusión más mínima
(me resulta imposible rechazar
la diminuta espina de algún cardo).
Incapaz de imitar la manera espontánea
con que exigen los niños sus respuestas.

Tan inflamable es para mí una piedra
como una cerilla de cartón.

La marea doméstica ha cesado;
y, tú también, inclinas la cabeza
sobre lo que has escrito
y corriges, a veces disgustado,
con cara inexpresiva, como los girasoles.

Tenemos suerte
de haber podido juntos realizar tantas cosas.

Hombre, Esposa

 

Domados por las pastillas yacíamos en el lecho de mamá; la pintura guerrera del sol naciente nos teñía de rojo;
en la amplia luz matutina los dorados tubos de la cama brillaban,
abandonados, casi dionisíacos.

Por lo menos los árboles son verdes en la calle Marlborough,
los capullos en nuestras magnolias encienden
las mañanas con sus mortíferos cinco días de blancura.
Toda la noche sostuve tu mano,
como si hubieras
enfrentado por cuarta vez el reino de la locura –
su sólita locura, su ojo homicida –
y me arrastraste vivo a casa… Oh, mi pequeña,
la más limpia de todas las criaturas de Dios, toda aire y nervio aun:
tenías veinte años y yo,
cierta vez vaso en mano
y corazón en la boca,
emborraché a los rabinos en el calor
de Greenwich Village, desfalleciendo a tus pies –
demasiado borracho y tímido
y de rostro inmutable como para dar un paso,
mientras que el agudo brío
de tu invectiva arrasaba el tradicional Sur.

Ahora, doce años más tarde, das la espalda.

Insomne, aprietas la almohada
contra tu vientre, como un niño;
tu anticuada perorata –
amorosa, rápida, despiadada –
rompe en mi cabeza como el Océano Atlántico.

Si tuviera un sueño sobre el infierno (fragmentos)

 

¿Me ayudarán ustedes a entender
lo que no tiene arreglo ni remedio,
en esta temporada de escritura poética
y de alivio
para mi depresión, que pasaremos juntos?

*

Durante mucho tiempo, empapado,
y a menudo tocando fondo
por el gran mar verde de los semáforos
que autorizaban nuestra navegación
encontré que mi fatiga era la luz del mundo.

*

Ciudad para matar, ciudad americana.

*

Tus libros son hileras de trajes vaciados.

*

Esa capacidad de corromper
que la poesía tiene, es la más genuina
voluntad de la voz, nunca perdida,
más llena de fantasmas, la voz que sobrevive
de forzar resistencias, descontrolada por la inspiración.
Desde tres adjetivos a un objeto
hay un salto imposible.

*

Nos obsesionamos tanto con la escritura.
Al fin lo conseguimos y así nos fue con ella.
¿Te despiertas acaso como yo, tan perplejo
encontrando los anteojos olvidados
dentro de uno de los zapatos?

*

Mis reseñas virginales eran en su momento
el equivalente verbal de los asesinatos.
Ahora son un montón chiquito,
compacto, tan viejo como yo.
Ellas se desintegran amarillas
y sus páginas rígidas
se hacen añicos como las hojas secas
escapando del árbol que les diera vida.
Estoy sin un amigo:
Veo de vez en cuando, en la noche cerrada,
brillar los faros de algún auto suicida
por la autopista y luego diluirse.
Mi vacío fantasmal ahora se me llena
con todos mis amigos agraviados
como tristes moscas familiares.

*

¿Acaso no es hipócrita pretender dar respuesta
a lo que no hemos sido capaces de escuchar?

*

Aunque escribo mis versos por la noche
soy muy poco sincero en mi discurso.

*

¿Merezco alguna consideración
por no haber intentado suicidarme?
Quizá lo que temía es que esa peregrina
decisión resultase fallida
sin darme cuenta de que practicando
es como se corrigen los errores.
¿Y del infierno, qué?

*

Si tuviera un sueño sobre el infierno
en esa pesadilla
me encontraría a mí mismo
embalando mi casa para mudarme,
con todos los demonios preguntando
eternamente impertinencias varias.

*

Lo que en realidad hice no fue mucho,
entonces, como ahora, fue muy poco.
Del fuego del infierno, en cambio,
no puedo apagar un simple fósforo.

*

Estoy ciego de ver.

*

Adiós, adiós a nada. Doy gracias,
muchas gracias.

Visitantes

 

Sin ningún buen propósito
cruzan corriendo por mi dormitorio
dos líneas negras, largas, verticales,
que muy rápidamente se convierten en cuatro:
se trata de los chóferes
de la ambulancia, con su uniforme azul,
o quizá policías haciendo doble turno.
Registran nuestro cuarto, desordenado e íntimo,
escrutan mis cuadernos de trabajo,
a los que mis continuas correcciones
han tornado ilegibles,
y los desechan en ese recorrido
por nuestra habitación, como si fuesen
dueños de nuestro dormitorio.
Eso es lo que ellos hacen.
Me atosigan primero y después se dispersan…
¿Inspeccionan, quizá, buscando pruebas,
mi esparcida ropa por el suelo?
Están ellos más gordos
de lo que sus deberes les exige…
Con cortesía burlona ellos se ríen
de todo cuanto digo:
» Ayer tenía yo treinta y dos años,
una amenaza para la autoridad
al ser todavía joven.» La aburrida sargenta
se entretiene mirando al samurai risueño
de colmillos de tigre,
que muestra la pintura japonesa colgada
de la pared del cuarto… «¿Cuánto costará esto?
¿Dónde podría yo conseguir otra?»

Si la luna ilumina la oscuridad, yo puedo
ver a través de ella…,
ver una hermosa plaza londinense en donde
uniformadas vacas negras mugen,
rumian con la rutina de las motosierras…
Mis visitantes son una buena carne
de res para banquetes,
hacen que falsamente uno perciba
que está la tierra bien fundamentada,
mientras secretamente se dan prisa
a telefonear desde sus ambulancias.
Click, click, click, hacen las luces
azules, blancas, rojas, mientras brillan
con una negligencia aristocrática…
¡Cuantísimo trabajo!
Cuando a mi habitación vuelven todos juntos,
estoy seguro de que su mirada
no se ha apartado ni por un segundo
de sus propios relojes.
«Con cuidado, señor, más despacio, señor.»
«Señor, el doctor Brown
estará aquí dentro de diez minutos.»
Mas en lugar de eso
una silla metálica se despliega en camilla.
Estoy tumbado en ella y bien atado,
pero no así mi mente que va de idea a idea.
Ellos siguen moviéndose.
«En el sitio al que vamos, Profesor, a llevarle
no va a necesitar ninguna obra de Dante.»
¿Qué necesitaré entonces en tal sitio?
¿Son quizá las esposas ese ruido
que escucho en sus bolsillos?

Sigo con atención el modo del traslado,
rígido, incluso agradecido, pero sin sentimientos.
¿Por qué ha enmudecido mi charlatana lengua,
tan amiga de bromas?
Alguien debe pagar por alienarme
y mañana será peor que ahora,
el cielo y el infierno me parecen lo mismo…
Debo esperar premonitoriamente,
sin sacar beneficios de este drama…,
suponiendo, lo mismo antes que ahora,
que esto no me ha ocurrido…
Es mi porción de eternidad pequeña.

En el dormitorio de mi padre

 

En el dormitorio de mi padre:
la fibra azul es delgada
como la escritura de una lapicera en el cubrecama;
azules descoloridos en las cortinas,
un kimono azul
sandalias chinas con azules correas de felpa.
La ancha tabla del piso
tiene una pulcra lijada.
La claridad de la lámpara de vidrio
con una pequeña y blanca tulipa que fuera levantada algunas
pulgadas para que descansen en el volumen
dos los oídos de Lafcadio.
Reflejo de un Japón no familiar.
Como el escondite de los rinocerontes,
sus combados olivos cubren
lo que fue castigado.
En el marcador del libro:
‘De Mamá para Robbie’.
Años más tarde en el mismo lugar:
‘Este libro ha tenido un duro trato,
en el río Yangtsé, China.
En la tormenta él fue dejado bajo
una tronera abierta’.

 

Versión de Raúl Racedo

De la «Décima sátira” de Juvenal

 

…Devorados por la paz, queremos
ser devorados por la guerra.
El orador se ahoga en sus discursos;
los gladiadores mueren
por su eficacia en dar la muerte.
Aún más asfixiante es la riqueza
de quienes acumulan
fortuna tras fortuna.
Y como la ballena del Atlántico,
por un instante sobresalen
junto al delfín
—y mueren.

Robert Lowell, Usa, 1917-1977