Vuelvo a mayo de 1937

Los veo de pie a las puertas formales de sus colegios,
Veo a mi padre paseando a cabo
bajo el arco de piedra arenisca de color ocre, el
tejas rojas brillando como doblada
placas de sangre detrás de la cabeza, me
ver a mi madre con un par de libros de luz en la cadera
que se coloca en el pilar hecho de pequeños ladrillos,
la puerta de hierro forjado sigue abierta detrás de ella, su
espadas consejos radiantes en el aire de mayo,
están a punto de graduarse, que están a punto de casarse,
que son los niños, que son tontos, todo lo que saben es que son
inocente, que nunca daño a nadie.
Quiero ir a ellos y decir basta,
no lo haga-ella es la mujer equivocada,
Él es el hombre equivocado, se le va a hacer las cosas
no se puede imaginar lo que nunca hacer,
usted va a hacer cosas malas a los niños,
vas a sufrir de maneras que no han oído hablar,
usted va a querer morir. Quiero ir
hasta allí a finales de mayo la luz del sol y dicen que,
su cara bastante hambre, volviéndose a mí,
su lamentable hermoso cuerpo sin tocar,
su arrogante rostro atractivo, volviéndose a mí,
su lamentable hermoso cuerpo sin tocar,
pero yo no lo hago. Quiero vivir. yo
tomarlas como el macho y la hembra
muñecas de papel y golpear juntos
en las caderas, como los chips de pedernal, como para
huelga chispas de ellos, digo
Haz lo que va a hacer, y voy a contarlo.

Fuente | Huelga Sparks: Selected Poems 1980-2002 (Alfred A. Knopf, 2004)

El salto del ciervo*

En ese instante
la ilustración en la etiqueta de nuestro tinto preferido
se asemeja a mi esposo, lanzándose hacia el precipicio
en su fervor por liberarse de mí.
Su piel es áspera y cómoda; su rostro
plácido, en trance, rumiante;
cada miembro de la fúrcula llega hasta sus ancas,
cada púa se extiende derecha, hacia arriba;
las ramas, modelos de su cerebro, arcaico,
indomable. Alinea su osamenta al alzar vuelo
desde la orilla del precipicio,
fabuloso. Cuando alguien se fuga,
mi corazón salta. Incluso cuando huyo de mí misma,
la mitad de mí está con quien se marcha.
Todo es callado, vacío cuando él se va.
Me siento un paisaje, una tierra sin forma.
Sauve qui peut —deja que se salven los que puedan.
Una vez vi un grabado en las astas de un gamo
donde alguien pequeño era crucificado.
Me siento su víctima, él parece la mía.
Me preocupa que las alargadas piernas del ciervo
se tuerzan al lanzarse. Oh mi pareja.
Fui ilusa de su fidelidad, como si fuera un halago
más que un estado parcial de sueño.
Y cuando escribí sobre él ¿Sintió que debía caminar
con mis libros apilados sobre su cabeza
para mejorar su postura, o con un marco de cuernos
como esos colgado frente al cazador
que se baja un trozo de carne de venado con sauvignon?
¡Oh salta, salta! ¡Cuidado con las rocas!
¿Acaso el antiguo voto debe desearle felicidad
en su nueva vida, incluso gozo sexual?
Temo que sí, al inicio,
cuando aun no pueda diferenciarnos.
Bajo su velludo vientre, a lo lejos,
se observan las motas alineadas del viñedo,
sus vides sin reventar, sus raíces limpias,
sus botellas crecen en los extremos de sus cerbatanas
tal oscuros, frescos, vacilantes gemidos.

 

Traductor: Alain Pallais.

  • Nota del traductor al título original «Stag’s leap»: El término “to go stag” en inglés se usa para explicar que alguien va solo a un evento social al que se asiste normalmente en pareja. Inicialmente se usaba en hombres, ahora también es común usarlo en mujeres. He prefers to go stag to the parties. Él prefiere ir solo a las fiestas.

Amor

Habría imaginado que era algo que sentíamos.
Habría asegurado que fue eso lo que sentimos
ese día, en la capital
de su juvenil provincia—cómo no podríamos
haberlo sentido, en nuestra cama de hotel,
entre gritos por esas verdes cuchillas del pasto.
Luego, débiles rodillas,
pensé que lo sentía cuando me pregunté
si le importaría adentrarse en el pueblo por su cuenta.
Sabía que allá encontraría pena, senderos,
el aislamiento de un niño tallado en el desgastado marfil.
Quién nos arrastraría hacia la cama una segunda vez ese día,
Quién recibiría-daría ese beso sin detenerse
hasta gritar—fui yo, señor, fui yo, mi señora,
pero pensé que todo lo habíamos hecho
ante los ojos del amor. Así que solo
se internó en la infancia de muertes,
en heladas aguas, mientras yo entre ronroneos
me recostaba en aquella cama de peonías.
La habitación fue el puente de mando en un barco,
ventanas asomándose al puerto,
a través del grueso y fino cristal groenlandés,
contemplé la ciudad portuaria,
enrollé, serpenteé, luego lancé
un lento latigazo con la mayor felicidad de mi cola,
dejé que entrara en la fría bruma,
me recosté luego me estiré
sobre la maldita camilla del amor.
Lo dejé a la deriva en los encantados laberintos de sal.
Esperaba que donde sea que estuviéramos,
nuestro amor fuera duradero—
hasta en nuestra separación y soledad, enamorados
—incluso ese témpano apenas afuera de la boca,
el blanco jade, su palidez, su inclinación,
le pertenecían al amor, igualmente nosotros.
Así lo hubiéramos afirmado.
Sus hendiduras internas se desvanecieron, se opacaron,
se tiñeron de violeta y dorado, mientras pasaba la tarde,
y hubo plumas que preservó y anidó en su interior,
quizá el cordón de una bota, medio cascarón de charrán,
un zapatito de bebé, el pececillo del amor
tal euforia permanente en las entrañas.

 

Traductor: Alain Pallais.

Inmencionable

Hoy observo al amor
de otra manera, hoy sé que no
poso bajo su luz. Le pregunto a mi
casi-ya-no-más esposo qué se siente cuando
no se ama, pero no quiere hablar al respecto,
desea tranquilidad en este final.
A veces siento que ya
no estoy allí—para posarle en ese paisaje
de treinta años, ni a las campiñas del amor.
Siento una invisibilidad,
neutrón en la oscura cámara sepultada en el acelerador
de una milla, donde lo que no se ve
es inferido por lo visibles.
Cuando suena la alarma
lo acaricio, mi mano se piensa cantarina
que se entona con su cuerpo,
tal fuera su piel quien alcanza su nota más alta,
tenor de altas vértebras,
barítono, bajo, contrabajo.
Quiero preguntarle, ahora,
Qué se sentías cuando me amabas,
—cuando me observabas ¿Qué percibías?
Cuando me amaba contemplaba el mundo
desde el interior de una profunda morada
tal pozo o madriguera. Al medio día
alzaría su mirada para contemplar el brillo de Orión
—cuando pensé que me amaba, cuando creí
que duraríamos unidos más que un suspiro,
por un continuo instante,
dulce de fémur y piedra,
la solidez. No muestra ira, tampoco yo,
pero en destellos de humor
todo es cortesía y horror.
Un minuto ha pasado, pregunto,
¿Todo esto tiene que ver con ella?
Él responde, No, tiene que ver contigo,
a ella no debemos mencionarla.

 

Traductor: Alain Pallais.

Locos

Habría dicho que él y yo estábamos locos
el uno por el otro, pero quizá mi ex y yo no lo estábamos.
Más bien estábamos cuerdos el uno por el otro,
como si nuestra pasión no fuera personal—
sí lo era, pero eso poco importaba, pues al parecer
no existía otra mujer u otro hombre en el mundo.
Quizá fue un matrimonio planeado,
aire, agua y tierra, nos habrían diseñado
el uno para el otro—y el fuego,
un fuego de placer tal agradable violencia.
Ingresar juntos a esas bóvedas,
tal solemne o risueña pareja con paso formal
o pelo retorcido y luego el llanto,
evocaban de la tierra y la luna sus senderos
inevitables, e incluso, de alguna forma,
tímidos—juntos contenidos en una timidez,
semejantes en ella. Pero quizá era que
estaba loca por él—En verdad vi esa luz
alrededor de su cabeza cuando llegué después de él
al restaurante—oh por el amor de Dios,
estaba perdidamente enamorada. Mientras los planetas
orbitaban entre sí, llegó la mañana y luego la noche.
Quizá lo que sentía por mí era incondicional,
afecto y confianza temporal, sin romance,
con cariño—cariño mortal. Lo nuestro no fue una tragedia,
fue la comedia del ideal y del error
revelada a fuego lento.
Cuánta precisión de movimiento se requiere
para que los cuerpos viajen por el cielo
a gran velocidad, por tanto tiempo, sin herirse uno al otro.

 

Traductor: Alain Pallais.

La playa

Y cuando me acercaba al océano
por primera vez después de nuestra separación—
semejante al sitio donde una mortinata bata acuosa
se extiende sobre la pulverizada roca—
ese mes, cada año, regresa, primero nadaríamos,
luego volveríamos a la cama, al campo de algas marinas,
el verde cabello de nuestros cráneos,
de esa esencia ósea, vertiéndose sobre ellos mismos.
Fuimos una playa—dos elementos rozándose,
soñando con la creencia de conocernos uno al otro,
uno demasiado cazador, el otro muy opuesto al cariño,
al misterio del verano, atraído por el reservado luto.
Su primer compañero fue un pequeño husky,
se ahogó, con el humo de un incendio. Una vez,
alguien le pidió, que lo viera
desde el punto de vista de las llamas,
su rostro se suavizó, y exclamó, Delicioso.
Espero que algún día piense lo mismo de mí.
Semanas antes de su partida
me habría recostado por un rato sobre él, tal fuera ligera,
tras los últimos fallecimientos atroces del mundo,
como si la soledad hubiera arribado por tierra a su playa,
al malecón, al arrecife, a la fosa oceánica,
y luego se hubiera hundido al parecer
hasta un lecho del cual nunca saldría.
Hay elementos que lo protegen,
incluso aquellos a quienes amamos, ambos o individualmente.
La física, autora de nuestra muerte, nos espera.
Brújula, nos hundimos en el tesoro del mar
hacia esos ojos en acecho. Siempre hemos estado retrocediendo,
desde el nacimiento, retrocediendo a la ausencia de vida.
Haciendo esto —esto— con él,
sentí que compartía una dignidad,
la dulzura inhumana de sus hermanas y hermanos
el ballenato del témpano, la hormiga de nieve,
la torre del faro, los albatros, ese
quien una vez fuera de su concha,
se eleva, para nunca descender.

 

Traductor: Alain Pallais.

A última hora

De pronto, a última hora
antes de llevarme al aeropuerto, se puso de pie,
chocando contra la mesa, dio un paso hacia mí,
como personaje en una antigua película de ciencia ficción
se inclinó, abrió un brazo tocando mi pecho,
trató de abrazarme,
me puse de pie y tropezamos,
allí estuvimos, en torno a nuestro núcleo,
su ronco llanto de temor a la mitad,
al final de nuestras vidas. Rápidamente,
lo más grave había concluido, entonces pude consolarlo
sosteniendo por detrás su corazón
y acariciándolo por delante.
Continuará con su típica vida,
pues lo que le ataba a su corazón —lo que nos ligaba—
ahora yace sobre nosotros, nos rodea
el agua marina, herrumbre, esa luz, élitros,
los eternos ricitos de eros
enderezados a golpes.

 

Traductor: Alain Pallais.

Lo peor

A un lado de la autopista, áridas colinas.
Al otro, a lo lejos, restos de la marea,
estuarios, la bahía, el cuello del océano.
No lo hubiera descrito con palabras,
pues—fue lo peor, pensé que podría decirlo,
si lo hacía palabra por palabra. Mi amigo conducía,
el nivel del mar, colinas costeras, los valles,
estribaciones, montañas—la pendiente, para ambos,
de nuestros primeros años. Habría dicho hoy
que poco me importaba, ese dolor,
lo que me importaba era—decir que había
un dios—del amor—y habría dado—hubiera querido
dar—mi vida—por esto—y yo,
fracasé, bien pude sólo sufrir por aquello—
pero ¿qué, si yo,
le había hecho daño, al amor? Lo grité con fuerzas,
y en mis gafas el agua salada se acumuló, casi
adorable, pero luego, lo mencionaron,
fue lo peor—ya una vez mencionado,
supe que no había dios (del amor), sólo había
gente. Y mi amigo se estiró,
hasta donde mis puños se apretaban,
y con el revés de su mano los acarició, por un segundo,
con torpeza, con cortesía
no la de eros, con amabilidad improvisada.

 

Traductor: Alain Pallais.

Poema para las tetas

Como otras gemelas idénticas, se pueden
distinguir mejor en la adultez.
Una es rápida para fruncir su ceño,
su cerebro, su inteligencia ágil. La otra
sueña dentro de una constelación,
pecas de Orión. Nacieron cuando tenía trece,
se levantaron en mitad de mi pecho,
ahora tienen cuarenta, sabias, generosas.
Estoy dentro de ellas –de alguna manera, debajo de ellas,
o las llevo conmigo–, viví tantos años sin ellas.
No puedo decir que soy ellas, aunque sus sentimientos son casi
los míos, como con alguien que uno ama. Ellas parecen,
para mí, un regalo que tengo que dar.
Dicen que los chicos veneran su categoría del
ser, que por ellas casi llegan a morir de hambre,
eso no se me escapaba, y algunos jóvenes
las amaron de la forma en que uno mismo quisiera ser amado.
Todo el año han estado llamando a mi esposo que partió,
cantándole como un par de sirenas
empapadas sobre una piedra áspera.
No pueden creer que él las haya dejado, no está en su
vocabulario, ellas –hechas
de promesas– literalmente son como votos cumplidos.
A veces, ahora, las tomo por un momento,
una en cada mano, viudas gemelas,
pesadas con pena. Fueron un regalo para mí,
y entonces eran nuestras, como infantes sedientas
de entusiasmo y abundancia. Y ahora estamos de nuevo
en esta estación, la misma semana
en que él se mudó. ¿No les susurró:
“Espérenme aquí un año”? No.

 

Traductor: Diana Martínez Heredia.

El pene del papa

Cuelga en lo profundo de su bata,
un delicado badajo en el centro de una campana.
Se mueve cuando él se mueve, como un pez fantasmal
en un halo de algas plateadas, con el pelo ondeante
en medio de la oscuridad y el calor.
Y en la noche, mientras los ojos duermen, él se levanta
para alabar a Dios.

 

Traductor: Andrea Garcés.

Ahora que entiendo,
quiero pensar en tu terror:
entre tus piernas, una niña loca de amor;
el cuerpo largo, fresco, joven, delgado
como pastillas de jabón; los pechos redondos y elevados,
burbujas opalescentes; dieciocho años, nunca antes tocada.
Quiero entender tu terror ahora,
la forma en que la tomaste
y la desfloraste como limpiando un pez,
la conversación de esposa al irte en la mañana.
Ahora que conozco el miedo del amor
quiero pensar en su cuerpo blanco y caliente
como un pez verdoso recién llegado a tierra
que se agita y se da golpes contra las rocas.
Cayó en tu regazo, temblando igual que tu pene,
una mujer enloquecida de amor, con el calor
de un libro recién impreso, tan aguda
como una herramienta nunca usada.
Ardía en tus muslos y todo lo que pudiste
hacer fue hurgar en su cereza
como sacando a un caracol de su oscura concha
y luego tirarla lejos. Me asombra el terror dispuesto
a perder tanto, me enamora la niña
entregada que fue hasta ti y te dio su ofrenda,
la carne delicada, como un festín
en una bandeja –sí, sí,
acepto el obsequio.

 

Traductor: Andrea Garcés.

Adolescencia

Cuando pienso en mi adolescencia,
pienso en el baño de aquel sórdido hotel
al que me llevaba mi novio en San Francisco.
Nunca había visto un baño así:
no tenía cortinas, ni toallas, ni espejo, solo
un lavamanos verde por la suciedad
y un inodoro amarillento, color óxido
–como algo en un experimento científico
donde se cultivan las plagas en los cuencos–.
En ese entonces el sexo era todavía un crimen.
Salía de mi residencia universitaria
hacia un destino falso,
me registraba en la posada con un nombre falso,
atravesaba el vestíbulo hasta ese baño
y me encerraba.
No lograba aprender a ponerme el diafragma,
lo decoraba como un ponqué con espermicida brillante
y me agachaba; se me caía de los dedos
y viajaba hasta una esquina,
para aterrizar en una depresión…

 

Traductor: Andrea Garcés.

Satán dice

 

Estoy encerrada en una cajita de cedro
que tiene un cuadro de pastores pegado
sobre el panel central, tallado a los lados.
La caja se sostiene sobre unas patas curvas.
Tiene un cerrojo de oro en forma de corazón
sin ninguna llave. Escribo para tratar de salir de la caja cerrada,
que huele a cedro. Satán
viene a mi en la caja cerrada
y dice: yo la sacaré de ahí. Diga
Mi padre es una mierda. Digo
que mi padre es una mierda y Satán
se ríe y dice: Se está abriendo.
Diga que su madre es una alcahueta.
Mi madre es una alcahueta. Algo
se abre y se rompe cuando lo digo.
Mi espalda se endereza en la caja de cedro
como la espalda rosa de la bailarina del prendedor
con un ojo de rubí que descansa junto a mi,
sobre el satén en la caja de cedro.
Diga mierda, diga muerte, diga al carajo el padre,
me dice Satán al oído.
El dolor del pasado encerrado zumba
en la caja infantil sobre su cómoda, bajo
el ojo redondo del estanque
con rosas grabadas alrededor, donde
el odio hacia ella misma se miraba en el dolor.
Mierda. Muerte. Al carajo el padre.
Algo se abre. Satán dice:
¿No te sientes mucho mejor?
La luz parece quebrarse sobre el delicado
prendedor de edelweiss, tallado madera de dos tonos.
También lo quiero,
sabe, le digo al oscuro a Satán
en la caja cerrada. Los amo pero
trato de decir lo que nos ocurrió
en el pasado perdido. Seguro, dice
y sonríe, seguro. Ahora diga: tortura.
Veo, en la oscuridad impregnada de cedro,
que se abre el borde de una gran bisagra.
Diga: la verga del padre, la concha
de la madre, dice Satán, y la saco de ahí.
El ángulo de la bisagra se ensancha
hasta que veo el contorno de la época
antes de que yo fuera, cuando ellos se
abrazaban en la cama. Cuando digo
las palabras mágicas, verga,concha,
Satán dice suavemente, Salga.
Pero el aire que rodea la abertura
es pesado y denso como humo ardiente.
Entre, dice, y siento su voz
que respira por la abertura.
La salida es a través de la boca de Satán.
Entre en mi boca, dice, ya está,
allí, y la enorme bisagra
empieza a cerrarse. Oh, no, también
los quería, afirmo el cuerpo, lo tenso
dentro de la casa de cedro.
Satán sale aspirado por el ojo de la cerradura.
me deja encerrada en la caja, sella
el cerrojo en forma de corazón con el lacre de su lengua.
Ahora es su ataúd, dice Satán.
Apenas lo escucho;
me caliento las
manos frías en el ojo de rubí
de la bailarina-
El fuego, el súbito descubrimiento de lo que es el amor.

Fin

 

Nos decidimos a abortar, y juntos
nos volvimos asesinos. No cambió nada con
el próximo período: estaba muerta, esa pareja joven
que alguna vez había abrazado la vida.
Mientras lo discutíamos en la cama, el choque
no nos sorprendió. Fuimos a la ventana,
y miramos los autos hechos un acordeón,
las esquirlas de vidrio reluciente,
como si los culpables fuéramos nosotros.
La policía retiró los cuerpos,
ensangrentados como bebés recien nacidos,
por el huequito humeante de la puerta,
los colocó en el césped, y los cubrió con sábanas
que se empaparon en el acto. Sangre
empezó a caer de entre mis piernas
y manchó mis pantuflas. No me moví de ahí,
viendo cómo arrojaban a la figura atada con correas
por la abertura negra de la ambulancia, y cómo
paraban a la otra, la cabeza cubierta con vendajes,
dos manchas en reemplazo de los ojos.
La mañana siguiente me tuve que agachar
una hora en el piso, para limpiar mi sangre,
frotando un trapo húmedo por las manchas brillosas
y traslúcidas, como quien deja la sartén
largo rato en remojo
después de que la fiesta terminó.

La especialista en babosas

 

Cuando era especialista en babosas, apartaba
las hojas de la hiedra, en busca de esos cuerpos
traslúcidos, brillosos, de gelatina verde,
que subían reptando lentamente
a mi merced, por la pared de piedra.
Al estar hechas casi todas de agua,
morían al instante si les echaban sal,
pero eso no era lo que a mí me interesaba. Lo que a mí me gustaba
era correr las hojas de la hiedra, quedarme respirando
el olor de la pared, y esperar en silencio hasta que el bicho
se olvidara de mí, y sacara las antenas;
ver cómo esos cuernitos relucientes se alargaban
como si fueran telescopios, hasta que finalmente
los extremos sensitivos salían a la luz,
íntimos e infalibles. Unos años más tarde,
cuando vi por primera vez a un hombre desnudo,
me sorprendió observar cómo se repetía
el callado misterio, ver a esa criatura
parsimoniosa y elegante salir de su escondite
y brillar en el aire polvoriento,
deseosa y tan confiada
que una podría llorar.