En silencio

 

Aguarda.
Escucha las piedras del muro.
Permanece en silencio, ellas tratan
de decir tu nombre.

Escucha
a las paredes vivientes.

¿Quién eres?
¿Quién
eres tú? ¿El silencio
de quién eres?

Quién (permanece callado)
eres tú (así como estas piedras
permanecen calladas).
No pienses sobre aquello que eres
menos
de lo que podrías ser algún día.

Mejor aún
sé lo que tú eres (¿pero quién?)
sé aquello impensable
que desconoces.

O aguarda, mientras
sigas vivo,
y todas las cosas que viven
alrededor tuyo
hablando (yo no escucho)
hacia tu ser más propio,
hablando por lo desconocido
que está en ti y en ellas mismas.

“Trataré, como ellas
de ser mi silencio:
y es difícil. El mundo entero está
secretamente en llamas.
Las piedras queman,
aún las piedras queman.
¿Cómo puede un hombre aguardar
o escuchar a las cosas quemándose?
¿Cómo puede atreverse a sentarse con ellas
cuando todo su silencio está en llamas?”

Consejo para un joven profeta

 

No te acerques, hijo mío, estos lagos son de sal. Estas flores
Comen insectos. Aquí los lunáticos privados
Aúllan y rebotan en un país muy áspero.

O ante cualquier monumento enmarañado
Algún mal encarado papi del terror
Ordena un descerebrado rito.

A danzar en la infortunada montaña,
A danzar van ellos, y sacudir el pecado
De sus manos y pies,

Frenéticos hasta que la noche repentina
Cae muy lentamente, y el mágico pecado
Se arrastra, secreto, de vuelta a su sitio.

Ecos baldíos con augurios de ruina:
Siete quedaron satisfechos, recobrando posesión:
(Trae un poco de mezcalina, te las arreglarás!)

Hay algo en tus huesos,
Hay alguien sucio en tu piel problemática,
Hay una tradición en tu mal señalante y cruel dedo
A la cual debes obedecer, y garabatear en la arena caliente:

“Dejen que todos vengan y asistan
A donde las luces y los aires son montados
Para enseñar y entretener. Oh, miren a la gente rubia
Esperanzada en el imberbe tiro al blanco,

Sacudan la extravagancia de sus miembros,
Hagan las paces como Juan vestido en pieles,
Elías en el aire asustadizo
o Antonio en los sepulcros:

Jalen el gatillo imaginario, hermanos.
Dispárenle al demonio: él volverá otra vez!”

América necesita de estos fatales amigos
De Dios y la patria, para denigrarse en cenizas de mística.
Gigantescos profetas cuyas palabras no calcinan,
Debatiéndose el día entero en extenuantes idealizaciones.

Sólo estos lunáticos (oh, gran casualidad)
Sólo éstos nos son enviados. Sólo este anémico estruendo
Refunfuña en los campos de sal, en la noche sin lluvia:
Oh, vuelve a casa, hermano, vuelve a casa!
El diablo ha vuelto,
Y el mágico Infierno
está engullendo moscas.

El conflicto entre el poeta y la ambición

 

Fama y Dinero fuerzan la entrada
Y encuentran al poeta solo en su cuarto.
Ponen el seguro para que no escape,
Encienden la radio a alto volumen
Y patean al pobre imbécil como a un bulto.

“Mejor canta tu arrebato de canción
Antes que esa voz de avestruz se atonte,
Mejor pégale duro al gong
Antes de que el sonido del metal se opaque,
Mañana, mañana la Muerte vendrá
Y te hallará perdido y torpe
Con tus épicas sin comenzar,
Se llevara tu pluma y lápices-

No habrá estatuas en tu tumba
Y otros bardos ocuparán
Tu cuchitril de 4 x 4.”

“Perdón, señores, mi cara de centavo
Se inclinó ante su dólar de presencias,
Reverenciando al Verso Famoso,
Adulando la riqueza con engreída sonrisa
¡Asfixiando mis lágrimas desesperanzadas!
Pues alguien robó mi jaula de pájaros,
¡Y rompió la caja de música
En que guardaba mi rebaño
De ideas toro y osos mentales
Mi caja poética de zorro,
Mi estuche de venados literarios,
Mi furgoneta de águila para batear los aires!
¡Rompieron las jaulas y dejaron ir
A mi pajarera de aves métricas,
Y todo estilo en mi bestiario
Fue soltado por los novatos!
Mi estanque de palabras de los viernes
Fue vaciado por los días y los años.
Mi entera miscelánea de versos
Está arruinada por los Monsieurs taimados.”

Los días y los años corren playa abajo
Y arrojan sus ideas al aire
Curvean sus símiles al lance
y batean sus versos muy lejos.
Él se desanima junto a la orilla desierta
Con ecos de gaviotas rellenando su oído.
Las horas y los minutos, juegan atrapadas
Con cada imagen que logran robarle,
Batean sus metáforas hasta donde los pájaros,
Y lo saludan con estas abusivas palabras:
“Mejor canta tu arrebato de canción
Antes que esa voz de avestruz se atonte:
Mejor azota tu pedazo de gong
Antes de que el sonido del metal se opaque:
Mañana, mañana la Muerte vendrá
Y encontrará tus épicas sin comenzar:
No habrá estatuas en tu tumba
Y otros bardos ocuparán
Tu cuchitril de 4 x 4.”

Oh, dulce irracional devoción

 

Viento y una codorniz
Y el sol vespertino.

Dejando de cuestionar al sol
Es que me he convertido en luz,

Pájaro y viento.

Mis hojas cantan.

Yo soy tierra, tierra

Todas estas cosas encendidas
Crecen desde mi corazón.

Un alto, pino artificial
Está de pie como la inicial de mi primer
Nombre cuando tuve uno.

Cuando tuve un espíritu,
Cuando estuve en llamas
Cuando este valle estaba
Hecho de aire fresco
Pronunciaste mi nombre
Al nombrar Tu silencio:
¡Oh dulce, irracional devoción!

Yo soy tierra, tierra

El amor de mi corazón
Estalla en heno y flores.
Soy un lago de aire azul
En el cual mi propio lugar designado
Campo y valle
Se refleja.

Yo soy tierra, tierra

De mi corazón de pasto
La codorniz surge.

De mi maleza sin nombre
Su devoción absurda.

Poema sin título

 

Toda teología es una suerte de cumpleaños
Cada uno al nacer
Llega al mundo en la forma de una pregunta
Para la cual las viejas respuestas
No son suficientes.

Nacimiento es pregunta y revelación.
La base del nacimiento es el Paraíso
Sin embargo nacimos a miles de kilómetros
Lejos de nuestra casa.
Un Paraíso implora en nosotros
Y vagamos más lejos aún.
Tal es la teología
De nuestros cumpleaños.

Obscura teología en los pasos de la Estación de Cincinnati:
Soy interpelado por el frío Diciembre
De 1941. Un pequeño copo de nieve
Se derrite en mi párpado como una conjetura
Y es olvidado.
(Al otro lado del río mi significado se ha hecho carne
Es tibio, llora por recibir cuidados
Al otro lado del río
el cielo implora.

El cielo implora sin causa
Para siempre si yo no encuentro
La pregunta que me busca
Las puertas están cerradas
El monasterio es frío
Pero todo aquí es certero:
En el centro no obstante
El fuego arde.

El Fuerte Thomas Kentucky
En año de guerra
Es como Belén, obscuro
Pero no tan inocente.
Y yo también soy prisionero
De una teología voluntariosa
Mientras al norte de mí una pregunta
Implora en la nieve
Puesto que yo soy (el menos por el momento)
Un hombre sin dudas
Renunciando al lujo de las interrogaciones.

La Sabiduría crece como una flor
Gira su inocente cara
En dulce compasión
Sur y Este
Preguntándose acerca de las estaciones
Sol lluvia y monjas
No sabiendo.

Yo soy terco
Saco diez teorías de una piedra
En un muro de piedra del Edén
Una flor desconocida me ama más
Sin yo saberlo
El fuego en el centro
No obstante sigue aquí
Y arde.

Los cielos manifiestan una pájara
Con alas agraciadas
Su vuelo es como una pregunta
Buscando el sur
Por alguien.

La teología es a veces enfermedad
Un cuello roto de indagaciones
Una duda indefensa
En una cama eléctrica.

La pájara encuentra esta duda
Destrozada en la fiebre
Y sabe: “Tú eres mi gloria
Y yo tu respuesta-
Si posees una pregunta.”

Cantar es empezar un enunciado
Como “quiero ponerme bien.”
“Yo no nací en vano
Y tú tampoco:
El cielo nunca ha implorado
En vano”

Y la tierra fértil de la soledad
Es el amor. La tierra fértil de la duda
¿Es la verdad?

Entonces toda teología
Es una suerte de cumpleaños
Un camino de vuelta a la casa de donde provenimos
Edén y epifanía
En que dos preguntas extraviadas
Hacen órbita
En medio de la nada.
¿Es ésta la respuesta?

Nadie ha nacido nunca
Por cuenta propia: se requiere más de uno.
Cada cumpleaños
Tiene su propia teología.

Cuando en el alma del discípulo sereno…

 

Cuando en el alma del discípulo sereno
Sin más Padres qué imitar
La pobreza es un éxito,
Resulta poco el decir que el techo se ha desprendido:
Él ya ni siquiera tiene casa.

Estrellas, así como amigos,
Están molestos con su noble ruina.
Los santos parten en distintas direcciones.

Quédate quieto:
No hay más necesidad de comentarios.
Fue un viento afortunado
El que voló su aureola con todo y sus cuidados,
Un mar afortunado el que ahogó su reputación.

Aquí no encontrarás
Proverbio o memorándum.
No hay formas
Ni métodos qué admirar
Ahí donde la pobreza no es un logro.
Su Dios vive en su vacío como un tormento.

¿Qué opción nos queda?
Bueno, ser ordinario no es una opción:
sino la libertad acostumbrada
por hombres sin visiones.

Si quieres saber quién soy

 

Si quieres saber quién soy,
no me preguntes dónde vivo,
o lo que me gusta comer,
o cómo me peino;
pregúntame, más bien,
por lo que vivo, detalladamente,
y pregúntame si lo que pienso
es dedicarme a vivir plenamente
aquello para lo que quiero vivir.

Thomas Merton, Francia, 1915-1968

Mensaje a los poetas

Hermanos, les hablo desde la distancia como quien se encuentra entre ustedes. Mi ausencia no es sólo consecuencia de acontecimientos ciertos, sino también de ambigüedades.

Aquellos que somos poetas, sabemos que la razón por la cual un poema es creado, no puede ser descubierta hasta que el poema en sí mismo existe. El motivo que da cuenta de un acto viviente no se muestra hasta ejecutado el acto mismo.

Nosotros no solemos unirnos en solidaridad por razones pensadas de antemano. La razón de tal solidaridad se hará presente cuando nos encontremos en medio de contradicciones y posibilidades.

Nosotros los poetas no forjamos nuestros lazos y certidumbres a partir de nuestra mente. El Espíritu de Vida, que nos ha traído a cuenta en cercanía, sea de manera presencial o sólo en acuerdo, hará de nuestro encuentro una epifanía de certidumbres que no hubiésemos podido conocer en solitario.

La solidaridad entre poetas no está proyectada y unida a convicciones políticas, pues éstas siempre han sido materia de prejuicios, astucia y planeación estratégica. Sean cuales sean sus fallas, el poeta no es un sujeto de astucias malintencionadas. Su arte depende de una inocencia germinal, misma que puede perder al verse inmiscuido en negocios, política, o en formas demasiado institucionales de vida académica. Estamos confederándonos hoy día para defender nuestra inocencia.

Toda inocencia es un acto de fe. No me refiero al acuerdo organizado en creencias, sino a toda convicción personal interior “en espíritu”. Tales convicciones son tan fuertes e innegables como la vida misma. La solidaridad entre poetas es un hecho tan elemental como el rayo de sol, como las estaciones del año, como la lluvia. Es una cosa tal que no puede ser organizada premeditadamente sino que simplemente acontece. Sólo puede ser “recibida” (como un don). Es un don ante el cual se requiere estar abiertos. Ningún hombre puede planear el hecho de que salga el sol o caiga la lluvia. El mar sigue siendo húmedo, a pesar de las abstracciones que hagamos de él. Solidaridad no es colectividad. Los organizadores de la vida colectiva dudarán de la seriedad o la realidad de nuestra esperanza. Si ellos logran contagiarnos con sus dudas perderemos nuestra inocencia y solidaridad como consecuencia. La vida colectiva se encuentra regularmente organizada bajo el presupuesto de la astucia desconfiada y la culpa. La verdadera solidaridad es destrozada por la habilidad política de poner a un ser humano en contra de otro y por la astucia comercial de estimar un precio para todos los seres. Sobre tales cálculos ilusorios los hombres construyen un mundo de valores arbitrarios carentes de vida y significado, llenos de agitación estéril. Poner un hombre en contra de otro, una vida en contra de otra, un trabajo en contra de otro, e imponer dimensiones de vida en términos de costo, o privilegio económico y decencia moral, es infectar al mundo entero con la más profunda duda metafísica. Al dividir los unos contra los otros para propósitos de cálculo, los seres humanos adquieren, inmediatamente, la mentalidad de objetos de venta en un mercado esclavizado.

En tal situación no es posible el regocijo, sólo la rabia. Cada ser humano siente la más profunda raíz de su ser envenenada por la sospecha y el descreimiento. Cada humano experimenta su existencia más próxima como culpa y traición, y como una posibilidad de muerte: nada más.

Estamos unidos para denunciar la vergüenza y el fraude de todas las mentiras colectivas.

Si es que estamos dispuestos a permanecer unidos contra las falsedades, contra todo poder que envenena al ser humano, y contra el sujetarnos a los falseamientos de la burocracia, la comercialización y la policía de Estado, debemos rechazar cualquier identificación precisa. Debemos rechazar las seducciones de la publicidad. No debemos permitir que se nos ponga a los unos en contra de los otros. No debemos estar hechos para devorar y desmembrar unos a otros para el divertimento de su agencia de prensa. No debemos dejar que nos coman en un intento por saciar su propia insaciable duda. No debemos estar meramente a “favor” de una cosa y en “contra” de la otra, aún si estamos a favor de “nosotros” y en contra de “ellos”. ¿Quiénes son “ellos”? No caigamos en la trampa de darles razón de ser al convertirnos en su “oposición”.

Permanezcamos fuera de “sus” categorías y clasificaciones. Es en este sentido que todos somos monjes: permaneciendo inocentes e invisibles a los publicistas y los burócratas. Ellos no pueden imaginar siquiera lo que estamos forjando. Ellos nunca se darán cuenta a menos que nos traicionemos en beneficio de sus intereses, y aún entonces serían incapaces de saberlo.

Ellos no entienden nada que no sean sus propios decretos. Son ellos los artificiosos que urden palabras en relación a la vida, transfigurándola después conforme a lo que ellos mismos se han formulado. ¿Cómo podrían confiar en alguien cuando ellos mismo hacen que la vida se proyecte en falsedades? Son el hombre de negocios y el político, no el poeta, quienes creen devotamente en “la magia de las palabras”.

Para el poeta no hay necesariamente algo tal como la magia. Está la vida misma con todo su carácter impredecible y toda su libertad. Toda magia es una despiadada contingencia cifrada en la predicción, un círculo vicioso, una profecía autocumplida. La Poesía es inocente de predicciones porque ella misma es el cumplimiento de las predicciones escondidas en la vida cotidiana.

No seamos como aquellos que quisieran hacer que el árbol se engendre primero del fruto y luego la flor, es la flor la que aparece primero y el fruto después, a su debido tiempo. Tal es el espíritu poético.

Obedezcamos a la vida, y al Espíritu de Vida que nos llama a ser poetas, entonces cosecharemos los frutos por los cuales la humanidad padece hambre. Con estos frutos calmaremos los resentimientos y la ira de los hombres.

Sintámonos orgullosos de no ser médicos brujos, solamente personas ordinarias. Sintámonos orgullosos de no ser expertos en nada.

Sintámonos orgullosos de las palabras que nos han sido dadas sin razón aparente, sin la intención de aleccionar a nadie, ni confundir a nadie, ni probar el absurdo de nadie, sino sólo el señalar más allá de los objetos, hacia el silencio donde nada puede ser dicho.

Nosotros no somos persuasores. Somos los hijos de lo inefable. Somos los ministros del silencio, aquél necesario para curar a las víctimas del absurdo, quienes yacen agónicas de falso regocijo. Reconozcámonos entonces por aquello que somos: derviches tocados con un misterioso amor curativo, que no pueden ser vendidos ni comprados, y a quienes los políticos temen más que a una revolución violenta.

Somos más fuertes que la bomba de hidrógeno.

Digamos entonces “sí” a nuestra propia nobleza, asumiendo la incertidumbre y objeción propias de una existencia derviche.

Desde la República de Platón no había lugar para los poetas y los músicos, mucho menos hoy día para monjes y derviches. En cuanto a los incompetentes Platones que se piensan dueños del mundo en que vivimos, piensan que podrán seducirnos con banalidades y abstracciones. Sin embargo podemos eludirlos simplemente con entrar en las aguas del río heracliteano, que no pueden ser atravesadas dos veces de modo semejante.

Cuando el poeta pone un pie en aquél río fluctuante la poesía en si misma nace fuera de las resplandecientes aguas. En ese instante único, la verdad se hace manifiesta para aquellos que son capaces de recibirla.

Nadie podrá llegar a este río a menos que lo haga por su propio pie. No podrá llegar ahí trasladado por un vehículo.

No podrá entrar al río aquél que lleve puestas las investiduras de lo público y lo colectivo. Tendrá que sentir el agua correr por su piel desnuda. Tendrá que saber que dicha inmediatez es sólo para mentes desnudas e inocentes.

Vamos derviches: he aquí el agua de vida. Dancemos en ella.

Gethsemani, Kentucky-1964

Versión al español | Milton Medellín

La lluvia y el rinoceronte

Déjenme decir esto antes de que la lluvia se convierta en un servicio que puedan planificar y distribuir por dinero. Y cuando digo “puedan”, me refiero a la gente que no entiende que la lluvia es un festival, que no aprecia su gratuidad, que cree que lo que no tiene precio no tiene valor, que aquello que no puede venderse no es real, de modo que la única forma de hacer que algo sea genuino es colocarlo en el mercado. Va a llegar el momento en que te van a vender tu propia lluvia. Por ahora todavía es gratis, y estoy debajo de ella. Celebro su gratuidad y su falta de significado.

La lluvia bajo la que estoy no es como la de las ciudades. Llena el bosque con un sonido inmenso y confuso. Cubre el techo plano de la cabaña y la galería de ritmos insistentes y controlados. Y yo escucho porque me recuerda una y otra vez que el mundo entero se mueve según ritmos que todavía no aprendí a reconocer, ritmos que no son los de una máquina.

Anoche subí desde el monasterio hasta acá chapoteando por el maizal, dije las oraciones vespertinas y puse un poco de avena para la cena en la cocina Coleman. Hirvió y se volcó mientras yo escuchaba la lluvia y tostaba un pedazo de pan en la fogata.

La noche se puso muy oscura. La lluvia rodeó la cabaña con su enorme mito virginal, un mundo entero de significado, de secreto, de silencio, de rumor. Imagínense: ¡Todo ese discurso cayendo sin vender nada, sin juzgar a nadie; empapando el colchón espeso de las hojas muertas, mojando los árboles, llenando cada surco y cada recodo del bosque, lavando las laderas que el hombre desnudó! ¡Qué grandioso es sentarse completamente solo en el bosque, de noche, acariciado por ese discurso maravilloso, ininteligible y de una inocencia perfecta, el más reconfortante del mundo: la conversación de la lluvia sobre los riscos, y de las corrientes en las hondonadas!

Nadie la inició y nadie va a detenerla. Va a seguir hablando todo el tiempo que quiera, esta lluvia. Y mientras hable, yo voy a escuchar.

Pero también voy a dormir; porque acá, en este territorio salvaje, aprendí a dormir otra vez. Acá no soy extranjero. Conozco los árboles, conozco la noche, conozco la lluvia. Cierro los ojos y enseguida me hundo en el mundo lluvioso del que formo parte, y el mundo sigue conmigo en él, porque no soy un extranjero. Extranjero soy para los ruidos de la ciudad, de la multitud, para la voracidad de las maquinarias que no duermen, para el zumbido del poder que se traga la noche. Donde la lluvia, el sol y la oscuridad se menosprecian, no puedo dormir. No confío en nada que haya sido confeccionado para reemplazar el clima de los bosques o de las praderas. No puedo tener ninguna confianza en los lugares donde el aire, primero se contamina y después se purifica; donde el agua, primero se hace letal y después se sanea con otros venenos. No hay nada en el mundo de los edificios que no haya sido prefabricado, y si un árbol se mete por equivocación entre los departamentos, se le enseña a crecer químicamente. Se le da una razón para existir. Le ponen un cartel que dice que es para la salud, la belleza y la perspectiva; que es para la paz y la prosperidad, o que lo plantó la hija del intendente. Todo eso es mistificación. La ciudad misma vive en su propio mito. En lugar de despertarse y existir en silencio, la gente de la ciudad prefiere un sueño tenaz y prefabricado; no les importa ser parte de la noche o simplemente del mundo. Construyeron un mundo fuera del mundo, contra el mundo, un mundo de ficciones mecánicas que menosprecia la naturaleza y solo busca agotarla, impidiendo así que ella y el hombre se renueven.

Por supuesto, el festival de la lluvia no puede detenerse, ni siquiera en la ciudad. La mujer de la tienda corre por la vereda tapándose la cabeza con un diario. Las calles, lavadas súbitamente, se volvieron vivas y translúcidas; y el ruido del tráfico se transformó en un chapoteo de fuentes. Se podría pensar que el hombre urbano bajo la tormenta debe considerar a la naturaleza en su humedad y frescura, en su bautismo y su renovación. Pero la lluvia no trae ninguna renovación a la ciudad, a no ser por el clima del día siguiente, y para entonces el reflejo de las ventanas en los edificios altos ya no tiene nada que ver con el cielo nuevo. Toda la “realidad” quedará en alguna parte dentro de esas paredes, contabilizándose y vendiéndose con una determinación increíblemente compleja. Mientras tanto, los ciudadanos obsesionados se zambullen en la lluvia cargando el peso de sus obsesiones; algo más vulnerables que antes, pero todavía apenas conscientes de las realidades externas. No ven que las calles brillan hermosamente, que ellos mismos caminan sobre agua y estrellas, que corren en el cielo para alcanzar un colectivo o un taxi, para refugiarse en alguna parte entre la presión de los hombres irritados, las caras de los anuncios y el sonido opaco e idiota de una música no identificada. Pero tienen que saber que en las afueras hay humedad. Tal vez hasta la sientan. No puedo decirlo. Sus quejas son mecánicas y desganadas.

Naturalmente, nadie puede creer las cosas que dicen de la lluvia. Todo eso implica una mentira básica: lo único real es la ciudad. Este clima, al no estar planificado ni fabricado, es una impertinencia, un quiste en el rostro del progreso. (Una cirugía menor, y todo el lío se volvería relativamente tolerable. Que las empresas hagan lluvia. Eso le daría sentido).

Thoreau se sentaba en su cabaña y criticaba el ferrocarril. Yo me siento en la mía y me asombro de un mundo que, bueno, progresó. Tengo que volver a leer Walden y ver si Thoreau ya se daba cuenta de que formana parte de eso de lo que pensaba que podía escapar. Pero no se trata de “escaparse”. Ni siquiera de protestar muy alto. La tecnología está acá, hasta en la cabaña. En realidad, la línea eléctrica todavía no llegó, y por eso la General Electric tampoco está todavía. Cuando la electricidad y General Electric entren del brazo en mi cabaña, la culpa no va a ser de nadie más que mía. Lo admito. No voy a engañar a nadie, ni siquiera a mí mismo. Voy a sufrir en silencio sus complacencias espamentosas y paternalistas. Voy a dejarlos creer que saben lo que hago acá.

Ellos están convencidos de que me divierto.

En eso ya me iluminó mi linterna Coleman.

Hermosa lámpara: consume gas y canta despiadadamente, pero da una luz verde espléndida con la que leo a Filoxenes, un ermitaño sirio del siglo VI. Filoxenes queda bien con la lluvia y el festival de la noche. Sobre esto voy a volver más tarde. Mientras tanto: ¿qué me dice mi linterna Coleman? (la filosofía Coleman viene impresa en la caja de cartón que no barnicé como se suponía que hiciera, y en vez de eso tiré con culpa en la leñera, detrás de los troncos de pacana). Coleman dice que la luz es buena, y tiene una razón: “Prolonga el día dando más horas de diversión.”

¿No puedo estar en el bosque sin que haya una razón en particular? Estar en el bosque, nada más, de noche, en la cabaña, ¡es algo demasiado perfecto para tener que justificarlo o explicar! Es así. Siempre hay unos pocos que están en el bosque de noche , bajo la lluvia (si no los hubiera, el mundo se habría terminado), y yo soy uno de ellos. No nos estamos divirtiendo, no “tenemos” nada, no estamos “prolongando nuestros días”; y si nos divertimos, no es algo que se mida en horas. Aunque, de hecho, eso parece ser la diversión: un estado de excitación difusa que puede medirse con reloj y “prolongarse” con un artefacto.

No hay reloj capaz de medir el discurso de esta lluvia que cae toda la noche en el bosque anegado y solitario. Claro, a las tres y media de la mañana pasa el avión del CAE*, una luz roja que parpadea bajo las nubes rasando las cimas boscosas del lado sur del valle, cargado de remedios fuertes. Muy fuertes. Lo suficientemente fuertes como para quemar todos estos bosques y prolongar nuestras horas de diversión hasta la eternidad.

Y eso me lleva a Filoxenes, un sirio que se divirtió en el siglo VI sin el beneficio de los artefactos y menos aún de las fuerzas disuasivas nucleares. Filoxenes, en su novena memra (sobre la pobreza), les dice a los que viven en soledad que no hay explicación ni justificación para la vida solitaria puesto que no tiene ley. Luego, ser contemplativo es ser un proscrito. Como lo fue Cristo. Como lo fue Pablo.

El que no está “solo”, dice Filoxenes, no ha descubierto su identidad. Tal vez aparenta estar solo, porque se experimenta a sí mismo como “individuo”. Pero al estar voluntariamente encerrado y limitado por las leyes y las ilusiones de la existencia colectiva, no tiene más identidad que un nonato en el vientre. Todavía no es consciente. Es ajeno a su propia verdad. Tiene sentidos, pero no puede usarlos. Tiene vida, pero no tiene identidad. Para tenerla tiene que estar despierto y atento. Pero para estar despierto tiene que aceptar la vulnerabilidad y la muerte. No por ellas mismas: ni por estoicismo, ni por desesperación, sino por la invulnerable realidad interior que no podemos reconocer (que únicamente podemos ser) pero a la cual solo despertamos cuando vemos la irrealidad de nuestro caparazón vulnerable. El descubrimiento de este ser interior es un acto y una afirmación de la soledad.

Ahora, si tomamos nuestro caparazón vulnerable como nuestra verdadera identidad, si creemos que nuestra máscara es nuestro rostro verdadero, vamos a protegerla con fabricaciones, incluso a costa de violar nuestra propia verdad. Este parece ser el esfuerzo colectivo de la sociedad: cuanto más afanosamente se dedican los hombres a eso, con mayor certeza se convierte en una ilusión colectiva, hasta que al final tenemos la dinámica enorme, obsesiva, incontrolable de las fabricaciones diseñadas para proteger meras identidades ficticias –es decir, “sujetos”, considerados como objetos. Sujetos que pueden distanciarse y verse a sí mismos divirtiéndose (ilusión que les reafirma que son reales).

Tal es la ignorancia que se toma como fundamento axiomático de todo conocimiento en la colectividad humana: a fin de experimentarse a sí mismo como real, uno tiene que suprimir la conciencia de su eventualidad, su irrealidad, su estado de necesidad radical. Esto se hace creando una percepción de uno mismo como alguien que no tiene necesidad que no pueda satisfacerse de inmediato. Básicamente, es una ilusión de omnipotencia: una ilusión que la colectividad se arroga a sí misma y acepta compartir con sus miembros individuales en proporción a lo que ellos se sometan a sus fabricaciones más centrales y más rígidas.

Uno tiene necesidades, pero si se comporta y se conforma existe la posibilidad de participar del poder colectivo. Entonces pueden todas las necesidades pueden ser satisfechas. Mientras tanto, a fin de aumentar ese poder sobre uno, la colectividad aumenta sus necesidades. Esto también intensifica la demanda de conformidad. Así, uno se compromete todavía más con la ilusión colectiva, según se hipoteque más desesperadamente, en proporción, por el poder colectivo.

¿Cómo funciona esto? La colectividad informa y forma tu voluntad hacia la felicidad (“divertite”) mostrándote imágenes irresistibles de vos mismo como querés ser: divirtiéndote de un modo tan perfectamente creíble que no permite las interferencias de la duda consciente. Pasarla bien, en teoría, puede ser tan convincente que no se considera ni la más remota posibilidad de que pueda volverse algo menos satisfactorio. En la práctica, la diversión onerosa siempre admite una duda, que florece en otra necesidad, también floreciente, que reclama una satisfacción todavía más creíble y costosa, que vuelve a fallar. El final del ciclo es la desesperación.

Al vivir en un vientre de ilusión colectiva, nuestra libertad permanece abortada. Nuestra capacidad de alegría, paz y verdad no se libera nunca. Nunca puede utilizarse. Somos prisioneros de un proceso, de una dialéctica de promesas falsas y decepciones reales que acaba en futilidad.

“El niño, antes de nacer“, dice Filoxenos, ”ya está perfecta y completamente constituido en su naturaleza, con todos sus sentidos y extremidades, pero no puede hacer uso de ellos en sus funciones naturales porque en el vientre no puede fortalecerlos ni desarrollarlos para tal uso.”

Ahora bien, dado que todas las cosas tienen su tiempo, hay un tiempo para ser nonato. De hecho, debemos empezar en el vientre social. Hay un tiempo para abrigarse en el mito colectivo. Pero también hay un tiempo para nacer. Aquél que ha “nacido” espiritualmente como una identidad madura es liberado del encierro en el vientre del mito y el prejuicio. Aprende a pensar por sí mismo, ya no guiado por los dictados de la necesidad, ni por los sistemas y procesos diseñados para crear necesidades artificiales y luego “satisfacerlas”.

Esta emancipación puede tomar dos formas: la primera, la de la vida activa, que se libera de la esclavitud de la necesidad al considerar y servir a las necesidades de los otros sin pensar en una recompensa o interés personal. Y la segunda, la de la vida contemplativa, que no debe construirse como un escape del tiempo y la materia, de la responsabilidad social y de la vida de los sentidos, sino mas bien como un adentrarse en la soledad y el desierto, una confrontación con la pobreza y el vacío, una renuncia al yo empírico ante la presencia de la muerte y el “ser nada”, a fin de derrotar la ignorancia y el error que surgen del miedo de “ser nada”. El hombre que se atreve a estar solo puede llegar a ver que ese “vacío” e “inutilidad” que la mentalidad colectiva teme y condena son condiciones necesarias para encontrarse con la verdad.

Es en el desierto de la soledad y el vacío donde el miedo a la muerte y la necesidad de autoafirmación demuestran ser ilusorios. Cuando uno se enfrenta con eso, no necesariamente vence la angustia, pero puede aceptarla y comprenderla. Así, en el centro de la angustia se encuentran los dones de la paz y el entendimiento: no simplemente en la iluminación personal y en la liberación, sino por el compromiso y la empatía, porque el contemplativo debe asumir la angustia universal y la condición inexorable de hombre mortal. El solitario, lejos de encerrarse en sí mismo, se convierte en todos los hombres. Habita en la soledad, la pobreza, la indigencia de todos los hombres.

Es en este sentido que el ermitaño, según Filoxenes, imita a Cristo. Porque en Cristo, Dios hace propia la soledad y la negligencia del hombre: de cada hombre. Desde el momento en que Cristo fue al desierto para ser tentado, la soledad, la tentación y el hambre de cada hombre se convirtieron en la soledad, la tentación y el hambre de Cristo. Pero a cambio, el don de la verdad, con el cual Cristo disipó los tres tipos de ilusión ofrecida para tentarlo (la seguridad, la reputación y el poder), también puede convertirse en nuestra propia verdad, si tan solo podemos aceptarla. También se nos ofrece en la tentación. “Vayan al desierto,” decía Filoxenes, “sin llevar nada del mundo, y el Espíritu Santo irá con ustedes. Vean la libertad con la que Jesús se fue, y vayan como Él. Vean dónde dejó las reglas de los hombres, dejen las reglas del mundo donde Él dejó la ley, y salgan con Él a luchar contra el poder del error.”

¿Y dónde está el poder del error? Nos encontramos con que, después de todo, no estaba en la ciudad sino en nosotros mismos.

Hoy en día las visiones de un Filoxenes deben procurarse menos en los tratados de los teólogos que en las meditaciones de los existencialistas y en el Teatro del Absurdo. El problema de Berenger, en El Rinoceronte de Ionesco, es el problema de la persona humana varada y sola en lo que amenaza con convertirse en una sociedad de monstruos. En el siglo VI, Berenger tal vez hubiera podido retirarse al desierto de Escitia, sin que importara mucho el hecho de que todos sus conciudadanos, todos sus amigos y hasta su novia Daisy, se hubieran transformado en rinocerontes.

El problema actual es que no hay desiertos, solamente cabañas para turistas.

Las islas desiertas son lugares donde los perversos personajitos de El Señor de las Moscas se enfrentan con el Señor de las moscas, forman una colectividad pequeña, unida y feroz de carapintadas y se arman con lanzas para cazar al último miembro de su grupo que todavía recuerda con nostalgia las posibilidades del discurso racional.

Cuando, de repente, Berenger se encuentra con que es el último humano en una manada de rinocerontes, se mira al espejo y dice con humildad, “Después de todo, el hombre no es tan malo como parece, ¿no es cierto?”. Pero su mundo se sacude poderosamente con la estampida de sus congéneres metamorfoseados, y pronto se da cuenta de que la estampida misma es el más contundente y trágico de todos los argumentos. Porque cuando considera salir a la calle “a tratar de convencerlos”, se da cuenta de que “tendría que aprender su idioma”. Se mira al espejo y ve que ya no se parece a nadie. Busca enloquecidamente una fotografía de la gente como era antes del gran cambio. Pero la humanidad misma se ha vuelto tan increíble como espantosa. Ser el último hombre en la manada de rinocerontes es, en efecto, ser un monstruo.

Tal es el problema que Ionesco nos plantea con su trágica ironía: la soledad y el disenso se vuelven más y más imposibles, más y más absurdos. Que Berenger finalmente acepte su absurdo y corra a desafiar a toda la manada sólo resalta la futilidad de un compromiso con la rebelión. Al mismo tiempo en El nuevo inquilino (Le Nouveau Locataire), Ionesco retrata el absurdo de un individualismo lógicamente consistente, que de hecho es un autoaislamiento por la pseudológica de las necesidades y posesiones proliferantes.

Ionesco se queja de que la producción como farsa de El Rinoceronte en Nueva York era un completo malentendido de su intención. Es una obra no solamente en contra del conformismo sino acerca del totalitarismo. El rinoceronte no es una bestia amigable, y con él alrededor se termina la diversión y las cosas empiezan a ponerse serias. Todo tiene que tener sentido y ser totalmente útil para la operación totalmente obsesiva. A la vez, Ionesco fue criticado por no darle a la audiencia “algo positivo” que llevarse, en lugar de solo “rechazar la aventura humana” (¡Presumiblemente, la “rinoceritis” es la última de las aventuras humanas!). Él replicó: “Ellos (los espectadores) se llevan un vacío y esa fue mi intención. Al hombre libre le corresponde impulsarse a sí mismo fuera de ese vacío por su propio poder ¡y no por el poder de los demás!”. En esto Ionesco se acercó mucho al Zen y al eremitismo cristiano.

“En todas las ciudades del mundo es igual” dice Ionesco. “El hombre moderno y universal es el hombre apurado (un rinoceronte), un hombre que no tiene tiempo, que es prisionero de la necesidad, que no puede comprender que una cosa pueda carecer, quizás, de utilidad; ni entiende que, en el fondo, es lo útil lo que puede resultar una carga inútil y agobiante. Si uno no entiende la utilidad de lo inútil y la inutilidad de lo útil, no puede entender el arte. Y un país donde el arte no se entiende es un país de esclavos y robots” (Notes et contre-notes, pág. 129). La Rinoceritis, agrega, es la enfermedad que amenaza “a aquellos que han perdido el sentido de la soledad y el gusto por ella”.

El amor a la soledad a veces se condena como “odio a los semejantes”. Pero, ¿es verdad? Si llevamos un poquito más allá nuestro análisis del pensamiento colectivo, encontramos que la dialéctica del poder y la necesidad, de la sumisión y la satisfacción, termina por ser una dialéctica del odio. La colectividad no sólo necesita absorber a todos los que pueda, sino también, de manera implícita, odiar y destruir a cualquiera que no pueda ser absorbido. Paradójicamente, una de las necesidades de la colectividad es rechazar a ciertas clases, razas o grupos a fin de fortalecer su propia autoconciencia al odiarlos en lugar de absorberlos.

Así, el solitario no puede sobrevivir a menos que sea capaz de amar a todos, sin importar el hecho de que probablemente sea considerado por todos como un traidor. Solo el hombre que ha logrado plenamente su propia identidad puede vivir sin la necesidad de matar, y sin la necesidad de una doctrina que le permita hacerlo con una buena conciencia. Siempre habrá un lugar, dice Ionesco “para aquellas conciencias aisladas que se han puesto de pie por la conciencia universal” como contra la mentalidad de la masa. Pero su lugar es la soledad. No tienen otro. Por consiguiente, es la persona solitaria (tanto en la ciudad como en el desierto) la que le hace a la humanidad el inestimable favor de recordarle su propia capacidad para la madurez, la libertad y la paz.

Esto me suena mucho a Filoxenes.

Y me suena a lo que dice la lluvia. Nosotros todavía llevamos esta carga de ilusión porque no nos atrevemos a soltarla. Sufrimos todas las necesidades que la sociedad demanda que suframos, porque si no tenemos esas necesidades perdemos nuestra “utilidad” en la sociedad, la utilidad de los incautos.

Tenemos miedo de estar solos, y de ser nosotros mismos, y eso por recordarle a los otros la verdad que está en ellos.

“No te haré un hombre tan rico que tengas necesidad de muchas cosas,” decía Filoxenes (poniendo las palabras en los labios de Cristo), “pero te haré un hombre verdaderamente rico que no tenga necesidad de nada. Porque rico no es aquél que tiene más posesiones, sino aquel que tiene menos necesidades”. Obviamente, siempre vamos a tener algunas necesidades. Pero el que tenga sólo las necesidades más simples y naturales puede considerarse sin necesidades, ya que las únicas necesidades que tiene son las reales, ¡y las reales no son difíciles de satisfacer si uno es un hombre libre!

La lluvia paró. El sol del atardecer se inclina entre los pinos: ¡y cómo huelen esas agujas inútiles en el aire claro!

Una margarita, muy fuera de temporada, se ha forzado a florecer entre las hojas pisoteadas de las lilas de los últimos días del verano. El valle resuena con la conversación, que no informa absolutamente nada, de los arroyos y el agua salvaje.

Después las codornices empiezan con su dulce silbido en los arbustos mojados. Su ruido es absolutamente inútil y también lo es el deleite que me provoca. No hay nada más que quiera oír, no porque haya un ruido mejor que otros, sino porque es la voz del momento presente, del festival presente.

Pero incluso acá la tierra se sacude. En Fort Knox el Rinoceronte se divierte.

*CAE: Comando Aéreo Estratégico (SAC, en el original).

Versión al español de Sandra Toro.

No hay más que amor

El psicoanálisis nos ha enseñado que muchos odios desconocidos y temores y aún enfermedades físicas con frecuencia no son sino amor que rehúsa reconocerse como tal, amor que se ha vuelto enfermo porque no reconoce su verdadera naturaleza y ha perdido de vista su objetivo.
Los conflictos en el mundo no se deben a la ausencia del amor, sino al amor que no se reconoce a sí mismo, que es infiel a su propia realidad. La crueldad es el amor sin dirección. El odio es el amor frustrado.

El amor no está sólo en la mente o el corazón, es más que el pensamiento y el deseo. El amor es acción: y solamente en el acto del amor alcanzamos la intuición contemplativa de la sabiduría amorosa. Esta intuición contemplativa es un acto de una especie más elevada, un amor más puro. El amor disuelve la aparente contradicción entre la acción y la contemplación.

Para alcanzar un maduro acto de amor, debemos primero experimentar contradicción y conflicto. El amor es una cima de libertad y de plena conciencia personal. El amor se encuentra a sí mismo solamente en el acto. El amor que actúa sin conocimiento, a pesar de él mismo y en contra de su misma naturaleza, no alcanza la plena conciencia de sí mismo. Queda escondido de sí mismo. También no logra actuar perfectamente como amor. Es visto como algo distinto del amor.

Todo amor que no es entrega de sí mismo totalmente libre y espontánea, tiene en sí mismo un sabor a muerte. Esto quiere decir que todo nuestro amor como hombres ordinarios que no somos santos ni místicos, está lleno de contradicción, conflicto, amargura. Y tiene ese sabor a muerte.

Y podríamos añadir que es en el conflicto y la contradicción del amor que no es todavía verdadero, donde podemos descubrir el camino del amor verdadero. Es aceptando en nuestra plena conciencia un amor imperfecto, cuando el amor llegará a su perfección.

El primer paso para alcanzar la verdad y pureza del amor es reconocer en nosotros ese amor que no es todavía puro, pero que sin embargo es amor, y que aspira por su misma naturaleza a ser puro.

Todas las virtudes son aspectos del amor, y todos los vicios son también aspectos del amor. Las virtudes son manifestaciones de un amor que está vivo y sano. Los vicios son síntomas de un amor enfermo porque rehúsa ser él mismo.

En realidad no hay más que amor. Pero este amor podría estar en contradicción consigo mismo. Puede ser al mismo tiempo amor y odio, amor y codicia, amor y miedo, amor y celos, amor y lujuria. Su destino es ser simplemente amor, sin ninguna otra cosa contradictoria. Pero no puede cumplir este destino si nosotros tratamos únicamente de suprimir el odio, la codicia, el miedo, los celos, la lujuria. Estas fuerzas malignas reciben su poder solamente del amor. Suprimirlas es suprimir el amor. Debieran más bien, por el contrario, ser conscientes de sí mismas como amor, y cuando lo sean, ya no desviarán la energía del amor para servir a lo que no es amor.

Del prólogo al libro “Vida en el amor”, de Ernesto Cardenal.

Thomas Merton, Francia, 1915-1968