Carta a Dios

 

En las noches· que no puedo dormir
tú pisas las baldosas,
las bordeas
hasta alcanzar mi cabecera;
cuando sabes
que está vivo el aliento
de mi boca febril.

Y si en la mano
brinca el lapicero,
tú miras por encima de mi hombro
para ver lo que escribo
y lo que nombro.

Tú estás alerta entre mi sueño.
Tú me robas,
extingues, aminoras
con empeño
mi llamada, mi pálpito;
me robas
el nombre de otro dueño.

¿Por qué te veo, Señor?
¿Por qué casi me tocas
y mi mano
contiene tu caricia?
¿Por qué esta lucha contra ti
si eres mi olfato
mi visión y mi tacto,
tú los rumores
que mi oído escucha?

¿Por qué nunca me dejas
y tus ojos, Señor,
¡siempre tus ojos!
me miran
sin reproche y sin queja?

Anciana en recoletos

 

En el pico de un banco está sentada.
No quiere molestar. No mira al frente.
No la turban los ruidos ni la gente.
La tela que la cubre está gastada.

Es blanca su cabeza mal peinada.
Veo de su perfil sólo un pendiente,
y un zapato sin brillo, indiferente
a la media tupida y descolgada.

Esta mujer de pena y de polilla,
en silencio por cuanto la atropella,
no ve cómo se acercan los gorriones.

Da su espalda a la Diosa de la Villa,
al Palacio de Comunicaciones,
donde nunca habrá carta para ella.

Íntima a Quijote

 

Dime:
Si yo fuese a tu alcoba
en una noche clara,
desdoblado mi oloroso cabello,
y mis dientes brillaran
al borde de tus labios,
¿cómo responderías oyéndome decir: ¡Abrázame!?
¿Romperías las leyes
del gran amor que te sujeta?

Mas, no. No te provocaré. Intento vano.

Yo sé que aunque me encuadre tu mirada,
no me pinta el pincel de tu deseo.

QUIJOTE:

Te han amado los hombres.
Yo te amo por todas las mujeres.

Un niño va a nacer

Al Dr. D. Benito Rutz Quíntela, que tan
angelicalmente cura y sonríe a los niños.

 

¡Silencio!: Un niño va a nacer.

Que toquen campanarios. Orquestas. Catedrales.

Que se callen computadoras
yunques y turbinas,
bases de lanzamiento.

Que se olviden diplomas

pergaminos
fajines
y medallas

Un minuto de pureza en los lechos.

Parad, estambres y pistilos.
Ciegos y poderoso sementales.

Y vosotras, maravillas del mundo,

que os dieron la belleza manos que un día fueron
tan frágiles como éstas, ¡contempladle!

Que calle el universo ante el recién nacido.

Este es el heredero. Es el superviviente
del cosmos primigenio.

Es la fusión de lavas

de líquenes y limos
de fuegos y glaciares.

El triunfante de monstruos voladores,

del dragón y del saurio, del reno y del bisonte.
Ha desgajado troncos.
Ha partido quijadas y dorsales.

Este niño es de carne de piedra.
De carne de bronce.
De carne de hierro.

Su cuerpo es un pop-art ingente.

Lo navegan helechos, sirenas y centauros.
Ha venido, regresa cuajado de perfiles
y glóbulos de siglos.

¡Es suya la Creación! Todas las luminarias.

Los mares y la tierra. Las semillas.
Las flores y los frutos.
Los reptiles. Los peces. Las aves y las bestias.

¡Silencio!: Aquí hay un palpito de Dios.

Una promesa.

Un niño va a crecer: ¡Respeto!

Puede ser un cachorro de jaguar o de puma
o el lobo del poema de Rubén.

Este niño, que arroparon en mísero envoltorio,

que calentó el olor de un muladar,
pudiera hacer del mundo
un horno crematorio, o un panal.
Este niño, puede agotar un río
para llenar su mitra y bautizar.

Pequeño y vertical te está mirando,

está midiendo tu estatura gigante de Goliat.
No hay déspota que mire tan retadora,
tan aceradamente.
No te pide pistolas, balones ni aeroplanos.
¡Una canción tan sólo!
Tu mano y tu canción, tu canción y tu mano.

No esquives su mirada buscando una moneda.

No le des un juguete gastado de tus hijos.
No le vistas con esa caridad de los pingajos,
pues de miserias, lástimas y sobras
difícilmente un niño se recobra.

Te está mirando, te está pidiendo

el tiempo de los toros y la caza.
La canción de tus horas vacías.
Las tardes del café o de la tinaja.
Tu mano y tu canción. Tu canción en sus manos.

¡Acércate!
¡Agáchate!

Que juegue a pídola contigo.
Que tú seas el juguete que le asombre.
Y yo, desde este instante te aseguro,
que nunca, nunca, nunca,
este niño querrá matar a un Hombre.

Contigo irá mi sombra

 

Bajo mi rostro a tu perfil yacente
que alumbra el lecho de tu alcoba oscura.
Un escarchado arroyo es tu figura,
y en ríos van mis ojos por tu frente.

Yo caliento tu helor inútilmente.
Párpados tuyos besa mi locura,
pómulos, labios de tu boca pura.
En fuego y frío estamos solamente.

Vienen tinieblas a envolver las luces
de tu cuerpo que asciende y que me deja
para siempre olvidada y consumida.

Contigo irá mi sombra. Cuando cruces
de nuevo un mundo de dolor y queja,
me alzaré como un monte hacia tu vida.

Falsificación de mi firma

 

—¡Jueces, justicia!—, sin cesar repito.
Ronca, impotente, voy por los juzgados,
peores que sepulcros bien sellados
que me cortan la voz cuando les grito.

Libres, impunes de su gran delito,
una mujer y un hombre, dos malvados,
mancharon con peritos sobornados
mi limpio nombre en cada verso escrito.

Montones de sumarios en espera.
Alguien con quien tropiezo en los pasillos,
puede sufrir mi causa infamatoria,

pensando que algún día Dios quisiera
que la invidente de los dos platillos
distinga bien el oro, de la escoria.

Sagrario Torres, Ciudad Real, 1922-2006

Soneto Uno

 

Un techo de carbón, un gran bloqueo
de paredes, han puesto cegadora
cortina a mi visión tan trepadora
que alcanzó más allá de su deseo.

Y me atiranto. ¡Quiero ver! No veo…
Ya no alcanza mi frente vencedora
la cara del paisaje de la aurora
en la que yo ponía mi recreo.

¡Paredes, más paredes!… Contenida,
por losas estrechada, no han dejado
hueco donde apoyar mi voz vencida.

Ay, pájaros, romped esta guarida
y cantad en el poste electrizado
de mi espina dorsal estremecida.

Soneto Dos

 

Con una hoz, despacio, lentamente,
vienen a cercenarme los tobillos
y sogas circulares, como anillos,
suben desde mis pies hasta la frente.

Baja una nube de alquitrán caliente
que funde mis atajos y pasillos;
la altura de enramados ventanillos
por donde escapa mi alma diariamente.

Quien maneja la hoz, tiene figura
de macabra mujer que va danzando
sin vientre en siete espejos repetida.

Su aliento rompe azogues. En diablura,
los vidrios formas pies que van trepando
por mi espina dorsal estremecida.

Soneto Tres

 

Cuanto puede se escapa mi agonía
del baile que rubrica su sentencia.
De rodillas le pido su clemencia
para alcanzar la cúspide que es mía;

la que subí descalza día a día
envuelta en mi más grande resistencia.
Imploro su retraso, su clemencia,
hasta lograr la loca travesía

de saltar a la cúpula que esmalta,
para beber desnuda todo el viento
y sostener mi copa enfebrecida

al filo de una torre, la más alta,
volcándola en total derramamiento
por mi espina dorsal estremecida.

Soneto Cuatro

 

¡Siempre viviendo! En sueños y despierta.
¿Qué será no vivir, si acostumbrada
está la carne a verse despertada
abriendo sin cesar la misma puerta?

¡Las noches, las mañanas! Cómo es cierta
la sensación de estar aquí sembrada,
amando hasta esa fecha destinada
a ocupar estadística de muerta.

Mi desplegado corazón de ala;
yo, medusa; yo, cínife en los charcos,
¿estaré siempre quieta, detenida?

Yo, aspas, gallardete, pez que escala.
¿No subirá sus sueños a otros barcos
esta espina dorsal estremecida?

Soneto Nueve

 

Hasta que llegue a plácidas mansiones
por encima de toda astrología,
seré lirio de agua, peonía,
célula dividida en mil fracciones.

Mi corazón creará otros corazones
donde no pueda la microscopía
hallar en otra carne sangre mía,
en otro aliento mis emanaciones.

Seré color, espectro luminoso
en un prisma que nunca el hombre alcanza.
Volaré, nadaré sin ser cogida.

Seré imagen del verso más gozoso,
de un poeta que tenga semejanza
con mi espina dorsal estremecida.

Soneto Diez

 

La rajadura súbita y ardiente
sentiré el volcán. Veré el diamante
en la compacta oscuridad brillante.
La dulce, la salada, la bullente

termal cuna del agua, su incipiente
crecer. El blando, el misterioso guante
que va empujando al tallo – tan amante –
porque florezca prodigiosamente.

Sentiré el peso de la flor caída
y el brinco de gacela en los jarales
huyendo de algún macho perseguida.

Al morse del orgasmo de la vida
ha de asistir, vibrando en sus rituales,
esta espina dorsal estremecida.

Mi poesía

 

Así es mi poesía y mi latido.
¡Dejadme en paz con ella! Que es mi verso

Una nota arrancada al universo.
Un pentagrama soy enardecido.
Tengo una caracola en cada oído,

Y un mineral tan blando soy, tan terso,
Que aunque me roce el aire más perverso,
Me envuelve en más espuma y en más nido.

Y diré siempre ¡Amor! Diré gozosa
Cuanto mi pecho a proclamar se atreve:
Que soy un cañamazo que rebosa.

Empapado de sol, de lluvia y de nieve.
Diré que, amando a Dios sobre otra cosa,
El solo decir ¡Hombre!, me conmueve.

​La Tolosa y la Molinera del «Quijote» (evocadas por Sagrario Torres)

 

QUIJOTE:

Las nodrizas celestes
que atraviesan los mundos,
escriben los destinos
desde la aurora de las cunas.

Rondan los edificios,
planean hasta posarse en los tejados,
corren por las barandillas,
atisban los balcones y los abren.

Se acercan a los predestinados
con sus pechos de nueces
abiertas y lechosas,
y aquellos elegidos beben.

Las nodrizas les soplan
en sus frentes tiernísimas,
les ungen y les marcan con la huella
que no verán ni sus progenitores.

TOLOSA y MOLINERA. Ellas nacieron
como la flor arriba de los tallos.

En precioso saltar
—su fresca voz, la boca de la risa—,
iban por los limpios regatos de las peñas
persiguiendo vilanos y calandrias.

Dientes de su niñez descantillaron
el duro pan.

Echaron en sus cestas restos de las vendimias.

Y fueron al cercao. Y ahecharon el trigo.
Y trabaron la harina del escaso comer.

Y dijeron adiós a las carretas.
Y algunos acechaban aquel luciente
y palmeral cabello.

Chapas de alcantarilla les cerraron
su alegre corazón.
Emborracharon a sus cuerpos
para anestesia de los golpes.

Enfrente de sus ojos ya no estaban
las serenas llanuras, fulgores de sus cielos,
sino hombres doblados de lujuria sobre ellas.

Bubas internas taponaron aquel hondón
hecho para otras ilusiones.

Solícitas, humildes, te ciñeron espada,
te calzaron espuela,
con la emoción con que se toca
el borde del vestido de un ser predestinado.

Las miraste en dulcísimo respeto,
con inmensa ternura.

De sus bocas huyó la risotada.
Les vino un ademán sereno.
Fueron dignísimas al punto.

Se quedaron suspensas, silenciosas.
En comunicación estaban sin hablarse.

Te miraron, y un rubor no sentido
se extendió por sus rostros.

Una ola el pecho les movía.
Un estallido de conocimiento
apareció en sus mentes.

Canales agitados sintieron por sus venas.
Flores en su arenal.

Su memoria borraba escenas que vivieron,
los cuerpos de los hombres.
Un mismo pensamiento les unía.

Y te fuiste, Quijote,
dejándoles un nombre ennoblecido.

Admiradas como nunca lo fueran,
preferidas de ti,
envueltas en aquella dulzura indefinible,
vieron marchar al Hombre enflaquecido,
dos veces Caballero.

Sus manos reprimían
golpes del corazón.
El sueño no les llegó esa noche
con grosero dormir.

Atrancaron la puerta. Abrieron el ventano.

De luz y de perfume
se sintieron envueltas,
ingrávidas, limpísimas.

A lo lejos, en medio de la noche,
rezaba y se perdía el Amador andante.

La Tolosa recordó su promesa al Caballero:
«Dondequiera que ella estuviese,
le serviría y le tendría como señor».

Y pensaron la huida.

Sagrario Torres, Ciudad Real, 1922-2006